Siglo XXI

Los biocatequistas

La tentadora posibilidad de poder mejorar físicamente a los humanos viene acompañada de sesudas reflexiones acerca de la necesidad de una «mejora moral humana». No obstante, existen tantas definiciones del significado de ‘lo moral’ como interrogantes. Al fin y al cabo, se pregunta López Baroni en este fragmento de ‘Bioética y tecnologías disruptivas’ (Herder), ¿qué significaría incrementar nuestra capacidad moral?

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19
octubre
2021

La tesis de que es posible mejorar a los seres humanos aumentando su resistencia a enfermedades o su faceta cognitiva está siendo acompañada de sesudas reflexiones acerca de la necesidad de que estos cambios conlleven también una «mejora moral humana».

En su extremo, Savulescu y Persson plantean que la cuestión del moral bioenhancement no es una opción más, sino un requerimiento impuesto por el estado tecnológico en el que nos hallamos en el siglo XXI, debido a que nunca en la historia humana tantas manos, y en tantos lugares a la vez, habían tenido la posibilidad de destruir nuestra civilización: «El desarrollo y aplicación de tales técnicas es peligroso […], pero pensamos que nuestra situación actual es tan desesperada que este plan de acción debe ser investigado». En esencia, que nuestro final sea producto de la estulticia o de la malicia humana, resulta indiferente a estos efectos.

Ahora bien, y a diferencia de las aplicaciones terapéuticas de la ingeniería genética, el problema no reside solo en cómo lograr esta hipotética mejora moral, sino en que ni siquiera sabemos qué buscamos, ni qué queremos. En efecto, ¿qué significa exactamente incrementar nuestra capacidad moral?

Hay tantas definiciones de moral como interrogantes acerca de qué significa un ente biológico consciente de sí mismo

En realidad, no parece que el objetivo sea que nuestra automodificación genética venga acompañada de nuevos tabúes, reglas o valores que frenen –o acompasen– el ritmo de las generaciones venideras (un nuevo poder conllevaría un mayor sentido de la responsabilidad, dice una leyenda urbana). Más bien se podría pensar que el objetivo real es incrementar nuestro utillaje biológico para la moral, como si esta fuese algo cuantificable o identificable en alguno de los veinte mil genes que vertebran tanto nuestra anatomía como nuestra conducta. El problema de «lo moral» como cualidad susceptible de ser incrementada se asemeja mucho al problema de qué es la inteligencia o cómo emerge la conciencia a partir de un grupo reducido de neuronas. Hay tantas definiciones de inteligencia o moral como interrogantes acerca de qué significa un ente biológico consciente de sí mismo.

Además, en estos debates resuena un déjà vu que no podemos pasar por alto: el determinismo genético (reduccionismo cientificista burgués) frente a la tabla rasa rousseauniana (la mente en blanco marxista sería una simple ramificación). En aquel lado de la trinchera se situarían los sociobiólogos, reos de sospechosos de justificar el neoliberalismo capitalista, colonialista y racista (el darwinismo social de Spencer habría encontrado su eco contemporáneo en el que fuera director de Nature, Wade); y en este lado de la trinchera hallamos a los antropólogos culturales y a la izquierda marxista, que investigan y reflexionan como si los genes fuesen un prejuicio burgués, blanco y heteropatriarcal. Así, para este último paradigma, la idea del hombre estrictamente cultural es en realidad una secularización del hombre estrictamente espiritual de las religiones monoteístas, de forma que donde la Iglesia católica solo ve «carne impura», los científicos sociales contemplan «genes espurios», lo que conlleva que ambas variables, carne y genes, no deban ser tenidas en cuenta en el camino hacia la salvación humana, sea el paraíso cristiano, sea el no menos paradisíaco socialismo poscapitalista.

Entre ambos grupos contendientes se sitúa el siglo XX con su carga de genocidios, esterilizaciones forzosas masivas, políticas eugenésicas, intentos de crear al ‘Hombre Nuevo’ (Mao, Fidel Castro) y la omnipresencia adoctrinadora de las religiones. Las preguntas en esta suerte de metadebate, rara vez formuladas expresamente, pero implícitas en no pocas líneas argumentativas, son: a) ¿es el modo de vida liberal parlamentario, con economía de mercado, la consecuencia de una mejora genética producida por azar (por eso dichos genes deberían identificarse y formar el acervo genético básico del ideal moral poshumano, ya que en estos momentos dicho paradigma domina, economía mediante, el planeta)?; b) ¿significa eso que se debe derogar toda política social o de redistribución de la riqueza, abandonando a su suerte a quienes no evolucionaron en la dirección correcta, algo que se logró en el pasado con las esterilizaciones forzosas, la eliminación de leyes de pobres o las hambrunas, y hoy se puede lograr con la edición genómica al alcance exclusivo de los más ricos, que a su vez lo son porque ya contaban con un incipiente caudal genético mejorado azarosamente por el inmisericorde darwinismo?

Los neoliberales aceptan el darwinismo, lo que explicaría tanto las desigualdades individuales como sociales, étnicas y raciales

Desde la otra atalaya, las preguntas, no menos embarazosas, son: a) ¿se detuvo la evolución genética humana hace 40.000 años (fecha de la explosión simbólica), de forma que nos hemos autoexcluido del reino animal mediante la cultura y por eso ya no vamos –no debemos siquiera intentarlo– a evolucionar más desde un punto de vista biológico?; b) ¿tenemos libertad absoluta para moldear nuestra mente (como sugieren Rousseau, Herder o Lysenko), de forma que cualquier condicionante biologicista es un prejuicio burgués que será superado en la utopía comunista, culminación de la concepción «culturalista» de la historia?

Si rastreamos los posicionamientos ante la ciencia, el marxismo sería darwinista (por eso reniega de la religión cristiana), pero solo hasta hace 40.000 años, momento a partir del cual comenzaría a regir el materialismo histórico (que curiosamente llega a la misma conclusión que el cristianismo: el ser humano es un producto ya acabado biológicamente y solo ha de esperar el paraíso); por el contrario, los neoliberales no solo aceptan el darwinismo, sino que extienden su vigencia a estos últimos 40.000 años, es decir, a nuestros días, y eso explicaría tanto las desigualdades individuales como sociales, étnicas y raciales (su paraíso sería que su dotación genética se extendiera, algo que tratan de lograr tácitamente, por ejemplo, evitando la existencia de una sanidad pública universal, o la reproducción de los no agraciados por la evolución darwinista en su versión neocapitalista).

Por otra parte, las religiones reniegan tanto del darwinismo como del materialismo histórico, pero paradójicamente están más cerca de los marxistas, a pesar de su ateísmo: el ser humano está sometido única y exclusivamente a la Providencia divina (fuerzas de la historia, en lenguaje marxista), ya que la evolución (si es que alguna vez influyó, creacionismo extremo dixit) se detuvo hace 40.000 años, de ahí que sea un sacrilegio modificarla (objetivo burgués, en lenguaje marxista); y solo la cultura puede incidir en nuestros actos, por eso insisten tanto en el adoctrinamiento religioso (por ejemplo, clases de religión desde los tres años) y no en la modificación genética (el marxismo también insistiría en el adoctrinamiento para borrar de la mente del niño las ideas burguesas de propiedad privada, competitividad, etc.).

Pues bien, este debate irresuelto sobre la relación entre la cultura y los genes, así como sobre los motores y objetivos últimos de la especie humana, se ha trasladado, con toda su virulencia, al debate sobre la mejora moral humana. Pero tal maremágnum de controversias, hipótesis y callejones conceptuales sin salida no ha arredrado a quienes lideran la carrera por esta supuesta mejora humana. Simplemente tratan de obviarlo.

En esencia, dado que los objetivos parecen ser que un supuesto poshumano debe ser un ente también ‘posmoral‘, la pregunta clave que se formulan es qué rasgo exacto de nuestro carácter hemos de incrementar hasta hacerlo dominante. ¿Se logra este objetivo aumentando el racionalismo ateo humano o, por el contrario, hemos de incidir en la religiosidad y el sentido de la trascendencia? Y si es esta segunda opción, ¿en un sentido antropocéntrico, propio de las grandes religiones monoteístas, o haríamos hincapié en la imbricación con la naturaleza y el resto de seres vivos, propio de las religiones panteístas? ¿Acentuamos, entonces, el calvinismo individualista, el colectivismo islámico o la nacional-religiosidad judía? ¿O puede que mejor nos centremos en la dicotomía del materialismo histórico frente al positivismo burgués cientificista?

En muchos sentidos, el mejoramiento moral humano se asemeja a la cuestión de la programación ética en inteligencia artificial. La única diferencia parece estribar en que los biocatequistas tratan de recablear nuestro entramado genético para hacernos más empáticos (o no), sociables (o no) y comprensivos (o no), mientras que los ingenieros e informáticos intentan codificar esas mismas cualidades en formato algorítmico.


Este es un fragmento de ‘Bioética y tecnologías disruptivas‘ (Herder), por Manuel Jesús López Baroni.

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