Medio Ambiente

La caída de Mujer Celeste

Basándose en su vida como botánica, indígena, madre y mujer, Robin Wall ofrece en ‘Una trenza de hierba sagrada’ (Capitan Swing) una serie de reflexiones alrededor de cómo otros seres vivos pueden aportarnos importantes lecciones sobre el entorno que nos rodea, incluso aunque hayamos olvidado cómo escuchar sus voces.

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07
julio
2021

En la pared del laboratorio tengo colgado el retrato de Mujer Celeste realizado por Bruce King, Moment in Flight (Momento en el vuelo). Está cayendo a la tierra con flores y semillas en las manos. En su caída, contempla mis microscopios y registradores de datos. Tal vez parezca una yuxtaposición extraña, pero yo creo que es el lugar que le corresponde. Como escritora, científica y transmisora de la historia de Mujer Celeste, me sitúo a los pies de mis antepasados, escuchando sus cantos.

Los lunes, miércoles y viernes, a las 9:35 de la mañana, suelo hablar de botánica y ecología en un aula de la universidad. Intento explicar a los estudiantes cómo funcionan los jardines de Mujer Celeste, eso que algunos conocen por el nombre de ‘ecosistemas globales’ . Una mañana, en clase de Ecología General, les entregué una encuesta donde pedía a mis alumnos su opinión sobre las interacciones posibles entre los humanos y el medio ambiente. Casi la totalidad de los doscientos alumnos aseguraron que, para ellos, los humanos y la naturaleza son una mala combinación. Eran estudiantes de tercer año que habían decidido dedicarse a la protección del medio ambiente, por lo que sus respuestas, en cierto sentido, no me sorprendieron. Todos conocían las causas del cambio climático, de las toxinas en la tierra y el agua, de la desaparición de los hábitats. En la encuesta les pedía también que considerasen qué impactos positivos veían en la relación entre la gente y la tierra. La respuesta promedio fue ‘ninguno’.

Me quedé de piedra. ¿Tras veinte años de educación no eran capaces de decirme un solo beneficio mutuo entre el ser humano y el entorno? Tal vez los ejemplos negativos que observaban cada día —las antiguas zonas industriales, las explotaciones intensivas de ganado, la expansión urbana— les habían arruinado la capacidad de ver los posibles efectos positivos de la relación. Conforme se deterioraba el territorio en que vivían, se les atrofiaba la percepción. Al comentarlo después de clase, observé que ni siquiera eran capaces de imaginar qué relaciones beneficiosas pueden darse entre nuestra especie y las demás. ¿Cómo vamos a encaminarnos hacia la sostenibilidad ecológica y cultural si somos incapaces de concebir el camino que hemos de tomar? ¿Si no podemos imaginar la generosidad de los gansos? A ninguno de estos estudiantes lo habían educado en la historia de Mujer Celeste.

En un lado del mundo estaba el pueblo cuya relación con la vida en la tierra estaba modelada por Mujer Celeste, que creó un jardín para el bienestar de todas las criaturas. En el otro lado también había un jardín y un árbol y una mujer que, al comer uno de los frutos, fue expulsada, y las puertas del jardín se cerraron para siempre detrás de ella. El destino de esta madre de los hombres no fue llenarse la boca con el dulce jugo de las frutas que doblaban las ramas de los árboles, sino la condena a vagar por tierras áridas y a ganarse el pan con el sudor de su frente. Para sobrevivir, tenía que someter el mundo al que la habían arrojado.

Misma especie y misma tierra, pero historias diferentes. Los relatos cosmológicos y cosmogónicos han constituido siempre, en todas las culturas, una fuente de identidad y un acervo de orientaciones. Nos dicen quiénes somos. Inevitablemente, nos conforman, aunque lo hagan en niveles de conciencia prácticamente irreconocibles de tan sutiles. Un relato abre el camino de la generosa aceptación de toda forma de vida; el otro nos conduce al destierro. Una de las mujeres es la jardinera ancestral, creadora del bello y benigno mundo verde en el que nacerán sus descendientes. La otra fue una exiliada, de paso por una tierra extraña cuyos arduos caminos la llevaban a su verdadero hogar, en el cielo.

Y entonces se encontraron —los descendientes de Mujer Celeste y los hijos de Eva— y esta tierra aún conserva las cicatrices del encuentro, los ecos de nuestras historias. Se dice que no hay furia en el infierno como la ira de una mujer herida, y puedo imaginarme la conversación entre Eva y Mujer Celeste: «Hermana, creo que te llevaste la peor parte…».

Todos los pueblos nativos de la región de los Grandes Lagos comparten la historia de Mujer Celeste

Todos los pueblos nativos de la región de los Grandes Lagos comparten la historia de Mujer Celeste, una estrella constante en esa constelación de enseñanzas que llamamos ‘Instrucciones Originales’. Estas no son ‘instrucciones’ en el sentido de mandamientos o reglas. Conforman, más bien, una especie de brújula, una serie de orientaciones, pero no un mapa. Es la existencia de cada individuo la que dibuja el mapa. En eso consiste vivir. La forma de contemplar las Instrucciones Originales será única y diferente para cada tiempo y cada persona.

En su época de esplendor, los pueblos nativos de Mujer Celeste vivían según su propia interpretación de las Instrucciones Originales, de acuerdo a unos principios éticos adaptados al entorno, que imprimían cuidado y esmero en las ceremonias, en la vida familiar o en las prácticas de caza. Unos valores de respeto que no parecen encajar en el mundo urbano actual, en el que ‘verde’ es un eslogan publicitario y no la descripción de una pradera. Los bisontes han desaparecido y el mundo se ha olvidado de ellos. No puedo hacer que vuelvan los salmones al río y mis vecinos darían la voz de alarma si le prendiera fuego al jardín para obtener pastos para los alces.

La Tierra era nueva entonces, cuando acogió al primer ser humano. Ahora se ha vuelto vieja y somos muchos los que creemos que hemos abusado de su hospitalidad por olvidar las Instrucciones Originales. Desde el origen del mundo, el resto de las especies han sido el salvavidas de la humanidad; ahora nos toca a nosotros salvarlas a ellas. Sin embargo, las historias por las que deberíamos guiarnos se desvanecen en vagos recuerdos, si es que hemos tenido la oportunidad de escucharlas. ¿Qué sentido podrían tener en la actualidad? ¿Cómo podemos aplicar hoy los relatos que hablan del nacimiento del mundo, cuando estamos más próximos a su final? El territorio ha cambiado, pero la historia es la misma. No dejo de pensar en Mujer Celeste, que parece mirarme a los ojos y preguntarme qué voy a entregar a cambio del don que he recibido, del mundo sobre las espaldas de Tortuga.

Algunos de mis antepasados eran del pueblo de Mujer Celeste, al que yo pertenezco

Nunca está de más recordar que la mujer original era una inmigrante. Se precipitó desde su hogar en las alturas del Mundo del Cielo y dejó atrás a cuantos la conocían y la apreciaban; que nunca pudo regresar. Desde 1492, la mayoría de los que residen aquí también son inmigrantes, y puede que al divisar la isla de Ellis ni siquiera sean conscientes de que están desembarcando en el caparazón de una tortuga. Algunos de mis antepasados eran del pueblo de Mujer Celeste, al que yo pertenezco. Otros fueron de una clase distinta de inmigrantes: un comerciante de pieles francés, un carpintero irlandés, un granjero de Gales. Y aquí estamos todos, tratando de levantar un hogar en Isla Tortuga. Ellos recuerdan también un viaje a un mundo nuevo sin nada en los bolsillos, un relato en el que resuena el viaje de Mujer Celeste. Ella también llegó con solo unas cuantas semillas y el exiguo consejo de ‘utilizar sueños y dones para hacer el bien’. Es la indicación que todos hemos recibido. Mujer Celeste aceptó los dones del resto de las criaturas con las manos abiertas y los utilizó con honor. Compartió con ellas cuanto traía del Mundo del Cielo y se dedicó a cuidarlo, a crear un hogar.

Todos, siempre, estamos cayendo. Puede que sea por ese motivo que la historia de Mujer Celeste nos sigue cautivando. Nuestras vidas, las personales y las colectivas, comparten su trayectoria. Después de saltar o de que nos empujen o de que el límite del mundo conocido se desmorone bajo nuestros pies, nos precipitamos, girando hacia lo ignoto, lo inesperado. Tenemos miedo a caer. Los dones del mundo aguardan para sostenernos.

Al reflexionar sobre estas instrucciones, es bueno recordar que Mujer Celeste, cuando cayó al mundo, no venía sola. Estaba embarazada. Sabiendo que sus nietos heredarían el mundo, procuró que los beneficios de sus cuidados se prolongasen más que su propia estancia en él. Los inmigrantes se volvieron indígenas en la relación de reciprocidad con la tierra, en el dar y el recibir. Todos nosotros nos volvemos nativos de un lugar cuando actuamos como si el futuro de nuestros hijos importara, cuando cuidamos de la tierra como si nuestras vidas, las materiales y las espirituales, dependieran de ello.

«En los saberes indígenas el ser humano es el hermano pequeño de la Creación, la criatura que menos experiencia tiene de la vida y que más debe aprender del resto de las especies»

He escuchado contar la historia de Mujer Celeste como si no fuera más que un pintoresco retazo de ‘folclore’. Pero el poder del relato sigue ahí, incluso cuando se malinterpreta. La mayoría de mis estudiantes nunca han oído la historia del origen de la tierra en que nacieron, pero se les enciende la mirada cuando se la cuento. ¿Logran ver en la historia de Mujer Celeste no un artefacto del pasado, sino una serie de instrucciones para el futuro? ¿Lo conseguimos el resto? ¿Puede una nación de inmigrantes seguir su ejemplo una vez más, hacerse nativa, crear un hogar?

Observa el legado de la pobre Eva y su exilio del Edén: en la tierra están grabadas las marcas de una relación abusiva. Y no solo en la tierra; también, más importante, en nuestra relación con ella. En palabras de Gary Nabhan, no habrá reparación, no habrá restauración, sin ‘rehistoriación’. Es decir, la herida de nuestra relación con la tierra no sanará hasta que no escuchemos sus relatos. Ahora bien, ¿quién puede contarlos?

La tradición occidental reconoce una jerarquía para las criaturas, en la que, por supuesto, el ser humano está en la cima —la cúspide de la evolución, el niño mimado de la Creación— y las especies vegetales en la base. Sin embargo, en los saberes indígenas el ser humano es ‘el hermano pequeño de la Creación’. La criatura que menos experiencia tiene de la vida y, por tanto, que más debe aprender del resto de las especies, que son las maestras que nos guían. Estas transmiten sabiduría a través de la manera en que viven. Enseñan con el ejemplo. Llevan aquí mucho más tiempo que nosotros y, por tanto, han podido comprender más y mejor. Viven por encima y por debajo de la tierra, unen esta con el Mundo del Cielo. Las plantas son capaces de utilizar la luz y el agua para crear alimentos y medicinas. Después, nos los entregan.

Me gusta pensar que cuando Mujer Celeste dispersó sus semillas por Isla Tortuga, se disponía a sembrar sustento para el cuerpo y para la mente, para la emoción, para el espíritu. Nos ofreció maestros de los que aprender a vivir. Las especies vegetales pueden contarnos su historia. Ahora nos toca a nosotros aprender a escuchar.


Este artículo es un fragmento del libro ‘Una trenza de hierba sagrada‘ (Capitan Swing), por Robin Wall Kimmerer.

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