«La centralidad de las capitales hace que muchos ciudadanos se sientan de segunda»
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El origen fue un correo electrónico. De ese tipo de mensajes enviados por entidades que se promocionan y que muchas veces van a dar al basurero. Leila Guerriero lo leyó con atención. En ese momento trabajaba en el diario ‘La Nación’, de Buenos Aires. Era redactora de la revista dominical. Lo que decía el mensaje le causó curiosidad: lo enviaba una ONG llamada Poder Ciudadano y anunciaba los programas que iba a desarrollar en Las Heras, una ciudad petrolera en la Patagonia, con el fin de enseñarles a los jóvenes a resolver conflictos. Habían elegido ese lugar, perdido en el mapa argentino, porque tenía desempleo alto, una incidencia elevada de embarazo adolescente y –decía el mensaje– en dos años se habían suicidado 22 jóvenes. Guerriero lo leyó y pensó: «Aquí hay una historia». Si bien ya había dado muestras de su peso periodístico en las páginas de ‘La Nación’ y en algunas publicaciones latinoamericanas, en esos primeros años de este siglo el camino que la ha llevado a ser considerada una de las mejores cronistas de América Latina apenas empezaba a consolidarse. Sin embargo, hay cosas que vienen de fábrica. Y en su caso esa persistencia a prueba, de todo cuando se trata de defender un tema en el que cree y quiere contar, ya estaba presente. El resultado de ese trabajo fue su primer libro, ‘Los suicidas del fin del mundo’ (Busquets), una crónica que recoge la historia de esos jóvenes, reconstruye la vida de sus familias y el impacto que el suicidio tuvo en ellas.
¿Cómo recuerda el primer viaje a Las Heras? ¿Ya conocía el lugar?
Fue mi primera vez. Cuando llegué, el paisaje me pareció muy hostil. Pero no es que me haya sorprendido, yo vivo en este país y sé cómo luce una meseta patagónica. Lo que sí me asombró fue la brutalidad total del viento. Todos me habían advertido: «Cuando vengas, cuídate del viento». Era un viento que me impedía avanzar por las calles, no podía caminar. Peligroso. Una vez, de hecho, me lo tomé muy en serio porque voló una lata y me pasó muy cerca. Me hubiera podido cortar la cara, sin duda.
¿Qué la hizo empeñarse en salir a investigar y luego contar esta historia?
Me llamó la atención todo lo que planteaba la gacetilla que me enviaron al correo. Violencia intrafamiliar, embarazo adolescente, prostitución. Y los suicidios, que resultaron ser 12 y no 22, pero igualmente es una cifra tremenda. Era el síntoma de ese combo en una ciudad petrolera. En ese momento no tenía tanta experiencia, iba con la idea de hacer un artículo para Gatopardo o para la Rolling Stone. No pensaba en un libro. Quería contar la historia, simplemente. Y me asombra –aunque al mismo tiempo no tanto, porque yo cuando creo en algo lo creo a fondo– lo temprano que empezó esto. La convicción por la historia que me interesa contar. Saber que voy a gastar tiempo, dinero, que me voy a poner incómoda, que voy a ir a ese lugar en días que podría estar descansando en una playa, y no me importa. Me reconozco mucho en eso. De alguna manera sigo así.
Acercarse a la historia verdadera de una persona nunca es fácil, menos cuando ha tenido la experiencia cercana de un suicidio. ¿Cómo empezó a trabajar esta crónica?
La primera entrevista fue de pura casualidad. Empecé a llamar por la guía telefónica. El apellido de la primera persona que me atendió empezaba por A. Le expliqué lo que quería hacer y me dijo que era el hermano de la primera chica que se mató. Me quedé paralizada, pero con esa especie de empujón. Esas cosas que hace la realidad cuando uno trabaja con ella. Le pregunté si estaba dispuesto a hablar conmigo y me dijo que sí. Como era un viaje caro y lejano, le pedí que cuadrara con más personas, para conocernos, tomarnos unos mates y que pudieran ver si yo les parecía una persona a la que le podrían confiar una historia así. Cuando los vi no les hablé con esas palabras. Simplemente les dije: «vosotros decidís, y si es que no, me devuelvo a mi casa y no los molesto más». Eso tranquilizó mucho a la gente. Pero sí, costó. Hubo personas que no quisieron hablar. En todas las familias, además, había mucho conflicto soterrado. Ninguna era un cuento de hadas.
«El suicidio de un ser querido te llena de culpa»
Al leer el libro se ve que el objetivo era contar la historia, dejar que el lector entendiera la realidad de esta gente, de ese lugar, y no indagar sobre el porqué pasó…
Nunca busqué un porqué. Me parece que esa pregunta siempre es la más difícil de responder. No solo en este caso. Hay muchas cosas que entran en juego para que esta gente se haya suicidado. Nunca fui con esa mirada reduccionista de intentar descubrir por qué. De hecho, en las primeras entrevistas que di cuando el libro se publicó, me chocaba –en términos de que para mí era muy evidente que esa cuestión no me la había planteado– cuando lo primero que me decían era: «bueno, ¿y por qué se mataron?». Lo que les contestaba podía parecer antipático porque sonaba como a promoción, a ‘cómprenlo para enterarse’. Pero les decía que la respuesta es el libro.
En las historias de casi todas estas familias se siente la presencia de grupos cristianos que llegaron a ocupar un papel clave después de la tragedia. ¿Cómo percibió eso?
Lo que se decía siempre en Las Heras era que había más burdeles que iglesias. Pero también mucha presencia del cristianismo evangélico. Una vez hice un artículo para La Nación sobre este fenómeno, tratando de enfocar el asunto con curiosidad y seriedad verdaderas. Un antropólogo que lo estudiaba me dijo que lo que pasa con estos grupos evangélicos es que ofrecen soluciones concretas a los problemas de la gente. Alguien va con una preocupación enorme porque no le alcanza el dinero para comprarse unas gafas, y lo que hacen es decir «hermana, no te preocupes, Dios te va a prosperar y te vamos a conseguir gafas». Te las dan y a ti se te solucionan una cantidad de cosas de tu vida. Para la gente que está en una situación de soledad y desesperación, eso es muy aliviador. Una persona que te pueda escuchar es mejor que nada. Y lo que pasaba con esta gente de Las Heras es que no tenía nada, no había un interlocutor en el Estado, en el hospital; lo vivían con vergüenza, con culpa, no hablaban de eso ni entre ellos. Había un silencio estruendoso –por caer en un lugar común– en torno a la muerte de estos chicos. Y la iglesia permite canalizar estas cosas. O entender que un Dios más grande que la vida pudo haber decidido la muerte de tu hijo por algún motivo que él sabrá. Es una manera de que tus días sigan teniendo sentido.
«Nunca busqué un porqué en esas muertes, nunca fui con esa mirada reduccionista»
Por eso pudo haber comenzado a circular la versión de que había una secta y una lista con los nombres de los jóvenes que se iban a ir suicidando. ¿Muchos creían en eso?
Eso tiene un poco que ver, sí. Muchos, no todos, hablaban de esa lista y de la secta. Obviamente, cuando uno es periodista tiene la obligación de ver si hay algo que demuestre que eso pudo haber sido así, que existió. Aunque sea en el imaginario. Pero rápidamente me di cuenta de que era una fantasía, y me parece comprensible. Porque el suicidio te llena tanto de culpa, del «qué hubiera pasado si yo lo hubiera escuchado, si yo hubiera estado, si yo…» que la idea de que en realidad tu hijo, tu hermano, tu marido no se matara por nada que tuviera relación con lo que tú hayas hecho permite que la carga de culpa se alivie. Es como el pensamiento mágico. Tiene esa explicación, pero no fue real.
Y está también esa otra idea de que hablar de suicidio hace que haya más suicidios; que si el amigo se mató, el otro va a hacer lo mismo…
Hay mucho de mito en esa idea. El suicidio es un tema tan tabú que se instaló esa teoría de que es mejor no hablar porque si la gente lee en el periódico que en tal lugar alguien se suicidó, le va a dar ganas de suicidarse. No es así. Por supuesto que, como todo tema relacionado con la salud mental, hay que tocarlo con cuidado. Eso es como si hablas de adicción. No se trata de que vayas a estar haciendo propaganda para que la gente se enganche con las drogas duras. Vas a contar historias de vida relacionadas con eso.
Aunque esté en el fin del mundo, como dice el título, Las Heras se siente cerca. Quizás porque en cada país hay sitios así, aislados olvidados, con conflictos que les toca resolver por su cuenta. ¿Siguió en contacto con ese lugar?
Desde hace mucho tiempo no tengo contacto directo con la gente de Las Heras por una cuestión de que cuando termino con una historia me voy de esa historia. No me quedo enganchada. Por lo que he podido hablar con Rulo, uno de los personajes del libro, el lugar sigue muy aislado, muy mal, se ha seguido suicidando gente a lo largo de estos años, sin que sea una oleada tan fuerte. Todo eso que pasó nunca formó parte de una conversación o preocupación a nivel de la gobernación provincial o del Estado. En el libro hay un momento en el que entra un señor a un bar donde estoy cenando y me dice: «para vosotros nosotros somos indios, pero si no nos tuvieran no tendrían ni agua, ni gas, ni calefacción». Y hay mucho de verdad ahí. Por eso el libro puede viajar bien en el tiempo y en el espacio. Lo puede leer un lector colombiano, mexicano, español, y entenderlo. Porque esta situación de no mirar hacia las provincias, la centralidad de las capitales o las ciudades grandes, es algo que se repite en muchos de nuestros países. Esa indiferencia. La gente del interior siente que lleva lo peor de la carga, que son como ciudadanos de segunda clase.
Este artículo es parte de un acuerdo de colaboración entre el diario ‘El Tiempo‘ y la revista ‘Ethic’. Lea el contenido original aquí.
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