La desconfianza, origen del dinero
Tras la llegada del neolítico surgió la inevitable necesidad de adquirir las materias primas que nos hacían falta, pero también la de deshacernos del exceso de las nuestras. Así apareció el trueque, el primero de los pasos que posteriormente daría lugar al desarrollo de diversas formas monetarias.
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En el neolítico, quien vivía entre gallinas tenía huevos, pero quien vivía entre ovejas tenía ropa de invierno. Esto provocó la aparición del trueque: las tribus necesitaban intercambiar sus bienes por otros bienes necesarios. No obstante, esta innovadora economía del trueque contaba con problemas espaciales, temporales y cuantitativos. Por un lado, era complicado cruzarse con alguien que realmente estuviera interesado en el intercambio, ya que, aún teniendo la suerte de encontrar un comprador, este había de aceptar el intercambio en ese mismo momento. Si se daba esa doble coincidencia, entonces había que valorar los bienes para realizar un intercambio justo. ¿Cuántas gallinas puede valer un saco de lana? Por estos inconvenientes, el trueque directo no era un método tan común como reclama la creencia popular. Los acuerdos de boquilla eran en realidad el pago cotidiano; la moneda cuando esta aún no existía. La morosidad, sin embargo, era un problema endémico, lo que convertía en un riesgo tratar con comerciantes de lugares remotos. Es así como precisamos de un sistema de intercambio con ciertas garantías: el dinero-mercancía.
De esta manera, si la deuda nunca se saldaba, uno se quedaba con ese bien intermediario, pudiendo utilizar el mismo para futuros intercambios. Sal, metales preciosos, cacao: todos ellos eran objetos con un valor intrínseco que, además, se podían almacenar sin ningún tipo de problemas. Así, de la más profunda desconfianza humana, creamos el dinero. Este, a su vez, terminaría siendo el principio de la mayor tecnología de cooperación a gran escala. El nuevo sistema facilitó enormemente la transferencia de deuda, lo que facilitó que las promesas ya no fuesen arrastradas por el viento. No solo eso: a partir de ahora el bien intermediario se podría contabilizar, e incluso ahorrar.
De forma natural y paulatina, algunos pequeños objetos se convirtieron en moneda. No eran, sin embargo, objetos banales, sino que debían cumplir unos cuantos requisitos: ser un bien escaso, que fuera difícil de falsificar, que perdurara en el tiempo sin corromperse, que fuera fácilmente divisible, transportable y que fuera reconocido como valioso por todos. Es decir, un objeto como el oro.
Si el oro había surgido como el intermediario entre dos compradores desconfiados, el billete se convertiría en el intermediario del intermediario
Y por cada solución, un problema: se requería que alguien especializado lo custodiara. No obstante, cada cara tiene su reverso: por cada problema, también surge una solución. Más adelante, tras cientos de años de historia, nacieron los bancos, entidades que cobraban por poner el dinero –en teoría– a salvo. Al contratar sus servicios, estos entregaban un documento que indicaba los tantos kilos de oro que uno poseía en esa entidad. De este modo, el cliente podía volver a sacarlo en cualquier momento, pero también podía acudir al dueño de una granja y decirle: deme usted todas las gallinas y yo le doy este documento con el que podrá sacar el oro del banco. Este papel-promesa resolvió el dolor de espalda de los mercaderes, que hasta entonces habían de cargar con el oro a todas partes.
De forma natural, el papel terminaría desarrollándose hasta circular de mano en mano. Más tarde, en lugar de un documento por cliente, fabricaron uno por cada gramo de oro custodiado; es decir, fabricaron billetes. Si el oro había surgido como el intermediario entre dos compradores desconfiados, el billete se convertiría en el intermediario del intermediario, poniendo a todo el mundo de acuerdo –como pocas veces pasa– para mantenerlo.
En Europa utilizamos esta fórmula desde el siglo XVII hasta la década de 1970 del siglo pasado, cuando se tomó la decisión de que el billete no estuviera vinculado al oro, sino que fuera un sistema paralelo basado exclusivamente en la aceptación social. A este dinero-papel, que era «valioso» de por sí, se le bautizó como «dinero fiat» (del latín fiat, «que así sea»). Se impuso mediante leyes, siendo regulado por el propio mercado y utilizándose en casi todo el mundo como elemento de cambio. En España, por ejemplo, el euro es la única moneda amparada por la ley, así como aquella con la que estamos obligados a pagar impuestos.
No obstante, en los últimos años hay varios tecnicismos que se han colado en el panorama económico –como blockchain, Bitcoin o Ethereum– con el objetivo de revolucionar los sistemas de pago. La pregunta, por tanto, sería: ¿puedo comprar gallinas con criptomonedas? Sí, puedes, pero solamente si ambas partes del trato están de acuerdo. Si no, el intercambio ha de realizarse a través del dinero físico. No podemos descartar que en el futuro lleguemos a ver una ley que ampare también los activos digitales; para ello, sin embargo, tendremos que esperar otro suspiro de la historia.
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