Siglo XXI

«La emoción es mala consejera a la hora de analizar la política»

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18
mayo
2022

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José Álvarez Junco (Lérida, 1942) es uno de los grandes conocedores de la historia de nuestro país, con especialidad en análisis político (no en vano, fue Consejero de Estado). Catedrático emérito de la Complutense, ha enseñado en distintas universidades como Oxford, la Sorbona o Boston, y dirigido el Seminario de Estudios Ibéricos del Centro de Estudios Europeos de Harvard. Ahora, en su último libro, ‘Qué hacer con un pasado sucio‘ (Galaxia Gutenberg), reflexiona sobre los pasados traumáticos de las sociedades, equilibrando el debate siempre frágil entre el olvido o la memoria.


¿Qué ensucia el pasado de un país?

Guerras civiles, dictaduras, genocidios… Son hechos de los que no puede sentirse orgulloso nadie.

¿Hasta qué punto la historia puede ser revisada?

En el sentido de rehecha, nunca. Lo ocurrido es inconmovible. Pero podemos pensar sobre aquellos hechos, interpretarlos de manera distinta a cómo se hace habitualmente. Y aprender de ello.

Cuando se analiza un hecho histórico, ¿qué aporta más luz, la distancia o la ecuanimidad?

La distancia favorece la ecuanimidad. Si queremos que alguien juzgue adecuadamente una situación conflictiva, mejor será que no esté implicado emocionalmente en ella. Que no sea amigo ni enemigo de ninguna de las partes. Pero que sea experto en el tema, que conozca otros casos similares y pueda aportar su experiencia.

¿Cree que podría haberse evitado la Guerra Civil en España, tal y como se desarrollaron los acontecimientos?

Los historiadores tenemos prohibido preguntarnos si las cosas pudieron ocurrir de manera distinta a como lo hicieron. Eso es especular. Ocurrió. Lo que debemos preguntarnos es por qué, sus causas; cómo, y qué responsabilidad tuvo cada uno.

«Lo ocurrido es inconmovible, pero podemos pensar sobre aquellos hechos y aprender de ellos»

Sin ánimo de ser apocalípticos, pero pensando en los ánimos tan tensos, en las polaridades feroces a las que asistimos en nuestro país (y en toda Europa, en menor o mayor medida), ¿cabe la posibilidad de una nueva guerra civil? 

No es probable. El país ha cambiado mucho (sobre todo en lo referido a su desarrollo económico y su nivel educativo), no encontramos los abismos sociales que había (latifundistas frente a braceros sin tierra), ni las guerras culturales (católicos frente a anticlericales), ni las diferencias campo-ciudad, ni el entorno europeo tan desfavorable (fascismos y comunismos como modelos) de entonces.

¿De qué depende que determinados símbolos, como la Transición, por ejemplo, comiencen a ser cuestionados? ¿Conviene hacerlo?

Nunca es malo repensar el pasado. Ni tampoco conviene idealizar ciertos procesos. Pero la Transición fue, esencialmente, pacífica; la Constitución que se elaboró fue, por vez única en la historia española, aceptada por las diversas fuerzas políticas y no impuesta por una de ellas a las demás. Se salió de una dictadura que nadie había conseguido derribar por la fuerza. No fue ideal, hubo que transigir con la persistencia de cosas cuyas consecuencias aún pagamos hoy, pero ojalá otros momentos de nuestra historia moderna presentaran un balance tan favorable. Aunque, repito, no la idealicemos, ni dejemos de pensar y debatir sobre ella.

Es curioso que algunos medios hayan calificado de «mito» la Transición, como si los mitos pertenecieran a la categoría de lo verdadero y lo falso en vez de explicar el mundo, que es su función. ¿Hasta qué punto la memoria colectiva de un pueblo requiere de mitos? 

La historia debe prescindir de los mitos de la manera más radical posible. Es un saber sobre el pasado. De ninguna manera científico en el sentido en que lo son las ciencias duras, pero pretende basarse en datos contrastados y apoyarse en una interpretación racional. Por tanto, es lo contrario del mito, relato legendario sobre hechos muy remotos, poblado de hazañas, héroes, mártires. Eso puede servir para reforzar la autoestima de un grupo (puede ser incluso muy seductor), pero no pueden tomarse en serio.

«Los nacionalismos son peligrosos, todos: tanto los periféricos como los monolíticos»

¿De qué manera conjugar lo racional con lo emotivo cuando se analiza la historia?

La historia de verdad, la que hacen los historiadores, debe prescindir de lo emotivo. Lo emotivo es imprescindible para una narrativa romántica. Pero el romanticismo es mal consejero para alguien que quiere ser analizar la realidad política o social.

En este sentido, ¿podría decirse que la incapacidad de entendimiento entre partidos políticos y los auges de discursos extremos son cíclicos?

Sí. La humanidad aprende con dificultad. Cuando se pasa un período trágico, originado por discursos intolerantes, las sociedades tienden a reflexionar y evitar volver a las andadas. Pero cuando ha pasado el tiempo y parece que la estabilidad política está asegurada, se vuelve a jugar con radicalismos, sin darse cuenta de los peligros que entrañan.

¿Qué precio está pagando España por sus nacionalismos?

Los nacionalismos son peligrosos. Todos. Los periféricos, que se radicalizan y pretenden fragmentar la unidad política actual y crear nuevas fronteras, algo que difícilmente se lograría sin guerras, sin muertos y sin crear nuevos espacios intolerantes. Pero también es peligroso el nacionalismo español monolítico, que pretende que en el país sólo haya una cultura, un idioma, que todo se decida desde un centro político. Esa es la base cultural de dictaduras y origina la reacción opuesta, centrífuga.

El hecho de contar con parlamentos fragmentados, ¿es un desafío estimulante o un peligro que mantiene en vilo cada votación?

Los parlamentos fragmentados son poco menos que inevitables. Que solo haya dos partidos, uno de ellos con mayoría absoluta, es cómodo, pero también hace difícil la crítica y el control parlamentario sobre el Gobierno y provoca cambios políticos muy radicales. Que haya muchas fuerzas políticas pequeñas puede favorecer una cultura de la negociación, de la convivencia. Siempre, eso sí, que no se conviertan en bloques absolutamente enfrentados y excluyentes, que convierten al otro en un enemigo de la patria o de principios irrenunciables de nuestra convivencia.

¿Sigue pensando que los anarquistas son, como dijo, «lo más interesante, lo más romántico y original» que había producido la España de principio de siglo?

Original fue. No hubo un anarquismo tan fuerte como el español en casi ningún otro lugar del mundo. Pero no estoy seguro de que ser original sea positivo en este terreno. Podría incluso considerarse romántico, pero de nuevo no creo que el romanticismo sea bueno en el mundo de la política. No ha dado lugar más que a errores. El problema del anarquismo, como el de tantos otros –los revolucionarios obreristas, los populistas, o quienes esperan que los cambios políticos vengan de algún redentor–, es que no dio importancia a la modernización del Estado. Creyó que se podía crear una sociedad libre sin Estado. Y me temo que eso no ha ocurrido en ningún lugar. Las normas y las instituciones son esenciales para garantizar la convivencia en libertad.

Si echa la vista atrás, en líneas generales, ¿le gusta el pasado de su país?

No creo que haya sido un pasado fácil de elogiar. Entre los siglos XVI-XVIII dominó una mentalidad contrarreformista, se impuso por la fuerza la unidad religiosa, el país se aisló de los avances intelectuales que se produjeron en Europa… Y eso hizo que en los siglos XIX y XX la modernización política y cultural fuera muy difícil, con muchos altibajos violentos. En definitiva, de lo que más orgullosos podemos sentirnos es del último medio siglo: una época de avance económico, superación del atraso, democratización y estabilización política… Ojalá siempre hubiera sido así.

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