Cultura

«Como español, el bar lo es todo: es como un ágora, un lugar de intercambio de ideas»

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20
abril
2022

José Ángel Mañas (Madrid, 1971) se dio a conocer por su novela ‘Historias del Kronen‘ (Bala Perdida), un fiel retrato de la juventud española de los primeros noventa. Su reconocimiento llegó enseguida: gracias a ella fue finalista del Premio Nadal con tan solo 22 años. A pesar de ese primer éxito, Mañas no ha parado. En su obra existen ya más de 40 libros publicados a sus espaldas, muchos de ellos autobiográficos: ha vivido de primera mano mucho de lo que narra.


Partiendo de Historias del Kronen, ¿cuán central ha sido la figura del ‘pijo-canalla’ en tu obra? 

Yo la asocio al hecho de haber crecido en Moratalaz y otras zonas, siempre en un contexto de barrios. Mi acento es de calle, pero luego la vida me ha ido llevando a contextos más pijos. Siempre me he sentido un poco entre esas dos identidades. Creo que se juntan varias cosas: está el contexto clasista, que siempre me ha echado atrás y me ha provocado repelús; pero también hay un componente de odio hacia cierto tipo de pijerío. He hecho un mix extraño. También puede haber un poco de auto-odio, en ese sentido. El personaje de Carlos tiene elementos muy ambiguos. Por una parte, le doy mi físico y mi contexto, creando luego un personaje donde resalta al máximo la negatividad. La voz, si te fijas, es tremendamente macarra, muy bruta, y se sitúa en un contexto social muy concreto. Es una novela muy abierta, y lo mejor para mí es que se pasea por muchos ambientes. Está Malasaña, Lavapiés, la Moraleja, pero también hay un concierto de Nirvana y otro de Elton John; va cambiando: son 15 días de veraneo en la vida de un tipo que se está moviendo mucho. Es una novela de precisión histórica. En su momento no le daba tanta importancia al hecho de haber estudiado historia, pero luego me he dado cuenta de que [haberla estudiado] ha moldeado mi visión y mi manera de novelar. Mi forma de escribir es muy historicista: la novela arranca el sábado 27 de junio de 1992, cuando el Atlético de Madrid acaba de ganar la Copa del Rey con goles de Schuster y Futre, pero también aparecen episodios como la Expo de 1992, los Juegos Olímpicos y la Guerra de Yugoslavia. Creo que es la gran diferencia que hay con la película. Han querido deshistorizarla y, por decirlo de alguna manera, desubicarla.

«El hecho de haber estudiado historia ha moldeado mi visión y mi manera de novelar. Mi forma de escribir es muy historicista»

¿Cómo crees que se configura esta figura con los ascensos y descensos de clases sociales durante aquellos años de mayor «movilización»?

En Mensaka ya están mezclados en una banda de rock and roll en la que surgen una serie de roles sociales. La banda, aquí, termina por convertirse precisamente en un punto de encuentro entre pijos y macarras. Mi libro La pella, sin embargo, gira entre la deuda que tienen un macarra y un pijo. Cada uno de ellos cuenta con sus recursos y con maneras distintas de afrontar la situación, lo que al final convierte el libro en una historia de dos mundos. Lo que ocurre es que esa amistad es imposible con esas tensiones. Creo que esos son mis planteamientos clásicos. Mi vuelta al realismo, que es más reciente, es Una vida de bar en bar o Historia de una campeona. Mi primera incursión en el realismo era muy de primera mano: el mundo del rock, las drogas… Yo chupaba directamente de eso. La segunda vuelta ha sido más de antropólogo, al estilo de Oscar Lewis y su libro Los hijos de Sánchez, que me parece una puta maravilla (sic). En la novela realista es muy importante ser preciso con los datos, y cuando yo cojo a Domingo Espinar en Una vida de bar en bar, evidentemente ayudo a contar esa historia y selecciono fragmentos; es decir, hay una parte de manipulación, pero con una base absolutamente real en la que habla de las barriadas de Madrid sur, Orcasitas y Leganés. También me interesa mucho el idiolecto, la jerga. Me parece que es la única manera de recrear ciertos ambientes es el lenguaje natural.

Tus libros a veces están marcados por las drogas de una u otra manera. ¿Cómo de marcada estaba entonces la sociedad por los estupefacientes? 

Mucho, la verdad es que cuando yo empecé era muy noventero. Defendía los noventa frente a los ochenta por una serie de cuestiones, de diferencias claras, de sensibilidad… Los ochenta eran más divertidos, era un consumo mucho más lúdico, y en los noventa la música es mucho más agresiva, con Nirvana y un techno que es muy pesado. Pero con el tiempo me he dado cuenta que es el 15-M lo que cambia: la política vuelve a vertebrar la vida. En los setenta, la juventud era muy política. De repente, en los ochenta se entiende que de alguna manera está esto conseguido y el espíritu de los tiempos se vuelve muy lúdico. En esa época lo que hacíamos era escuchar música y tomar drogas. Entonces tomabas siete copazos de whisky y cogías el coche. Las drogas eran el hachís, el LSD y la cocaína, pero también la heroína, aunque estaba de capa caída.

«En los ochenta no existía la noción de peligrosidad. Ha ido creciendo con el tiempo»

Por supuesto, también se fumaban porros. En los ochenta no existía la noción de peligrosidad, que ha ido creciendo con el tiempo. Todo conducía a ello: si no te drogabas eras un gañán. En este sentido, mi novela más toxicómana es Ciudad rayada, como el propio nombre indica. Me inspiré en una especie de ‘bakalas-pijos’ que venían de la discoteca New World y que tenían unos niveles de consumo mucho más bestia, a unos niveles y a unas edades que me sorprendían. Pero sí que noté una nueva cultura hacia mediados de los noventa. El rock, que estaba muy vinculado al alcohol, se había quedado como viejo, y a partir de cierto punto, la música electrónica se asoció con las drogas. No podía aguantar –creo que nadie– en esos lugares sin drogas. No había nadie en la puta discoteca que no estuviera colocado (sic). Yo lo dejé precisamente a finales de los noventa. Necesitaba mi cerebro para escribir y lo corté todo a tiempo.

Has dicho en alguna entrevista que abriste un bar con el dinero que sacaste de tu primer libro. Es una elección inusual. ¿Qué representa para ti el bar en cuanto lugar? ¿Permite comprender mejor, por ejemplo, los distintos aspectos sociales, como aseguran algunos escritores respecto de la televisión?

Como español, el bar lo es todo. Es como un ágora, un lugar de intercambio de ideas. En nuestra época no había Tinder. Si querías ligar tenías que ir a los bares, y lo mismo ocurría si querías escuchar música. Te educabas estéticamente con la música y las actitudes. Y luego está el bar de música, que tiene un componente estético clave. En mi caso, el Jam y el Gueto fueron mis bares esenciales. Eran los dos primeros que eran novedosos para mí: el Jam porque tenía gente con pintas molonas, y el Gueto porque tenía una música que entonces era nueva y alternativa, como los Red Hot Chilli Peppers. Era la respuesta rockera a esa nueva energía que trajo el mundo electrónico; al menos yo lo veo así. La victoria se la llevó la electrónica: los músicos clásicos de rock, como David Bowie, acabaron por cruzarse y sacar discos electrónicos. Los noventa, al fin y al cabo, son el momento del crossover.

¿Tiene alguna relación con la escritura del libro Una vida de bar en bar, que es casi una etnografía a través de las peripecias de una vida real?

Cuando empezamos con el libro, Domingo [cuyo nombre permanece en la novela] me dijo: «Vamos a quedar cada semana en un bar», y hemos ido a todos. Cada una de las charlas tiene un ambiente. España no se puede entender sin bares, es un elemento muy propio y cultural, lo mismo que el hecho de ir cambiando, de ir de bar en bar. En Madrid, los bares son espacios donde se mezclan las clases sociales; son sitios donde se hace sociedad. La vida, que me ha llevado bastante a Francia y me ha vuelto muy afrancesado, me ha permitido comprobar que allí la vida es diferente. Creo que solo Toulouse es más callejera precisamente porque hay mucha gente que llegó de España tras la caída de la Segunda República.

«Los bares son espacios donde se mezclan las clases sociales»

Se hicieron varias películas a partir de libros tuyos, como ocurrió con Historias del Kronen o Mensaka. Al cambiar los formatos artísticos, ¿crees que también cambia en parte la historia?

El cambio de formato crea una versión diferente, como tiene que ser. Es como cuando otro grupo hace una versión musical del original. El que lo adapta se los apropia. La gente dice: «Qué cinematográfico es el libro», pero no tiene nada de eso; lo cierto es que era muy realista. Lo que tiraba de la novela, el hecho de que cada capítulo fuese un día, no eran elementos fácilmente trasladables a la ficción cinematográfica. Armendáriz lo montó a su manera y lo contó con sus propias imágenes. En esa época yo estaba muy pegado a la novela y me costó comprender los cambios, cosa que es normal: lo disfrutas al verla la siguiente vez. Luego está Mensaka. Era la primera película de Salvador García, pero Mensaka estaba más cerca del universo realista que yo había visto. Se llegó a hacer un trailer de Ciudad rayada y me pareció potente; tenía un buen sentido de la estética. Lamentablemente no cuajó. Dicho esto, hay películas muy buenas que son fieles [al libro] y películas muy buenas que son totalmente infieles. Creo que no tiene nada que ver una cosa con la otra. Sí me molestó, sin embargo, el final de Kronen: el personaje evoluciona, madura, por decirlo de alguna manera, pero lo que realmente constituye al personaje es que es monolítico y fiel a sí mismo hasta el final.

Hoy alguna de las figuras de tus libros ha desaparecido, pero han surgido otras nuevas, junto con su correspondiente expresión cultural. Es el caso del trap o del MDLR. ¿Por qué crees que se ha dado esta evolución tan particular?

Hoy hay un nuevo momento de intensidad. En los ochenta hubo un momento de intensidad con la Movida, mientras que en los noventa lo hubo con la música indie y el mundo electrónico. La gente del trap han conseguido lo que nadie conseguía desde hace mucho tiempo, que es decir: «Qué asco, esto no es música». Algo tiene que haber interesante ahí. Hay dos cosas que me interesan del trap. Para empezar, está el hecho de que en un momento en que se hunde la industria discográfica, unos chavales descubren que con una máquina en tu cuarto y usando el autotune puedes hacer música. Creo que es una buena respuesta a la crisis. Y luego, está el hecho de que vuelve a aparecer la voz de la calle. Ahora oigo historias que yo reconozco y entiendo. Es como Kronen con respecto a lo que era la nueva narrativa, que era como muy cosmopolita; se trataba de volver un poco a las raíces, a un realismo español, como Delibes. Es decir, una cosa muy cercana. Me identifico completamente con la frase: «Si quieres ser universal habla de lo más cercano, de tu pueblo». Toda la gran literatura universal es local. Vázquez Montalbán habla de Barcelona en sus buenas novelas, y es porque conoce a esas familias burguesas. Sabe exactamente dónde toman copas y dónde van de putas (sic), lo sabe todo. Luego va a Madrid y, sí, sigue siendo bueno, pero no es lo mismo. Pero entonces, de repente me encuentro con Yung Beef, que tiene un toque de narrador callejero con un punto de poesía; para mí es una joyita.

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