El ‘somier valla’ y otras lecciones rurales sobre la economía circular

Artículo

Esther Peñas

Fotografía

Christian Guthier

El paisaje rural de buena parte de España, concretamente esos interminables prados donde pasta todo tipo de ganado, está jaspeado por bañeras que hacen las veces de abrevaderos improvisados. Es uno de las formas más populares de reutilizar de objetos. Otro tipo de reutilizamiento muy frecuente es el vallado a base de somieres, los cuales son también transformados, en ocasiones, en puertas de entrada a fincas particulares. De hecho, estos dos reaprovechamientos son tan comunes que, en ocasiones, podríamos llegar a plantearnos si no estarían, acaso, concebidos originalmente para este segundo –y perpetuo– uso. Este insólito reciclaje que aprovecha las piezas y los objetos más inverosímiles para funciones sorprendentes está extendiéndose sobre todo en las zonas rurales. Algunos lo llaman «feísmo».

Es probable que si alguna vez nos invitan a una barbacoa campestre nos encontremos con que las chuletas, el embutido o las verduras se extiendan en la clásica carmelita y esta, a su vez, repose sobre un tambor de lavadora. ¿Se estropea este electrodoméstico? Bien: nos quedamos con esa pieza y montamos una barbacoa. «Este tipo de prácticas son normales en las zonas rurales, ya que son siempre más sensibles al gasto por ser áreas empobrecidas, pero también se está convirtiendo en un hábito: los residuos han acabado por transformarse en una materia prima fundamental en nuestro modo de vida», explica Iago Carro, arquitecto que dirige el colectivo de investigación urbana Ergosfera.

Carro: «Los residuos han acabado por transformarse en una materia prima fundamental en nuestro modo de vida»

Numerosos pueblos de distintas latitudes están interviniendo el espacio público para reconsiderar sus usos. Este es el ejemplo de las marquesinas de las flotas de vehículos que unen núcleos de población rural, cuya frecuencia es hoy tan escasa. Estos pequeños lugares se han ido convirtiendo en pequeñas salas de estar que sirven como punto de encuentro entre los habitantes: uno lleva un pequeño sofá que estorba en su vivienda, otro un par de sillas que no le gustan y el de más allá unas persianas. Queda acondicionado, así, un espontáneo espacio de uso público.

Algo parecido ha sucedido con las cabinas de teléfono de pequeñas localidades que, ya sin línea ni servicio, se han terminado transformando en improvisadas bibliotecas donde poder dejar aquellos libros que ya hemos leído demasiadas veces (o de los que siempre quisimos desprendernos). No es el único ejemplo: inodoros que hoy desempeñan la tarea de jardineras, zapatos que actúan tiestos, neumáticos como una suerte de alcorques, colchones que amortiguan paredes, hornos de cocina que devienen en buzones… la lista se extiende de forma interminable.

Una necesidad real (que suplen los pueblos)

Los españoles generamos 442 kilos anuales de residuos por persona, un 9% menos que la media de los ciudadanos de la Unión Europea, si bien nuestros vertederos están un 53% más llenos que los del resto de los países continentales, según muestra un análisis de EAE Business School. A estos datos se añade el hecho de que en las zonas rurales el reciclaje es, en ocasiones, una auténtica odisea. Muchos vertederos municipales están cerrados, pero hay cientos de pueblos que incluso aún hoy carecen de contenedores de papel, vidrio o plástico, por lo que resulta más fácil reutilizar lo inservible que buscar un lugar adecuado donde poder depositarlo.

Los vertederos españoles están un 53% más llenos que los del resto de la Unión Europea

«La mentalidad de los pueblos difiere de la de las grandes ciudades, pero sería interesante que desde los núcleos urbanos, en vez de mirar estos hábitos con cierta condescendencia, los asumieran y los pusieran en práctica: así ayudaríamos al planeta contribuyendo a su sostenibilidad», apunta Carro. La acción es complicada, ya que habría que intervenir los espacios públicos, lo cual no siempre es posible. No obstante, hay intentos, como ocurre con la posibilidad de construir pequeños jardines en los alcorques –de cactus, de flores, de arbustos– utilizando algunas redes como alambrada.

Siempre habrá quien considere que este tipo de reciclaje termine por afear el paisaje, pero habría que sopesar si lo ecológico y sostenible no es, en sí, un valor estético y bello. Esta es la cuestión a la que se han enfrentado los vecinos burgaleses de Terrazos de Bureba, una localidad de apenas medio centenar de habitantes en la que han terminado por vallar una zona peligrosa con los cabeceros del antiguo hospital psiquiátrico. En el pueblo, además, han encajado también los somieres a modo de contraventanas que protejan las campanas de la iglesia de la acción corrosiva de las palomas. De nuevo, no es la única posibilidad: hay galpones como salas de cines, tractores como medio de transporte para aquellos vecinos cuya movilidad se ha visto menguada… Opciones que surgen cuando se impone la imaginación al servicio de una ética ecológica.