Internacional

El ¿éxito? del autoritarismo en el siglo XXI

En 2005 se dio el pistoletazo de salida a lo que hoy podría considerarse el auge de los regímenes autoritarios. A pesar de los tímidos intentos ejercidos, por ejemplo, por la Primavera Árabe y otros movimientos democratizadores, el modelo totalitario ha venido cobrando fuerza y (en algunos casos) ganando poder e influencia en distintas regiones del mundo.

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Carla Lucena
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21
octubre
2021

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Carla Lucena

La corresponsal de guerra y escritora Maruja Torres equiparaba las dictaduras con las bicicletas: si se paran, se caen. Esto explicaría por qué algunas de las dictaduras más consolidadas del mundo no solo no han caído, sino que han reforzado sus medidas coercitivas, incluso cuando han soplado vientos de cambio o la población ha alzado la voz exigiendo una forma de gobierno que no estuviera basada en el autoritarismo. Para Amnistía Internacional (AI), como explica la oenegé en su último informe sobre el estado de los derechos humanos en el mundo, este «éxito» es atribuible a los líderes de estos países que han confrontado cualquier intento democratizador a través de suprimir libertades, censurar y controlar a los medios de comunicación, militarizar el Estado o reprimir con violencia las manifestaciones pacíficas. Y, al parecer, cada vez son más los que pedalean en sentido contrario.

Desde 2005 –y pese a los tímidos avances democráticos que se intuyen en algunos países–, ha habido una tendencia generalizada al autoritarismo que el think tank estadounidense Freedom House considera «sumamente preocupante». Amy Slipowitz, coordinadora de investigación de Freedom in the World, el informe anual en el que la organización creada por Eleanor Roosevelt evalúa las libertades en el mundo, asegura que este retroceso tiene un motivo claro: «La falta de fe en la democracia tal y como la conocemos en Occidente». Esto ha permitido, según la politóloga, que poderes autoritarios se erijan como los verdaderos hacedores de un modelo alternativo que, según su propio argumentario, es el más próspero. «EEUU o la mayoría de países de la UE no han sabido presentarle al mundo los beneficios de la democracia ni explicar por qué es el modelo político que mejor protege los derechos de las personas y mayor estabilidad económica y paz proporciona», explica. Y ese vacío discursivo ha propiciado que países como China, Rusia o Arabia Saudí se decidiesen a impulsar sus modelos autoritarios como alternativa.

Desde 2005, pese a los tímidos avances democráticos en algunos países, ha habido una tendencia generalizada al autoritarismo

Los servicios de vigilancia, las tácticas de control opresivas, la censura, el control de los medios de comunicación y de las redes sociales o el encubrimiento de las violaciones de derechos humanos son, según Slipowitz, también detonantes de la oleada autoritaria que vive el mundo. «Al no ser conscientes de lo que ocurre en el barrio contiguo –o en el país vecino–, la ciudadanía se ve incapacitada para alzar la voz y reclamar sus derechos», sostiene la experta.

Pero un Estado no se torna autoritario de la noche a la mañana: «La libertad en los países considerados libres o parcialmente libres ha disminuido principalmente por las acciones llevadas a cabo por actores nacionales antidemocráticos que, además, están sostenidas en el tiempo». La politóloga asegura que el ejemplo más ilustrativo es Polonia, donde el Gobierno –del partido ultraconservador Ley y Justicia– «ha cooptado la mayor parte de las instituciones democráticas, como el poder judicial o los medios de comunicación, permitiendo que este tipo de pensamiento iliberal se afiance en su democracia». Pero el caso polaco no es el único: «Esta misma lógica la vemos en todos los rincones del mundo; no está limitado a una sola región o a un tipo de liderazgo». Para la estadounidense, el giro autoritario de muchos países se debe más a los intereses de personas concretas en el poder –que subvierten una u otra ideología en beneficio propio– que en la creencia en un dogma político en sí.

Eduard Soler i Lecha, investigador sénior de CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs) y experto en Oriente Medio y Norte de África, argumenta que estamos viviendo un intento, por parte de muchos actores autoritarios, «de mover el discurso de la legitimidad democrática a otro tipo de legitimidad, que vendría dada por saberse sistemas avanzados a su tiempo, modernizadores, transformadores y con una cierta aprobación popular». Porque, asegura, aunque no se pueda probar con las urnas, «hay una cierta satisfacción de sus poblaciones para con el modelo». Pero no todos los países que beben de este modelo iliberal gozan de la misma satisfacción interna ni del mismo prestigio internacional.

El poder clásico ruso

Tal es el caso de una Rusia que, en realidad, no deja de ser «un gigante con pies de barro». Especialmente en lo económico. Así lo define María José Pérez del Pozo, profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) e investigadora de estudios rusos. El país euroasiático cae dentro de la definición de Estado autoritario donde, formalmente, existiría una democracia (iliberal): «Tiene una constitución, pero ni siquiera en ella se garantiza una mínima separación de poderes», explica. El poder ejecutivo controla al legislativo y al judicial, algo que se ha exacerbado a raíz de la última modificación constitucional de hace un año. Existe, como explica Pérez del Pozo, «una verticalidad total y absoluta» que se ha agravado en el nuevo milenio con Vladímir Putin.

Pérez del Pozo: «Navalni ha sido una figura prácticamente desconocida dentro de la propia Rusia»

La Federación Rusa nunca ha vivido una verdadera ruptura con el régimen anterior –el soviético– y, por tanto, el nuevo sistema político nunca se llegó a construir sobre nuevas bases políticas, ideológicas o sociales. Pero, a pesar de ello, Pérez del Pozo asegura que «el cuestionamiento interno es muy limitado». Probablemente, reconoce, sabemos desde fuera mucho más que dentro, e ilustra sus palabras hablando de la figura de Alexéi Navalni, quien alcanzó la fama internacional estos últimos meses por su disidencia política. «Ha sido una figura prácticamente desconocida dentro de la propia Rusia», admite. Y asegura que, probablemente, en Occidente se haya idealizado una «supuesta transición política liderada por personas del perfil de Navalni cuando, en realidad, concita determinado aplauso, pero no tiene un proyecto político».

La sociedad rusa, que ha adquirido cierto nivel de desarrollo económico, empieza ahora a manifestar cierta queja, pero «no plantea un cambio en las estructuras políticas, ni siquiera una posible caída de Putin –nadie ha pensado en su sucesor, ni desde la oposición ni desde el propio aparato político–. La gente demanda que no haya tanta impunidad ni abuso por parte del poder», sostiene. El pueblo ruso, más que levantarse contra el régimen, ha empezado a exigir que se acabe con esa «especie de arbitrariedad» imperante, pero el cuestionamiento del liderazgo de Putin es, según la experta, residual y poco significativo.

Y el motivo es más simple de lo que podría parecer. «Existe una mitología que el poder político alimenta: un cierto sentimiento de identidad nacional en torno a que Rusia es una gran potencia que, en determinados momentos, se encuentra asediada por Occidente u otros enemigos», explica Pérez del Pozo. De esta manera, las bases jurídicas y legales del régimen no se cuestionan, como tampoco la figura del presidente.

El poder clásico de Rusia se despliega visiblemente en el régimen dictatorial que patrocina, promueve y financia en Bielorrusia o en algunos países de Asia central que, como explica Pérez del Pozo, han «heredado un régimen político a imagen y semejanza del ruso, y sobre los cuales sigue ejerciendo una especie de patrimonialización». Son su extranjero próximo, esos Estados que pertenecieron a la URSS y en los que Rusia sigue teniendo una verdadera influencia política y estratégica. Y también interés en materia de política exterior; mucho más, según la politóloga, que en Siria –a pesar de estar presente en la guerra– o en América Latina.

El poder clásico de Rusia se despliega visiblemente en el régimen dictatorial que promueve y financia en Bielorrusia o en algunos países de Asia central

No muy lejos de Rusia se encuentra el gigante asiático, el país autoritario y dictatorial por antonomasia. En él, el poder está concentrado exclusivamente en manos de un partido-Estado –el Partido Comunista de China (PCC)–, que monopoliza todos los resortes institucionales del país. Mario Esteban, investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor del Centro de Estudios de Asia Oriental de la Universidad Autónoma de Madrid, asegura que se dan dos mecanismos concretos que hacen que el PCC se mantenga en el poder como partido único. Por un lado, estaría una represión que es eficaz porque –dice– hay cohesión dentro de las élites del régimen y un control absoluto del ejército por parte del partido: «En tanto en cuanto las élites políticas estén cohesionadas, dispuestas a reprimir y tengan capacidad de hacerlo, esa represión va a ser ejercida». Por otro lado, en las últimas décadas se ha visto crecer un cierto respaldo de la población china hacia un régimen que ya no estaría sostenido meramente en la represión: se ha producido «una historia de éxito de desarrollo socioeconómico, lo que hace que haya mucha gente en China que esté razonablemente satisfecha con el sistema político que tiene», recuerda Esteban.

Pero a la hora de explicar la influencia de China en el ámbito internacional, no podemos olvidar que esta se lleva a cabo meramente a través de instrumentos de carácter económico o el despliegue diplomático en países en vías de desarrollo que necesitan financiación de infraestructuras. El gigante asiático no solo es exportador, sino que es un comprador importante tanto para los continentes africano o el asiático como para países europeos como Alemania. «Como socio comercial, también tiene una gran relevancia y una palanca importante para montar su influencia», asegura el investigador de Elcano. Y recuerda: «China no genera entusiasmo. ¿Cuántos países proponen montar un régimen político tan opresivo como el suyo? Esa no es la realidad. La dinámica se basa en vínculos económicos, comerciales e, incluso, financieros».

Pero como el músculo (económico) del país de Xi Jinping está alterando visiblemente los equilibrios de poder en la comunidad internacional, Esteban afirma que «se abre un debate intenso sobre si China vulnera el derecho internacional o si lo invierte». Ahora bien, ¿está alterando realmente las normas o los valores internacionalmente aceptados? «Dependerá de en qué cuestiones; si hablamos del cambio climático, mientras que, por ejemplo, Estados Unidos incumplía el Protocolo de Kioto y abandonaba el Acuerdo de París –aunque haya vuelto–, China nunca ha hecho ningún movimiento de este estilo. No vulnera el régimen internacional en ese ámbito», argumenta el profesor. Y reconoce: «Si hablamos de derechos humanos, civiles o políticos, es evidente que tiene una visión opuesta a la de las potencias tradicionales». Y, evidentemente, cuanto mayores sean sus capacidades comerciales, mayor será su influencia en los organismos internacionales a favor de esas posiciones diferentes a la de los actores occidentales.

Autoritario, pero ¿modernizador?

El músculo económico del país de Xi Jinping está alterando visiblemente los equilibrios de poder en la comunidad internacional

Si se habla de países autoritarios, no se puede perder nunca de vista Oriente Medio, una región en la que la democracia liberal se resiste y en la que, como recuerda Eduard Soler, hay «países desacomplejadamente autoritarios –los partidos políticos no están permitidos, no hay elecciones, cuando hay pseudoelecciones se dan solo en ámbito local o de forma consultiva–» y, además, gozan de un cierto beneplácito de la comunidad internacional. En esta categoría de autoritarismo sin complejos, pero con poder e influencia, encontraríamos a Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. Y este último, para el experto en la región, es el caso más singular cuando se buscan modelos alternativos –y exitosos– al democrático. «Si Arabia Saudí se basa en buscar consensos en el rechazo a la democracia, y en obtener legitimidad por la vía de la religión, Emiratos plantea un modelo concreto y una oportunidad de exportación de este», explica.

Este país tiene una visión clara del mundo, que no es democrática, sino autoritaria, pero –argumenta Soler– «con un componente que lo diferencia de sus vecinos saudíes: la modernización de la sociedad». Y ahí es donde vemos puntos de convergencia con China. «Ambos modelos están muy pendientes de lo que piensa la sociedad, les importa ser populares y ser vistos como legítimos a ojos del pueblo», reconoce el investigador. Además, ambos tienen una visión para la región y para el mundo: «Se venden a sí mismos y a sus sociedades como referentes de la modernización, del progreso, del cambio –a diferencia de Arabia Saudí, que es un país más de statu quo–». Emiratos va más allá e intenta posicionarse en la cúspide de la carrera tecnológica, poniendo énfasis en la tecnología y su desarrollo.

El emiratí es un modelo entendido como contraposición a las democracias disfuncionales de la región –como la turca–, que no pueden venderse en el siglo XXI. O, como recuerda Soler, esos otros actores como Egipto que no buscan ser «un modelo alternativo ante la decadente democracia occidental, sino que intentan ser vistos como un igual». El experto enfatiza un dato importante para situar el poder de Emiratos en el mundo: «A diferencia de las cinco potencias regionales clásicas, con sus diferentes niveles de autoritarismo –Israel, Turquía y Egipto como democracias iliberales, Irán con su lógica de sistema plural con límites a pesar de su autoritarismo, o Arabia Saudí con su autoritarismo sin complejos–, Emiratos Árabes se presenta como el nuevo poder regional que nunca ha aspirado a la democracia pero cuya influencia modernizadora irradia a toda Asia y el conjunto del continente africano».

Y las aspiraciones globales de Emiratos no son baladíes: a pesar de ser un país emergente, «sus medios (en cuanto a población, ejército o territorio) no están muy lejos de lo que asumimos que debe tener un actor global; juega en esa liga», alerta el experto. Y añade: «Emiratos Árabes es el país que más éxito tiene en esa estrategia de mover la discusión de ‘democracia sí o no’ a ‘modernización (y eficacia) sí o no’». Y esa batalla modernizadora parece estar prácticamente ganada.

El fracaso de la democracia

Según Soler, el éxito del autoritarismo reside «en los recursos de control, la militarización del Estado y la represión»

América Latina no escapa a la tendencia global que es la crisis de la democracia representativa que ocupa estas líneas, aunque la influencia internacional del giro autoritario en la región no sea hoy el que pudo ser en el siglo XX. Mercedes García Montero, directora del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca, apunta que «los procesos de autocratización más recientes se han visto favorecidos por un escenario de crisis de los partidos tradicionales y de frustración de las expectativas sociales», junto con el apoyo electoral de líderes muy personalistas que, una vez en el poder, lo concentraron y tomaron medidas para debilitar los contrapesos presentes en el sistema político. Sería el caso de una Cuba cuyo régimen, como señala García Montero, es «inequívocamente autoritaria». O de esos otros Estados que están hoy inmersos en procesos de autocratización, como Nicaragua o Venezuela. Sin embargo, ninguno goza de una influencia comparable a la de China, Rusia o Emiratos Árabes Unidos.

Tal vez, como apunta Eduard Soler, sería necesario –desde una perspectiva occidental– cambiar el foco de la discusión y, en vez de preguntarnos por qué fracasa la democracia, buscar el motivo de ese resurgir, con cierto éxito, del autoritarismo en todo el mundo. Un éxito que reside, según el experto, «en los recursos de control (sobre la sociedad, el empleo, la distribución de la renta –especialmente en los países petrolíferos–), la militarización del Estado y la represión». Pero, además, añade un factor internacional: «El hecho de que desde Europa o EEUU se hayan visto los procesos de cambio en la mayoría de países con mucha reticencia no ayuda». Los líderes autoritarios han sabido presentarse ante sus interlocutores internacionales «como un socio útil, aunque incómodo, y preferible a un cambio político del cual se desconoce el resultado», recuerda Soler. Porque, como dijo Hannah Arendt, «no son los efímeros sucesos de la demagogia los que conquistan las masas, sino la realidad y la fuerza visible de una organización viviente». Y parece que se está encontrando en el autoritarismo respuesta a una cuestión vital: el descontento con la democracia.

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