Sociedad

Breve historia del «macarrismo»

En ‘Macarrismo’ (Akal), Iñaki Domínguez analiza la aparición masiva de los macarras (y su popularización) en un contexto histórico de transición democrática y adaptación capitalista.

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11
enero
2022
‘El Lute’ junto a dos guardias civiles.

Los primeros macarras interseculares nacieron, principalmente, a partir de la década de 1950. Desde 1946 hasta 1980 la cifra de personas nacidas en España no desciende anualmente de las 565.378 (la cifra más baja, del año 1950), unos números abundantes si los comparamos con los de la actualidad (en 2020 hubo en España 338.435 nacimientos). Si los miembros de la generación del baby boom estadounidense fueron los nacidos entre 1946 y 1964, en España la explosión de la natalidad se da entre 1960 y 1975. Este es el grupo de edad más numeroso, y nace con la recuperación económica del desarrollismo franquista. Estos números no pudieron dejar de proporcionar a la juventud un protagonismo inusitado. El boom del macarra viene propiciado por un contexto histórico en que las grandes ciudades están en construcción, tras el fin de una dictadura autoritaria y con la instauración de una democracia, en un proceso de transformación acelerado de la sociedad en el que tiene lugar la epidemia de la heroína, al tiempo que son consumidas otras muchas drogas. Estos factores hacen del macarra una pieza extremadamente visible de las ciudades del país. Por ello, el «macarrismo» cuenta por aquella época también con un protagonismo creciente que va desde finales de los años 70 hasta mediados de los 80, años macarras por antonomasia. Representa este periodo un boom del capitalismo que coopta la identidad macarra haciendo uso de ella para la explotación cinematográfica, principalmente.

En los años 80 esta figura muta: los macarras de la Transición ya no llevan ya pantalones de campana, y su indumentaria y gustos cambian. En palabras del novelista Gómez Escribano, que es del barrio madrileño de Canillejas: «[En el macarra] hay una transición porque antiguamente eran pantalones de campana y, luego, cuando me tocó abandonar la niñez, el típico uniforme era el pantalón de pitillo, las zapatillas deportivas Yuma… y luego el plumas azul. Llegó un momento en que los plumas azules estaban muy cotizados, incluso la gente se los quitaba a otros niños. El uniforme era ese. Estamos hablando de la segunda mitad de los años 70. Los pantalones de campana ya no se llevaban y si alguien los llevaba era objeto de burla, porque se llevaba el pitillo». Este nuevo macarra, pues, era el referente que aparece principalmente en películas de Eloy de la Iglesia como pueden ser Navajeros y Colegas. Curiosamente, algunos elementos identitarios de esta figura perviven entre personajes de los 90. A finales de esa década no era raro ver chavales de barrio vistiendo pantalones vaqueros muy ajustados, junto con chaquetas también vaqueras y cortes de pelo mullet (con el cabello corto por arriba y largo por detrás). No hay que olvidar que ciertas supervivencias identitarias permanecen con el tiempo. Una de ellas, por ejemplo, sería el llamado tunning o el derrapar y «fardar» con el coche en el barrio. Esta práctica sigue vigente entre macarras, de hecho, al menos desde finales de los años 70.

Ciertas supervivencias identitarias permanecen con el tiempo, como el llamado ‘tunning’

A finales de los años 70 la identidad macarra de los barrios empieza a mutar y el llamado cine quinqui establece una relación simbiótica con las calles en la que la ficción imita la realidad y viceversa. Esta nueva realidad, por su parte, está relacionada con la integración del gitano en barrios que antes de los 70 le estaban vetados. Tal integración da a luz una «cultura quinqui» que simboliza una síntesis entre el gitano y el payo callejero. De ahí que se hable de «cine quinqui», puesto que el quinqui no es del todo gitano ni payo, siendo una denominación ambigua que sirve para englobar diferentes tipos propios del mundo lumpen.

Curiosamente, la referida explotación del macarra callejero se inicia a partir de otra forma de explotación: el periodismo sensacionalista de sucesos. El llamado cine quinqui –que bien podría haberse llamado cine macarra– surgió, en gran medida, como respuesta a un incremento de la delincuencia juvenil ampliamente publicitado por medios de comunicación amarillistas. Como afirma la voz en off de una famosa película de cine quinqui: se ha dado «un aumento de la delincuencia del 106% desde 1976 hasta 1982… un atraco cada 45 minutos. El 88% de la delincuencia procedía de barrios marginales». Según El Lute, célebre quinqui protagonista de inverosímiles fugas durante los últimos años del franquismo, la incorporación del quinqui a toda actividad ilegal está vinculada a un cambio de modelo social y económico: «Siendo nómadas por tradición se nos ha obligado a convertirnos en sedentarios; siendo artesanos, nos encontramos en una sociedad tecnológica y hostil. Fue precisamente esa ruptura brusca con el pasado inmediato la que dio lugar a nuestra incapacidad para adaptarnos a un nuevo modo de vida y la que constituye la causa de la delincuencia quinqui».

Dicho esto, tal incremento de la criminalidad entre los jóvenes era públicamente considerado –no sin parte de razón– el fruto de unas más distendidas normas y leyes, una mayor permisividad y el abandono de la llamada «mano dura» del franquismo. Aunque la falta de mano dura no fuera motivo suficiente para permitir el surgimiento de una ola de delincuencia –solo hay que ver el caso de Estados Unidos, donde conviven una «mano durísima» con aún mucha más delincuencia a pesar de ello–, sí es cierto que algo tenía que ver. Otro factor, sin duda, era la explosión demográfica, por la que había más presencia en las calles de jóvenes, algunos de ellos sin recursos. También podemos contar con factores como la incorporación plena del país a un modelo socioeconómico democrático-capitalista, donde la mercancía es fechitizada y compulsivamente deseada por la ciudadanía, o con la integración precipitada de innumerables familias desde el mundo rural hasta entornos urbanos. Aunque las razones de este incremento en la delincuencia pueden ser muchas, digamos que parte de la opinión pública achacaba esta a una sola causa: la falta de autoridad propia de una sociedad democrática. Cierto sector de la población era nostálgica del reciente franquismo.

‘El Lute’: Fue la ruptura brusca con el pasado la que dio lugar a nuestra incapacidad para adaptarnos a un nuevo modo de vida

Al darle tanto bombo mediático a la delincuencia de esos años, muchos delincuentes juveniles se convirtieron en «estrellas» cuyas hazañas eran recogidas en prensa y televisión. Y, como ya se he dicho, la referida atención mediática fue la base de una atención cinematográfica que dio pie al nacimiento del cine quinqui a partir de 1977 con el estreno de Perros callejeros, de José Antonio de la Loma. Dicho esto, la infraestructura y el modelo cinematográfico de explotación ya existían desde tiempo atrás, por no hablar de una fascinación por el mundo marginal que bebía de las fuentes del neorrealismo italiano y la obra de Pier Paolo Pasolini. Al igual que ocurre con el cine tanto de José Antonio de la Loma como de Eloy de la Iglesia –dos referentes del cine quinqui, les gustase o no la etiqueta–, el neorrealismo hacía uso de actores amateur, con la intención de incrementar la espontaneidad y el realismo de las secuencias e imágenes representadas. El neorrealismo, por otro lado, quiso retratar –como el cine quinqui– la vida de aquellos que pertenecían a los estratos sociales más bajos: proletarios y lúmpenes. A su vez, el neorrealismo, al igual que el cine quinqui, proliferó justo después del fin de una dictadura, y vino a ser considerado también una muestra de cambio cultural y progreso.

La diferencia principal entre ambos géneros es que el cine quinqui estaba, quizás, más vinculado a la pura explotación, mientras el neorrealismo era más un cine social. No obstante, algunos autores de cine quinqui, como Eloy de la Iglesia –miembro del Partido Comunista–, sí se veían a sí mismos como creadores de cine social que aspiraban a cambiar la realidad a través de su arte. En este sentido, De la Iglesia dedica su película El Pico «a los presos que conocimos en Carabanchel y a todos aquellos que luchan contra la esclavitud de la heroína». De la Iglesia gusta de retratar las acciones y experiencias de los miembros del lumpen-proletariado –muchos de ellos macarras– como fruto de una injusticia y desigualdad social sistémica y estructural. El quinqui, el macarra o el delincuente serían, de acuerdo con este modelo, figuras atrapadas en una compleja trama social en cuyo seno ocupan los más bajos escalafones. A pesar de esta autoimagen que se arrogaba De la Iglesia como autor político, la crítica generalmente no compartía esta identificación. El Diccionario de directores españoles, de Pérez Gómez y Martínez Montalbán describe al director vasco como «amarillista, altisonante y truculento»; y lo cierto es que, a pesar de ser un director muy relevante históricamente y comercial en el mejor sentido de la palabra, a sus críticos no les faltaba cierta parte de razón.

El cine quinqui estaba, quizás, más vinculado a la pura explotación, mientras el neorrealismo era más un cine social

El cine quinqui ejemplifica muy bien el boom del macarrismo español, que sirve de base a dichas formas artísticas, pero que es, a su vez, azuzado por estas. Es decir, que los delincuentes juveniles inspiran algunas de estas películas –este es el caso del Vaquilla, que inspira Perros callejeros o del Jaro, modelo del que surge Navajeros– y, a su vez, muchos chicos de barrio toman nota de este género a la hora de cometer nuevos delitos. No cabe duda de que dicho cine idealiza, realza y embellece la figura del quinqui, del macarra, del delincuente, algo que está en sintonía con una larga tradición española que hizo del bandolero un personaje de leyenda. Dicha figura era un forajido que robaba a las buenas gentes en los caminos menos transitados y vigilados, en los montes y los bosques. Estas zonas eran propicias para que los bandoleros se ocultasen tras cometer un delito. Estos eran, de algún modo, pandilleros, pues operaban en cuadrillas, siendo una de las más famosas «Los siete niños de Écija», quienes llegaron a controlar la carretera general de Sevilla a principios del siglo XIX. Algunos de sus integrantes tenían los siguientes nombres: Juan Palomo, Satanás, Malafacha, Cándido, El Cencerro o Tragabuches. Si para neutralizar la actividad criminal de estos personajes el rey Fernando VII recurrió a batallones de soldados especializados llamados «migueletes», la policía de los 70 inventó un dispositivo con pinchos para interponer en las rutas de niños bandidos como el Vaquilla y así detener sus coches, también llamado migueletes. Muchos de estos bandoleros aparecieron en España en el siglo XIX, tras finalizar la Guerra de la Independencia contra Francia (1808-1814). Eran grupos de brigadas guerrilleras que habían luchado contra la invasión francesa y no se habían integrado adecuadamente en la sociedad post-napoleónica, por lo que hicieron de sus costumbres guerrilleras una forma de vida. Más adelante, con las Guerras Carlistas, ocurrió otro tanto. Al igual que aconteció, más adelante, con algunos de los protagonistas del cine quinqui, muchos de estos bandoleros murieron jóvenes, consecuencia natural de su forma peligrosa de vivir. Dos legendarios ejemplos de ello fueron José María «el Tempranillo» y Luis Candelas, que vivieron 28 y 33 años respectivamente.

Como los bandoleros, los protagonistas del cine quinqui –al igual que los miembros del lumpen-proletariado internacional– fueron sublimados por la izquierda radical como luchadores frente a un orden de cosas injusto. Como dice el historiador marxista Eric Hobsbawn: «Al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al orden económico, social y político. Este es el significado histórico del bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados». Naturalmente, la motivación subjetiva del bandolero o el macarra delincuente no consistió nunca en desafiar el poder del sistema o en cuestionar políticamente el status quo, sino, en sucumbir a los entramados de tentaciones diseñados por este y en someterse a los imperativos del dinero o el mercado capitalista. También la propia guerrilla, como sistema de confrontación bélica, fue idealizada por pensadores de izquierda norteamericanos, como símbolo de resistencia frente al Estado.

La delincuencia, pues, no sería una forma de oposición al sistema, o un intento de derrocarlo, sino más bien una aspiración a participar del mismo y elevar la propia posición ocupada en él. Lo que hace diferir al burgués tradicional del delincuente es el medio a través del cual quiere lograr tal propósito. En el caso del lumpen, este solo podrá aspirar a incrementar su posición por medio de acciones ilegales. De este modo, su ascensor social y económico es el delito. Lo que ocurre generalmente en los análisis que realiza la izquierda del mundo lumpen es que, en estos, los más vulnerables socialmente, son idealizados, entre otras cosas, porque los escritores encargados de tales análisis no tienen contacto alguno con lo marginal, si acaso solo a partir de encuestas, estadísticas y datos en papel. Y lo cierto es que uno tiende a idealizar aquello que desconoce o que solo vislumbra en la distancia.


Este es un fragmento de ‘Macarrismo’ (Akal), por Iñaki Domínguez.

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