Internacional

China, el gran Estado

Al contrario que otros países, la historia de China relata la constante reunificación nacional en un solo territorio. En ‘El gran Estado’ (Alianza Editorial), Timothy Brook desgrana la historia del poder más fuerte de Asia.

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08
febrero
2022

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El objetivo del gobernante en aquellos tiempos en los que no existía una entidad unificada que pudiera llamarse China consistía en «imponer la tranquilidad entre la miríada de cosas y los diez mil países». Esta multiplicidad cambió cuando algunos de esos Estados se hicieron con los recursos y la mano de obra necesarios para aniquilar a sus vecinos. Para el siglo III antes de nuestra era (a.n.e.), el axioma rezaba que «en la antigüedad existieron 10.000 países donde hoy hay unos 10». Al borde del fin de siglo, tan solo quedaba uno de esos diez: el reino de Qin. Cuando el gobernante de los Qin (origen de la palabra China) acabó con el resto de Estados que coexistían en la planicie septentrional china y en el valle del Yangtsé, en el año 221 a. n. e., desapareció el paradigma de los 10.000 países. El «Emperador Fundador» de los Qin, título que él mismo se arrogó, declararía que él y sus descendientes reinarían sobre «Todo bajo el Cielo» como un único reino por siempre jamás. La época de los 10.000 países había tocado a su fin; comenzaba la era de China como megaestado, que aún nos acompaña.

La nueva norma resultó estar compuesta de tanto mito como de realidad. Todas las dinastías que conquistaron el país acabaron cayendo. Los Qin registraron la peor marca, al desintegrarse en menos de 15 años. A lo largo del siguiente milenio y medio, China se vio desmembrada en diferentes Estados tantas veces como fue unificada. A pesar de la realidad del reiterado colapso dinástico, o precisamente gracias a ella, la idea de unidad se afianzó y se convirtió en un ideal político. Con cada derrumbe, los aspirantes dinásticos han soñado con unificar el extremo oriental del continente euroasiático bajo un solo reino. Algunos de los gobernantes europeos tuvieron el mismo sueño y, evocando el Imperio romano, se preguntaron si podrían reconstituirlo en su tiempo, pero este no fue más que un sueño excéntrico que se evaporó con cada intento, sin llegar a constituir nunca una norma. Europa y China tenían niveles de población similares (en torno a 120 millones de personas en 1600) y ocupaban una superficie parecida (10 millones de kilómetros cuadrados), sin embargo, Europa continuó siendo una amalgama de pequeños reinos soberanos, mientras China se reunificaba una y otra vez bajo un único Estado.

Todas las dinastías que conquistaron el país acabaron cayendo

Matteo Ricci procedía de esa amalgama. Su tarea como misionero consistía en convencer a los pobladores de un mundo muy diferente de que abandonaran sus creencias más fundamentales y abrazaran un conjunto de normas y prácticas europeas y cristianas, por completo distintas. Se trataba de una tarea extraordinaria, si nos paramos a pensar en la tenacidad de la gente por mantener aquello que, en su opinión, la define. Ricci confiaba en que la razón bastara, pero necesitaba pruebas. Durante su primer año en China, comenzó a dibujar mapamundis para sus anfitriones. Su intención era mostrarles de dónde venía, pero también que había otras formas de organizar el mundo e imaginar la vida, la muerte y la salvación (así como que su método para conocer esas formas se apoyaba sobre unas bases reales más firmes que el de ellos). Necesitaba derrocar la cosmología tradicional que situaba a China en el centro del mundo y relegaba al resto de culturas a una posición periférica, desde la que se iban apartando de la civilización hasta caer en una condición de barbarie tan profunda que nada bueno podía salir de ella. ¿Qué mejor forma de desorientar a la gente y sacarla de su acomodo que mostrándole una imagen de cómo era el mundo de verdad? De este modo, Ricci invocó en el título de su mapa los diez mil países con la esperanza de persuadir a los chinos de que existían más países, tan civilizados como China, de los que su filosofía había soñado. Ji Mingtai no estaba preparado para abrazar del todo aquella nueva noción, por lo que eliminó la mención a los 10.000 países de su mapa. Sin embargo, la idea logró convencer a Liang Zhou, entre muchos otros, y prevaleció. La frase hecha 10.000 países llegó a convertirse en la fórmula estándar para designar al mundo, tanto en chino como en japonés, hasta principios del siglo XX. Aun así, la tensión entre el país y los otros 10.000 continuó, y está entretejida en la historia que se narra en este libro.

¿Aislacionismo?

El relato convencional de la historia de China expone que esta se convirtió en un único país en el año 221 a.n.e. En este libro he elegido contar la historia de forma distinta. Retrotraernos 2.000 años nos aleja tanto del presente que las consecuencias reales quedan enterradas bajo elementos formales que, a mi juicio al menos, acaban convirtiéndose, a lo sumo, en meros símbolos. Aún cuando aquella transición de varios países a uno solo supuso trasvasar una línea importante, creo que resulta más útil fijar la atención en una transición más reciente: ese momento en el siglo XIII en el que la oscilación dinástica entre reinos ora unificados, ora dispersos tocó a su fin de manera prácticamente definitiva y China cayó bajo la ocupación de Gengis Kan. Con esta segunda gran unificación, China se convirtió prácticamente en otro país. El esplendor de las dinastías Tang y Song que precedieron a la invasión mongola es indiscutible y el legado de un pasado aún más remoto continúa moldeando la cultura china. Sin embargo, en lo que a este historiador respecta, vista a largo plazo, la China actual es sucesora más clara de la era mongola que de la Qin. Algunos lectores disentirán, aunque no es preciso estar de acuerdo para disfrutar de las historias que narro en este libro ni para seguir la sucesión de cambios que subyace al argumento.

El concepto que deseaba explicar con esta historia –el de Gran Estado– no es una noción estándar en la historia de China. El término «Gran Estado» proviene de Asia Interior. No es una concepción que los chinos reconozcan hoy en día, ni mucho menos acepten, aunque ha influido en gran medida en su pensamiento político desde los tiempos de Kubilai Kan. Hasta la década de 1270, China era un Estado dinámico con una familia que monopolizaba el poder central porque, decía la teoría, el Cielo le había otorgado un mandato exclusivo para gobernar. Lo que cambió con la llegada de los mongoles fue la profunda convicción de que dicho mandato llevaba aparejado el derecho a ampliar la autoridad de esa única familia al resto del mundo y a incorporar entidades políticas y gobernantes en un sistema en el que imperaba el poder militar. El Gran Estado era esto, y en esto se convirtió China.

No todos los gobernantes de China a partir del siglo XIII han tenido éxito en sus conquistas

El de Gran Estado es un concepto tardío que no emergió hasta los años posteriores al ascenso de Gengis como gran kan de los mongoles en 1206. El término mongol es yeke ulus, (pronunciado como ik ulus), en el que yeke quiere decir «gran», y ulus «estado». Tras su confirmación como gobernante del mongqol ulus, el Estado mongol, Gengis Kan se dedicó a erigir una entidad política nueva y más amplia que absorbiera los territorios que sucumbían a sus ejércitos. Una fuente afirma que el término fue sugerido por antiguos funcionarios del Gran Estado Jin, orden político de origen yurchen que gobernó sobre la China septentrional en el siglo XII y que los mongoles desbancaron en su ascenso al poder. El nuevo orden vino a llamarse Yeke Mongqol ulus (Gran Estado mongol). El concepto defiende que las fronteras de un territorio político no son naturales y que el objetivo del soberano es ampliar los confines del reino mediante la conquista. Este nuevo orden se conoce como Imperio mongol, pero he preferido mantener la propia terminología mongola para no vincular esta transformación histórica a la experiencia imperialista europea. Es posible que ambas sean la misma cosa, pero esto aún no se ha demostrado.

No todos los gobernantes de China a partir del siglo XIII han tenido éxito en sus conquistas, aunque sí han coincidido en declarar su reino un Gran Estado. Tal fue el caso de Kubilai Kan, cuando en 1271 anunció a sus súbditos chinos la fundación del Da Yuan, o Gran Estado Yuan. Zhu Yuanzhang hizo lo propio cuando anunció la creación del Da Ming, el Gran Estado Ming, en 1368. Y así actuó también Hong Taiji en 1635, año en que, en calidad de gran kan de los manchúes, promulgó la fundación del Da Qing, el Gran Estado Qing, que derrocaría a los Ming en 1644. Esta nomenclatura solo se desechó en 1912 con la fundación del «Estado del pueblo», o «República», si utilizamos la traducción canónica, aunque sobreviviría en Corea, por motivos históricos complejos relacionados con el legado imperialista japonés. El nombre oficial de Corea del Sur, Daehan Minguk, se traduce literalmente como República del Gran Estado de Corea.

Esta no es una obra sobre historia política, pero consideré que necesitaba el concepto de Gran Estado para encuadrar los acontecimientos aquí contenidos sobre las relaciones entre chinos y no chinos en los últimos ocho siglos. Al soberano del Gran Estado se le otorgó una potestad universal en potencia: los de dentro deben subyugarse a su autoridad, y los de fuera, someterse. El concepto es importante, ya que se convirtió en un hecho tanto para quienes debían lealtad al Gran Estado como para los que llegaban a él procedentes de lugares por completo exentos a su jurisdicción. Creó la arquitectura simbólica de los espacios en los que interactuaban chinos y no chinos. Tiñó los términos en los que unos y otros se imaginaron a sí mismos. Perfumó el ambiente moral que respiraban. Uno se sabía chino, en parte, porque se situaba bajo el paraguas del Gran Estado. Hasta los piratas se identificaban como súbditos del Gran Estado (aunque, anacrónicamente, se declararon súbditos del Gran Estado Tang, cuando gobernaban los Ming), para dejar claro el dato e impresionar a los extranjeros que navegaban cerca de la costa china.


Este es un fragmento de ‘El gran Estado‘ (Alianza Editorial), por Timothy Brook.

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