Cultura
Cancelar a Saturno, boicotear a Balthus
La cultura de la cancelación se ha hecho hueco en el sector museístico: del Metropolitan de Nueva York al Museo del Prado, varias personas han pedido replantear algunas de las exposiciones más famosas a fin de garantizar el bienestar general de la sociedad. Pero ¿sirve de algo un boicot de esta talla?
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En los últimos años, tiempos de neolenguaje y neologismos, algunas palabras que expresaban viejas costumbres y fenómenos han venido a ser sustituidas por otras para dotar de un aire de novedad a mecanismos sociales y acontecimientos que han existido desde siempre. Un ejemplo llamativo es el término ‘cancelación’: aunque sea cierto que en Estados Unidos se ha promovido toda una ‘cultura’ de la llamada cancelación, esta era ya conocida en tiempos anteriores bajo ‘boicot’ o ‘boicotear’. Es decir, que cuando alguna persona o grupo ha incurrido en conductas que a ciertos miembros del público le parecen incorrectos se trata de castigar a los ‘infractores’ no comprando sus productos o tratando, directamente, de destruir su carrera y vida social.
La cultura de cancelación actual es un fenómeno típicamente puritano, muy asociado a la identidad estadounidense, como lo fueron las cazas de brujas del siglo XVII, la prohibición del alcohol en Estados Unidos en 1920 o el macartismo de los años cincuenta del siglo pasado. A los propulsores de esta nueva ‘jauría humana’ les gusta diferenciarse de estos hitos históricos afirmando que luchan por la justicia social y el bien general. No obstante, tanto cazadores de brujas como prohibicionistas ejercían su destructiva influencia en nombre de la mayor de las justicias: unos valores, muchos de los cuales, han venido a caer en desuso.
En la actualidad, también impera la censura y la prohibición por doquier en nombre de las más altas causas.Lo más importante de dichos fenómenos no es precisamente el motivo del boicot, sino el propio mecanismo empleado para hacer prevalecer ese supuesto bien. Hay que decir, por otra parte, que lo verdaderamente novedoso del actual y nuevo instinto de rebaño es el hecho de que a día de hoy, en un mundo mucho más globalizado, las hipócritas psicosis colectivas estadounidenses son exportadas a países ajenos casi en tiempo real, cuando antaño tales arrebatos eran contagiosos en medida alguna.
En 2017, una vecina neoyorquina pidió al Metropolitan Museum retirar una obra de Balthus por mostrar «a una preadolescente en posición sugestiva»
Así, en un mundo hiperconectado, no solo los virus biológicos son contagiosos, también los ‘virus morales’ como este. Por otro lado, cuando alguna plataforma digital, productora o empresa retira sus favores o despide a una persona o colectivo cancelado por las masas enfurecidas, no lo hace por bondad moral sino por puro márketing. El acusado se convierte públicamente en un apestado y consiguiente chivo expiatorio que ha de ser sacrificado si no quiere la marca en cuestión verse contagiada por su mala imagen.
Esta (nociva) cultura del boicot –acrecentada decisivamente gracias al portavoz que ofrece internet a muchas personas otrora ‘silenciosas’– ha penetrado también el sector de los museos. Por ejemplo, el 30 de noviembre de 2017, una vecina de Nueva York se decidió a recoger 9.000 firmas para lograr la retirada de las paredes del Metropolitan Museum de una obra de Balthus, Teresa soñando (1938), porque aparecía una niña preadolescente en una «posición sugestiva». No hace mucho, un periodista español también reclamó al Museo del Prado modificar sus planteamientos museísticos al mostrar en sus paredes violaciones de mujeres en diversas pinturas, siempre bajo la rúbrica de ‘raptos’ (en un acto de «machismo intolerable», a su juicio). De acuerdo con esta lógica, también los niños deberían rebelarse ante la injusticia de ver a algunos de los suyos devorados vivos en pinturas goyescas. Y, ¿por qué no? Los padres deberían formalizar una queja contra la célebre pinacoteca dada la mala imagen que el pintor maño daba de ellos, como si todos fuesen Saturnos caníbales.
El último caso de cancelación museística, sin embargo, es diferente. Aquí no se trata de un chivo cualquiera, sino de una familia multimillonaria; los Sacklers, propietarios de la empresa Purdue Pharma que, según gran parte del público, es responsable de la crisis de los opiáceos en Estados Unidos que acaba con innumerables vidas al año, incluyendo las de estrellas como Michael Jackson, Prince o Tom Petty. Estos mecenas, cuyos nombres aparecían hasta hace poco en las salas de museos como el Metropolitan, están viéndose forzosamente desvinculados de muchos centros culturales a los que hasta ahora habían hecho generosas donaciones.
En un mundo justo deberían existir dos opciones ante las ideas ‘desviadas’: un juicio con garantías o el respeto del derecho a disentir
Si bien los Sacklers pueden ser mejores o peores, de nuevo, el mecanismo encierra un decisivo defecto. Quizás lo más adecuado no fuese cancelar a esta familia sino tratar de modificar unas leyes excesivamente liberales en lo que respecta a la venta comercial de opiáceos, erradicando el problema de raíz en lugar de aplicar al asunto maquillajes justicieros. Resulta curioso, por otra parte, el nivel de hipocresía de unos bandos y otros: los conservadores –vinculados al sistema– demonizan muchas drogas para luego permitir la venta de opiáceos ‘medicinales’ mientras que los boicoteadores que hablan de sus efectos nocivos tradicionalmente han aspirado a legalizar otras sustancias alteradoras de la conciencia.
En resumen, en un hipotético mundo justo en el que imperase de modo efectivo la libertad de expresión, deberían existir solo dos opciones a la hora de corregir las conductas ‘desviadas’: denunciar institucionalmente a quien se salte ley (para que sea juzgado con garantías) o respetarlo aunque no se esté de acuerdo (siempre y cuando no haya transgredido ley alguna). En resumen, si alguien no actúa, piensa o dice lo mismo que tú, has de respetar su derecho a disentir, siempre y cuando no esté cometiendo algún delito.
Lo único seguro ahora es que se debe confiar de nuevo en el Estado y relegar a las masas ciudadanas de justicieros e inquisidores a los anales de la historia pasada, con la intención de que no despierten en los tiempos venideros y se les ocurra ejercer su impostada autoridad moral sobre otros que, en ningún caso, son peores que ellos.
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