Sociedad

Elogio de lo ecuánime

La ecuanimidad no significa ser equidistante, neutral o ásperamente indiferente: es la constancia de ánimo necesaria para sobrevivir en un mundo que parece cada vez más inestable.

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Simon Lee
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25
mayo
2022

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Simon Lee

Ecuanimidad: cinco sílabas que contienen la «igualdad y constancia de ánimo» e «imparcialidad de juicio». Es un prodigio en tiempos de tempestad psíquica como los que vivimos, en los que la sentimentalización del discurso, la amenaza vírica, los maniqueísmos, la angustia, la recesión económica, las paparruchas (llamadas fake news) y lo convulso impera en casi todos los órdenes, tanto patrios como extranjeros. 

¿Cómo alzarse con la ecuanimidad en tiempos de opuestos sin vocación de entendimiento? Derechas e izquierdas, aliados o enemigos, OTAN frente a Rusia, Zelenski o Putin. Incluso quienes critican esta ridícula división del mundo en binomios terminan utilizando sus mismas reglas. Por supuesto, cualquier matización nos coloca del lado contrario, mal que nos pese.   

Necesitamos de lo ecuánime, de la «cualidad de cualidades», como lo expresó el filósofo Ramiro Calle. No solo lo necesitamos en los jueces, a los que se les presupone un juicio imparcial, sino en cada uno de nosotros: solo así será posible hacer de este mundo un lugar de entendimiento y no de discordia.

Necesitamos de lo ecuánime para hacer de este mundo un lugar de entendimiento y no de discordia

Hay que tener la valentía y la humildad de mirar al otro como un igual sabiendo que, siquiera por azar, omisión o voluntad, alguna vez acertará y tendrá una idea fulgurante o una propuesta eficaz. Lo dice la voz popular del refranero: «Nadie es tan malo como aparenta, ni tan bueno como se comenta».

¿Pueden imaginar un Congreso de los Diputados en el que impere lo ecuánime, donde no se vote a favor o en contra de las propuestas en función de quién las promueve sino por la utilidad de las mismas? ¿Y una sesión de control en la que se dé y se quite la razón con independencia del partido al que se pertenezca? De hecho, ¿pueden imaginar un Congreso de los Diputados en los que pueda haber acuerdos entre adversarios políticos? En efecto: falta ecuanimidad para ello.

De su importancia habla el hecho de que las grandes religiones la hayan incorporado en sus textos canónicos. Para el budismo, por ejemplo, la ecuanimidad es una de las «cuatro actitudes sublimes o inconmensurables», junto con la bondad, la compasión y la alegría: combate el ego, transformándonos en testigos de la realidad y no en esclavos de nuestras pasiones e intereses. La ecuanimidad, de este modo, permitiría la sabiduría y la libertad. 

La escuela estoica, fundada en Atenas por Zenón de Citio a principios del siglo III a.C. también hizo de la ecuanimidad uno de sus ejes filosóficos, contribuyendo con su doctrina a vivir con serenidad en un mundo impredecible, aceptando lo que está fuera de nuestro control y tratando de ser honestos tanto con uno mismo como con los demás.

En el judaísmo es destacada la atención que prestan a esta virtud importantes rabinos, pero también el término cabalístico hishtavut (que significa eso mismo), condición indispensable para alcanzar la sabiduría plena.

¿Pueden imaginar un Congreso de los Diputados en el que no se vote a favor de las propuestas solo por la utilidad de las mismas?

Para el cristianismo también es una de las cuatro virtudes cardinales (si bien bajo el nombre de templanza), junto con la justicia, prudencia y fortaleza. Una tetralogía que, por otra parte, bebe directamente de las virtudes ciudadanas imprescindibles que Platón reflejó en La República. Samuel Johnson, acaso el hombre de letras más distinguido de la historia inglesa, la definió como «uniformidad mental, ni eufórico ni deprimido». La misma palabra se empareja en el islam con ese abandono de sí, ese librarse de uno mismo; eso significa el verbo del que proviene: aslama.

La ecuanimidad no es equidistancia, neutralidad áspera o ruda indiferencia: lo ecuánime es cálido porque escucha y atiende, no se deja embaucar. Es un valor que no va en menoscabo de uno; en realidad, al ser ecuánime engrandece a uno. La ecuanimidad es radiante, porque ilumina, pero también es magnánima en cuanto rechaza todo fanatismo. Sobre todo es útil: resguarda y protege contra los «ocho vientos mundanos», como son la alabanza y la crítica, el éxito y el fracaso, el placer y el dolor, la fama y el descrédito. Así como el delirio nos descentra –etimológicamente, delirar significa salirse del surco– la ecuanimidad nos centra, concediéndonos el sosiego y el equilibrio necesario para encarar las contingencias y lo caduco de la vida. Todo en el mundo es inestable, y lo que hoy nos traspasa de dolor, mañana nos inunda de gozo. El amigo tan querido e imprescindible se puede convertir en un extraño, ¿y qué sino lo ecuánime nos permite adentrarnos en ese boscoso amasijo de sentimientos para valorar en su justa medida lo que acontece?

«Porque ocurre que cuando se tienen los nervios templados, todo lo que se haga o todo lo que se diga adquiere como un aire de sensatez, de ecuanimidad; mientras que en los estados de ánimo algo precipitados, algo reconcentrados o pensativos, las cosas que hacemos parecen como locuras, como hazañas de anormales, de lunáticos, de desequilibrados». Palabra de Camilo José Cela.

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