Opinión

Simone Weil contra el partidismo

La filósofa francesa creía que había que abolir los partidos políticos de nuestras democracias. Su visión, si bien puede ser considerada demasiado radical, esconde otras enseñanzas útiles sobre la naturaleza de la propia política y los partidos que la conforman.

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19
noviembre
2021

Durante las últimas semanas, la política española ha vuelto a situar en el centro del debate la disciplina de voto en los partidos: el diputado socialista Odón Elorza votó recientemente en contra del nombramiento de Enrique Arnaldo, el nuevo magistrado del Tribunal Constitucional, cuando su partido votó a favor. Lo hizo, según dijo, «en defensa de la dignidad de las instituciones», dada la cuestionable imparcialidad del magistrado.

A la prensa le gustan mucho los díscolos. Cayetana Álvarez de Toledo presentó esta semana un libro en el que ataca sin ambages a sus jefes. A Pablo Casado, presidente del PP, lo llama «bienqueda» y «veleta». A Teodoro García Egea, secretario general del mismo partido, lo llama «bulldozer» y lo acusa de cierta tiranía al afirmar que los diputados no pueden «comprar una bolsa de patatas fritas sin su consentimiento».

Fernández Flórez: «El diputado de la mayoría es un hombre que ha resuelto el problema de pensar»

En un artículo sobre Odón Elorza, el periodista de El País Xosé Hermida cita al cronista parlamentario de principios de siglo, Wenceslao Fernández Flórez: «El diputado de la mayoría es un hombre que ha resuelto el problema de pensar». La filósofa francesa Simone Weil estaría de acuerdo. Poco antes de morir en 1943 escribió un ensayo titulado Nota sobre la supresión general de los partidos políticos, donde afirmaba que «los partidos políticos son un mecanismo maravilloso que, a escala nacional, consigue que ni una sola mente pueda atender al esfuerzo de percibir en los asuntos públicos lo que es bueno, lo que es justo, lo que es verdadero». Si en teoría los partidos funcionan como heurísticos –o atajos mentales– que nos ayudan a desentrañar los asuntos públicos, en la práctica consiguen justo lo contrario: ya no sabemos lo que pensar. Su función pedagógica desaparece, quedando tan solo la función propagandística y la búsqueda desnuda del poder.

Para la filósofa, el partido político tiene tres características: es una máquina de generar pasiones colectivas; una organización de presión colectiva sobre las mentes de todos sus miembros individuales; y una estructura cuyo primer objetivo –y también su meta final– es su crecimiento sin límites.

Debido a estas tres características, todo partido –potencialmente y por aspiración– es totalitario: no aspira al interés general; aunque, ¿qué es y quién realmente aspira a él? No obstante, sobre todo, un partido no aspira a construir un conocimiento verdadero. ¿Es esto ingenuo o incluso exagerado? Un poco. Weil, como ha escrito Simon Leys, va a la raíz, a los «primeros principios», y no tiene en cuenta la alternativa a los partidos políticos o lo que puede pasar cuando debatimos sobre la ilegitimidad de los partidos; se llega así, con rapidez, a la ilegitimidad de la democracia.

Pero Weil sí acierta en algunas cosas: no existe la política fuera de los partidos. Estos, convertidos en máquinas de poder, expulsan a los ciudadanos verdaderamente interesados en los asuntos públicos (y no en el poder). El partidismo, como sostenía, ha contaminado todos los asuntos públicos. «Casi en todas partes –a menudo incluso cuando se trata de problemas puramente técnicos– en lugar de pensar, uno se limita a tomar partido: a favor o en contra», concluye Weil. «Tal elección sustituye la actividad de la mente. Es una lepra intelectual; se originó en el mundo político y luego se extendió por la tierra, contaminando todas las formas de pensamiento».

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