Opinión

De la aflicción

La depresión suele ser definida por aquellos que no la sufren como una suerte de profunda tristeza, pero se acerca más a lo que Foster Wallace calificó sencillamente como «horror». Este mal, vinculado a la más poderosa melancolía, surge hoy también en relación al planeta. En ‘Extraños. Ensayos sobre lo humano y lo no humano’ (Anagrama), Rebecca Tamás analiza nuestra relación con los demás (y con el entorno) y las consecuencias de la aflicción climática.

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16
noviembre
2021

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La aflicción y la depresión son cosas distintas. La gente que no está –o no ha estado nunca– deprimida, suele pensar que la depresión es una especie de tristeza, una ‘pena’ que se arrastra. Pero la tristeza es una emoción que a cualquier persona deprimida le resultaría apetecible, pues implica cierta intensidad, cierta fuerza emotiva, la posibilidad de ser de otra manera. La depresión no forma parte de ese vaivén entre la felicidad y la tristeza que es la vida. Mejor sería llamarla por el nombre que empleaba David Foster Wallace: «horror». La verdadera depresión es un pavor sigiloso y atroz. Nadie que se sienta profundamente deprimido cree de veras que su experiencia transcurra «solo en su cabeza», diga lo que diga. Lo que cree, en realidad, es que el mundo entero es tan absolutamente sórdido, vacuo y absurdo como su propia persona. Ese es el secreto terrible que el resto de la humanidad trata de ocultar, que es todo un fraude, que el mundo está mal.

«Mejor sería llamar la depresión por el nombre que empleaba David Foster Wallace: ‘horror’»

En Melancolía, la película de Lars Von Trier de 2011, un planeta (llamado también Melancolía) se aproxima peligrosamente a la Tierra, y su amenaza afecta de lleno a los miembros de una familia disfuncional estadounidense. La protagonista, Justine, encarnada por Kirsten Dunst, padece una profunda depresión. A veces cae en un estado catatónico que ni siquiera le permite disfrutar de sus comidas favoritas, que se hacen ceniza en su boca. A su hermana Claire la aterra que el planeta Melancolía vaya a chocar con la Tierra, pero cuenta con el consuelo de su marido, que le asegura que eso no va a suceder, y no deja de bascular entre la calma y el terror. Justine, por su parte, no parece asustada. Le basta con ‘saber’ ciertas cosas, como que la Tierra sucumbirá a la colisión. A diferencia de su hermana, que vive en un constante vaivén entre la aflicción, la negación y el pánico, Justine exhibe una profunda aceptación de la inminente hecatombe. De hecho, le parece bien, puesto que la Tierra, como ella dice, es «perversa». Al final de la película, Justine resulta estar en lo cierto, pues el planeta errante choca contra la Tierra. Mientras otros lloran y se desesperan, ella lo acepta meditabunda, casi se diría que en paz: el mundo exterior se ha equiparado por fin al horror interior.

Me cuesta describir la fuerza con la que me impactó esta película cuando la vi por primera vez, en un cine de Edimburgo, a los 20 años o pocos más. Cuando terminó me encontraba convulsa, presa de unos sollozos histéricos e incapaz de moverme de la butaca. Los dos amigos que me acompañaban tuvieron que sentarse a mi lado y cogerme de la mano mientras los acomodadores recogían las palomitas y los envoltorios del suelo, y allí permanecimos un buen rato, quince minutos tal vez, lo que tardé en reunir los ánimos necesarios para ponerme en pie y llevarme mi llanto a un retrete del servicio. La película no era otra cosa que la depresión llevada a la gran pantalla; los rincones más oscuros de la mente de una persona deprimida presentados a todo color y con sonido envolvente. Al presenciar aquel horror, ofrecido como una especie de entretenimiento enfermizo, a punto estuve de desmayarme. Ser víctima de una depresión, como la que yo había padecido y superado, es ver el mundo como un horror: saber que estamos condenados, que todo lo bueno que existe es un espejismo y todo lo malo es la angustiosa verdad, la herida purulenta que late bajo el vendaje blanco e impoluto. Si algo desea una persona deprimida es hacer patente esa convicción, afín a la de Casandra, para que el mal inherente al planeta y sus moradores se derrame como sangre corrompida. La película era una celebración o reivindicación malsana de esa opinión, de que los deprimidos siempre han llevado razón y la destrucción es la única purificación posible para nuestra hipocresía.

«Si algo desea una persona deprimida es hacer patente esa convicción de que el mal inherente al planeta y sus moradores se derrame como sangre corrompida»

Yo tuve suerte. A los 14 años, después de arrastrar una depresión clínica durante toda la infancia y parte de la adolescencia, comencé a seguir una terapia gratuita tres veces por semana, financiada por la salud pública. Poco a poco logré levantar cabeza y salir del pozo de una depresión que no solo me tenía atrapada, sino que había llegado a definir por completo la concepción que tenía de mi persona y mi experiencia vital. Durante el proceso, recuerdo que mi terapeuta me preguntó una vez qué quería sacar del trabajo que estábamos haciendo. «Lo único que quiero es un punto de referencia neutro», le dije. No quería dar brincos de alegría a todas horas; yo solo pedía entristecerme cuando me sucediera algo malo y alegrarme cuando me sucediera algo bueno: basar mis sentimientos en mi propia experiencia y mi interacción con el mundo; dejar de sumirme en la desesperación en cuanto despertaba, antes del amanecer.

La aflicción es normal, es la reacción saludable de cualquier persona que se enfrenta a la pérdida. Cuanto mayor sea el amor por la persona o cosa perdida, más intensa es la aflicción. El duelo no es una enfermedad, sino una reacción a algo terrible que ha sucedido. Como decía una querida amiga que perdió a su padre hace poco, «el duelo está bien, el duelo tiene que llegar. Lo que resulta insoportable es todo lo que ese duelo desata, la depresión, la ansiedad». Por nada del mundo habría querido ahorrarse el duelo por su padre, pero a veces el dolor de la pérdida es tan intenso que puede dar lugar a periodos de desesperación y desembocar en una depresión que no es una válvula de escape ni un proceso, sino un círculo vicioso de sufrimiento y odio dirigido contra uno mismo. Conste que no trato de quitarle hierro a la intensidad del duelo, que probablemente sea la experiencia más dolorosa por la que puede pasar un ser humano: lo comparo tan solo con otro tipo de desesperación que no es la expresión y el reconocimiento de la pérdida, sino un vórtice de amargura paralizante que no conduce a ninguna parte.

Un estudio publicado este año por el Breakthrough National Centre for Climate Restoration, un laboratorio de ideas con sede en Melbourne, afirma que el cambio climático constituye «una amenaza existencial a corto o medio plazo para la civilización» y que hay una «alta probabilidad de que la civilización humana llegue a su fin» hacia el año 2050. Así pues, no es de extrañar que cada día sea más común oír hablar de la ‘aflicción climática‘, que la escritora Ellie Mae O’Hagan describe en estos términos: «[…] la sensación de que el cambio climático tendrá unas consecuencias tan enormes y devastadoras que la gente ha comenzado a llorar la pérdida del planeta y a dejarse caer en la más absoluta desesperación».

O’ Hagan: «La sensación de que el cambio climático tendrá unas consecuencias devastadoras lleva a la gente a caer en la más absoluta desesperación»

Sin embargo, y pese a lo que esta descripción de la «aflicción climática» parece sugerir, el duelo y la melancolía (o la depresión, o la desesperación) son cosas muy distintas, como señalaba Freud en Duelo y melancolía: «[…] concluido el trabajo del duelo, el yo se torna otra vez libre y desinhibido. […] El cuadro melancólico presenta […] algo de lo que carece el del duelo: una extraordinaria disminución del sentimiento ‘yoico’, un tremendo empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se empobrece y se vacía; en la melancolía, lo que se vacía es el yo mismo. El paciente nos describe su yo como algo indigno, estéril, moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo. Se humilla ante sus semejantes y conmisera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan despreciable como él. No cree que en su interior se haya operado alteración alguna, sino que extiende esa autocrítica al pasado: asevera que nunca ha sido mejor».

Tarde o temprano, la persona inmersa en un proceso de duelo será capaz de recobrar cierto grado de libertad y autoestima, de felicidad incluso; por más que añore profundamente a la persona, situación o cosa de cuya pérdida se duele. El melancólico nunca llega a ese punto y la toma consigo mismo, consumido por el odio que se inspira y la sensación de que su vida entera ha transcurrido en balde. Me parece a mí, pues, que mucho de lo que se ha dado en llamar ‘aflicción climática’ es más bien una especie de desesperación o ‘melancolía climática‘. En vez de llorar lo que hemos perdido y sentir el impulso de proteger lo que nos queda, nos vemos arrojados a una oscuridad en la que nos rebelamos contra el sentido mismo de nuestra existencia en este mundo.


Este es un fragmento de ‘Extraños. Ensayos sobre lo humano y lo no humano‘ (Anagrama), por Rebecca Tamás.

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