Siglo XXI

La política antes y después del coronavirus

Las emociones y los sentimientos han sido siempre determinantes en política. Pero ¿por qué ahora ocurre más que nunca? En ‘La política de las emociones: cómo los sentimientos gobiernan el mundo’ (Editorial Arpa) Toni Aira se propone demostrar, a través de un exhaustivo análisis político, cómo y por qué los sentimientos dominan el mundo.

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06
mayo
2021

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Durante el confinamiento forzado por el estallido de la pandemia del coronavirus, muchos ciudadanos de todo el mundo constataron con crudeza la relatividad del tiempo. Un ‘meme’ de internet de aquellos días lo retrató bien. Contraponía un típico calendario semanal y sus habituales días, con otro creado para la ocasión y que básicamente contaba con tres momentos: ayer, hoy y mañana. El calendario semanal, patas arriba, como todas nuestras vidas confinadas de la noche a la mañana por culpa de la covid-19, y a partir de ahí también con el conjunto del calendario reformulado, cuanto menos a nivel existencial, tal y como lo habíamos conocido hasta entonces.

Porque si en el siglo VI, gracias a los cálculos del matemático, astrónomo y monje Dionisio el Exiguo, se empezaron a contar los años a partir del nacimiento de Jesús, antes de Cristo (a.C.) y después de Cristo (d.C.), nuestras particulares vidas como atribulados ciudadanos de principios del siglo XXI es obvio que a partir de 2020 pasamos a contarlas con un a.C. y un d.C. alternativos, antes del confinamiento y después del confinamiento. Nuestra política, sus maneras y sus líderes, por otro lado, también se dieron de bruces con sus particulares a.C. y d.C. De cuando todo fue puesto a prueba, una durísima prueba de estrés que también tensionó las costuras de los liderazgos políticos contemporáneos y que los hizo temblar de punta a punta del globo, abrazados como lo han estado desde hace tanto tiempo al imperio de unas emociones más a flor de piel que nunca.

«Para muchos políticos y ciudadanos resulta adictivo e inquietante vivir en una vacía campaña permanente»

Todo ello, para acabarlo de complicar, en tiempos de difusión masiva y veloz de fake news. Y si bien la medicina es una ciencia, es igualmente cierto que se presta a la desinformación, ya que las noticias que la acompañan no acostumbran a ser categóricas. ¿Les suena aquello de la «segunda opinión» que a menudo buscamos los ciudadanos cuando nos enfrentamos al diagnóstico de un médico? Pues eso afecta a las informaciones sobre cuestiones médicas.

Partiendo de esta base, con esta tendencia presente, más en un momento crítico, angustioso y lleno de incertidumbre, en un mundo dominado por lo racional, el liderazgo institucional y político, para mirar de superar el bache, debería ayudar a superarlo aportando certidumbres y soluciones prácticas. ¿Eso es buscar héroes más que a líderes? No, si atendemos a la definición misma del concepto líder, que según el diccionario de la RAE describe en su primera acepción como la «persona que dirige o conduce un partido político, un grupo social o colectividad». Acción, dirección y confianza. No retórica vacía ni suma de desinformación o de temores. Pero eso, claro está, lo planteo sobre todo pensando en un mundo dominado por lo racional, no tanto en nuestras sociedades adictas al imperio de la emoción.

Es evidente que los canales oficiales de los gobiernos no son neutros. Pero de ahí a que la inmensa mayoría de Ejecutivos mundiales aprovecharan el estallido de la crisis del coronavirus para arrimar el ascua a su sardina, solo se explica por la política de las emociones que dirige partidos e instituciones de punta a punta del globo –con honrosas excepciones–. Esa venta de humo, de gas emocional, que se dedica a proyectar percepciones que a menudo viven fuera de la realidad.

(…)

Se analizó en los medios, por ejemplo el 20 de marzo de 2020, cómo el responsable de información del Ministerio de Exteriores chino, aquellos días, se había aplicado a fondo para revertir la imagen sobre la situación y la gestión de la crisis por parte del gigante asiático. Allí los positivos por coronavirus remitían contundentemente, mientras que en Occidente parecía que no se llegaba al pico de la famosa curva de contagio, con cifras de infectados y de muertes que ponían los pelos de punta. China se plantaba entonces ante la opinión pública como quien había solucionado el problema y quien socorría al resto de países, con aviones y misiones de ayuda humanitaria, eso sí, obviando en sus explicaciones que el gobierno de Xi Jinping escondió el estallido de contagio durante las primeras semanas. Eso, y controlando las cifras bajo el manto de la censura y de la represión propias de un régimen no democrático.

La Casa Blanca, por su parte, tiró de los canales oficiales de la Administración norteamericana –por ejemplo, en redes– para proyectar desde el principio de la crisis un discurso antichino que el presidente Donald Trump personificaba, con su estilo habitual, cuando se dedicó a hablar del «virus chino» para referirse a la covid-19, la denominación que las autoridades sanitarias y científicas habían decidido para bautizar al origen de la pandemia, precisamente para que no se produjera el efecto estigmatización de una región del mundo, como sí que había pasado por ejemplo en 1918 y la pandemia conocida como la «gripe española». La institución norteamericana adoptaba el rol, el tono y el contenido de su polémico presidente, en la línea de lo propio de la era Trump en aquel país, pero sublimándolo. Aunque como intentaré probar en este libro, eso no fue nada que no tuviera su réplica –adaptada al contexto local– de punta a punta del mapamundi.

«¿Qué tienen en común las imágenes de las últimas campañas electorales? El dibujo idealizado y estereotipado de un corazón»

En España, Pedro Sánchez decía que la crisis del coronavirus no iba de fronteras, pero lo defendía en pleno estallido con apelaciones a la unidad –de España– y con discursos afectados, con explícita connotación bélica y llenos de contenido patriótico. Y su réplica interna, por ejemplo en Catalunya, tampoco se abstraía de los malabares que respondían a la crisis más en clave emocional que racional, con un gobierno catalán que anunciaba medidas sobre las cuales no tenía competencias. Pero, lo dicho: nada lejos de lo que se vivía en pleno estallido de la pandemia por todas partes, de forma ‘glocal’ como lo habría descrito el profesor –y ministro– Manuel Castells, con líderes institucionales hablando desde los atriles de sus respectivos gobiernos, del más grande al más pequeño, con un lenguaje entre poco y nada disociable del que los ciudadanos les podríamos escuchar desde los atriles de sus mítines electorales. Y eso día tras día, y en un momento tan crucial.

Los líderes mundiales parecían cantar al unísono: «¡La política ha muerto! ¡Viva la elección permanente!». La idea inquieta, ¿verdad? Por supuesto. Y ahora profundizaré en ello, aunque antes, para empezar, quería advertir que este libro es un ensayo sobre el mundo en el que vivimos, pero que a la vez funciona como una novela de terror. De todos modos, al final ofrezco escapatoria, no se asusten. Otra cosa es que aquella sea plausible en un mundo donde se impone más la afición a la victoria que al consenso. Y así es muy difícil hacer política.

Sin embargo, para muchos políticos y ciudadanos resulta adictivo vivir en una vacía campaña permanente. Inquietante. Y no solo en tiempos de pandemia. Este libro, de hecho, pretende retratar la política de los últimos años a través de los sentimientos que gobiernan el mundo, con grandes líderes mundiales como estandarte en un proceder que el estallido de la crisis del coronavirus proyectó descarnadamente pero que tenía sus raíces mucho más allá, porque ellos llevan la corona, pero las emociones imperan.

Nuestro tiempo es el presente continuo

Atravesamos una época en la que podemos saber más que nunca o tan poco como siempre, según se mire y se practique. Vivimos hiperconectados y tenemos acceso a información al instante, y a la vez, esa hiperconexión nos suministra desinformación también de forma masiva. Nos intoxican, nos bombardean con titulares, con estímulos, con eslóganes. Con un lenguaje pensado, elaborado y lanzado directo a los sentimientos, al corazón. De hecho, este órgano de nuestro cuerpo –y su significado idealizado– aparece por doquier en nuestro entorno, en las conversaciones, en los discursos, e incluso gráficamente. Muchas marcas comerciales lo utilizan desde hace años y algunas marcas políticas lo han mimetizado.

¿Se han fijado en el emblema de Ciudadanos? ¿Y en el logotipo de Unidas Podemos? ¿O en el del Partido Popular Europeo? ¿No se han fijado en cómo ha mutado esa ave, el charrán, que coronaba la imagen del PP? ¿Y qué me dicen de la iconografía de las dos últimas campañas electorales de Pedro Sánchez, o de la última que protagonizó Hugo Chávez en Venezuela? ¿Qué tienen en común? El dibujo idealizado y estereotipado de un corazón. En unos casos teñido con los colores de un país; en otros, con los colores corporativos de un partido o con un color convertido en bandera, como el amarillo. Hace no tanto tiempo habríamos dicho que semejante recurso gráfico era cursi, pero ahora lo abrazan productos, empresas e incluso partidos que copan las instituciones. Son –o quieren ser– todo corazón. Sentimiento. Porque en la política, como tantas otras cosas, la película ya no va de aquello que defendía un calmoso eslogan del PP, Con cabeza y corazón, sino que todo galopa desbocado para abrazar una nueva máxima: «Menos cabeza, más corazón».

«Cada vez más parte de los medios, a modo de trincheras, simplifican unos contenidos que se basan en la confrontación»

¿Por qué este reducir el debate público a la manipulación emocional? Cuando nos hacemos esta pregunta, algunas respuestas desasosiegan. La preocupación sobre el uso emocional del lenguaje no es nueva. Sabemos que el contexto actual nos condiciona más sistemáticamente que nunca. Ese mañana que fusionamos con el presente continuo en el que vivimos instalados –como mínimo, mentalmente–. El presente continuo era uno de esos tiempos verbales que estudiábamos en el colegio. Ahora, ese tiempo dirige nuestra política: es la línea temporal que describe nuestras sociedades y sus individuos.

Se trata de un pez que se muerde la cola, ya que hace décadas que la publicidad y los medios de comunicación, en especial los audiovisuales, dan un extra de emoción a los contenidos que sirven a sus audiencias a modo de fast food de consumo rápido, casi compulsivo. Lo que conecta emocionalmente, de sencilla metabolización y a poder ser con una cara famosa que lo sirva en bandeja, entra mejor. Impacto emocional, simplificación y personalización: si un mensaje tiene estas tres características, propias del lenguaje publicitario y de los medios audiovisuales, se consume mejor, también en política.

Un mensaje simple, un rostro con el que empatizar –o todo lo contrario– y directo al corazón, el órgano que nos mueve. Así es como el escándalo y sus sucedáneos ganan protagonismo en política, como explicó perfectamente hace años el sociólogo John B. Thompson, profesor en la Universidad de Cambridge, en su libro Escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación (2001). Cada vez más parte de los medios, a modo de trincheras, simplifican unos contenidos que se basan en el ruido y en la confrontación, cual gladiadores que salen a la arena a luchar a vida o muerte. Política de circo. No es casual ni espontáneo, por tanto, que las democracias liberales más sólidas se abonen a crear emociones y a construir su acción pública en base a audiencias cada vez más segmentadas en lo simple, confrontadas con otras visiones vecinas, con sentimientos a flor de piel.

«Un mensaje simple: así es como el escándalo gana protagonismo en la política»

La neurociencia, que estudia nuestro cerebro y nuestra consciencia, nos advierte desde hace años que René Descartes se dejó una parte importante de la foto neuronal cuando sentenció su mítico «Pienso, luego existo». El filósofo racionalista francés esquivó que las emociones y los sentimientos también son necesarios para tomar decisiones de forma efectiva, para construir nuestra existencia. Descartes se aproximaba a las sensaciones físicas con gran recelo. Pero su mundo, su siglo XVII, queda tan lejos de nuestro siglo XXI que hoy se nos antoja imposible limitarnos a sus principios racionales, cuando la razón se forma más que nunca a través de la emoción, del sentimiento.

Ya en el siglo XX, el escritor y ensayista checo Milan Kundera defendía que no somos el Homo sapiens, sino el ‘Homo sentimentalis’, porque es evidente que las emociones y los sentimientos han sido siempre determinantes en nuestras elecciones. Pero, ¿por qué ahora más? ¿Por qué, cuando somos los ciudadanos que más acceso han tenido a la formación y a la información, a la vez somos más sensibles que nunca a que nos apelen a la razón a través de la emoción? ¿Por qué ya no funciona la división categórica entre razón y sentimiento? ¿Será porque la idea cartesiana de la mente racional e incorpórea ha muerto? ¿O porque las emociones han colonizado casi la totalidad de nuestro entorno? ¿Será porque la tecnología lo hace cada vez más posible, sistemático y eficaz?


Este es un fragmento de ‘La política de las emociones: cómo los sentimientos gobiernan el mundo’ (Editorial Arpa), por Toni Aira.

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