Crecer en un campo de refugiados
En 2020, más de 79 millones de personas en el mundo vivían forzosamente lejos de sus hogares, la mayor cifra nunca registrada. Mientras los desplazamientos continúan, muchos asentamientos internacionales van dejando de ser provisionales y se convierten en espacios definitivos donde miles de refugiados viven en condiciones infrahumanas.
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Los fuegos artificiales iluminaron la noche como gigantescos racimos de flores eléctricas, retando a las infinitas estrellas del desierto. Algún pueblo en alguna parte del norte de Jordania celebraba algo. Con la mirada puesta en el cielo, a dos niñas se les congeló una mueca de pánico en la cara cuando vieron desde lejos el espectáculo pirotécnico. Estaban en el otro lado, en el no festivo, en el del terror: en el lado sirio. Allí donde tan solo una alambrada desvencijada las separaba por fin de la guerra y del resto de su vida. Entre la frontera de Siria y la de Jordania hay cinco kilómetros que simbolizan la frenética desigualdad del mundo: según el lado desde el que los mires, unos fuegos artificiales pueden parecer una explosión de colores o una explosión mortal.
«Pensaron que eran bombas, ya las habían visto demasiadas veces», cuenta Gassán. Él y su mujer habían huido de Siria con sus dos hijas al poco de estallar la guerra. Había participado en las protestas pacíficas de su ciudad, Halfaya, y el ejército respondió con bombardeos sobre la población. Poco después, pagaron a una organización clandestina con casi todo lo que él había ganado con su taller mecánico para que los llevara hasta el desierto, ocultos en una furgoneta de ganado. Desde allí anduvieron cuatro días a temperaturas que a menudo bajaban de cero grados hasta que alcanzaron la frontera con Jordania. Si no hubiera sido por los beduinos que les dieron leche durante el camino, no lo habrían contado. Pasaron seis meses en el campamento de refugiados jordano de Al-Zaatari, el segundo más grande del mundo, donde malviven más de 100.000 personas en tiendas de campaña sin acceso regular a algo tan básico como la luz eléctrica, la comida o el agua potable. «Allí era habitual que familias enteras murieran abrasadas, porque ante el frío del desierto muchos encendían un fuego dentro de las tiendas y las incendiaban», recuerda Gassán.
Trives: «El borrador del plan migratorio de la UE habla de solidaridad, y eso es un error cuando hablamos de derechos humanos»
Él y su familia viven ahora en España con estatus de refugiados, y tienen un hogar propio gracias al programa Una casa como refugio, impulsado por Provivienda y financiado por el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Y es que la vivienda es un espacio de anclaje y un punto de partida imprescindible a la hora de comenzar una andadura en un nuevo país.
No obstante, la situación actual de Gassán no es la habitual. Según el informe presentado recientemente por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) con datos de Acnur, 79,5 millones de personas de todo el mundo vivían en 2020 forzosamente lejos de sus hogares, lo que representa un incremento de casi nueve millones respecto al año anterior, la cifra más alta jamás registrada. Esto significa que más del 1% de la población mundial está desplazada por conflictos, violencia o persecución. De todas esas personas, 29,6 millones (más de un tercio) se vieron obligadas a huir de sus países. De ellas, 4,2 millones estaban esperando la resolución de sus solicitudes de asilo y otros 4 millones vivían en alguno de los más de 200 campos de refugiados que existen en el mundo.
Muchos, a diferencia de Gassán, han asumido estos espacios y sus condiciones infrahumanas como su hogar habitual. La precariedad y la falta de acceso a lo más básico tiene un motivo: el 85% de las personas refugiadas que han tenido que huir al extranjero son acogidas por los países más pobres. El primer mundo solo se encarga del 15% restante. «La cuestión clave es lo macabro que resulta el concepto de provisionalidad cuando se habla de campos de refugiados», opina Antonio Trives, autor del libro Ruta al exilio: El camino de refugiados de Oriente Medio a Europa. «Los desprovee de cualquier derecho, porque se quedan en una especie de limbo que es de todo menos provisional y que puede alargarse una vida entera. El Sáhara es un claro ejemplo, y Grecia va por ese camino». Según el periodista, la provisionalidad mal entendida es una consecuencia de las políticas migratorias: «La Unión Europea firmó sus acuerdos con Turquía y se cerraron las fronteras con Grecia y Macedonia. Eso dejó en tierra de nadie a miles de refugiados. El borrador del plan migratorio que se acaba de presentar sigue en esa línea porque habla de solidaridad, y eso es un error cuando hablamos de derechos humanos».
A los asentamientos de Grecia llegan, sobre todo, personas refugiadas de Siria, Irak y Afganistán, como es el caso de Farizeh (nombre falso), madre de tres hijos que espera otro bebé. Se ha establecido con su familia en el campo de Kara Tepe, en Lesbos, donde Médicos Sin Fronteras lleva un seguimiento de su embarazo: «Hace tanto frío que ya no salimos de las tiendas ni siquiera durante el día. No hay sistema alguno de calefacción y solo tenemos algunas mantas para protegernos. No hay electricidad para cocinar y todo está sucio y cubierto de barro. Las duchas y los retretes tampoco se pueden utilizar», explica esta afgana de 33 años. Y añade: «Lo único que queremos es salir de aquí y vivir en un lugar con dignidad».
Un deseo que demasiadas veces se torna utópico. Los campos de refugiados comenzaron a crearse a mediados del siglo pasado para dar a las personas que huían de sus países un lugar de acogida donde pudieran alimentarse, recibir atención sanitaria y pedir asilo para seguir su camino. Desde entonces, no existe una normativa sólida ni un organismo a nivel mundial que regule la situación de millones de refugiados. Por eso muchos asentamientos han pasado a convertirse en un vacío legal y geográfico que condena a las personas al olvido.
Mohammed: «Mentalizarme de que debía cuidar a mi hermano pequeño me dio fuerza para pasar aquellos 15 años en el campo de refugiados»
El caso de Omar Mohammed, que pasó 15 años de su vida en un campo de refugiados de Kenia, es ilustrativo: él y su hermano menor eran apenas unos niños cuando fueron separados de su madre y obligados a huir de Somalia al país vecino por culpa de una guerra endémica. «Desde los cuatro años a los 18. Toda mi infancia y mi adolescencia las he pasado en una tienda de campaña sin agua corriente. Cada día debíamos esperar horas en largas colas para poder llenar un bidón de agua potable y, desde luego, no comíamos todos los días», recuerda al teléfono este somalí que consiguió asilo en Estados Unidos y protagoniza la novela gráfica Cuando brillan las estrellas (Maeva), de la ilustradora Victoria Jamieson, donde se relatan algunos de sus años en el asentamiento keniata. «Mentalizarme de que debía cuidar a mi hermano pequeño por encima de todo, que nunca debía verme llorar ni temer por nuestra vida en un lugar donde estábamos permanentemente expuestos, fue lo que me dio fuerza para pasar todos aquellos años en los que no veía una salida», recuerda.
Ese es el mayor drama de quienes viven en un campo de refugiados, más allá del hambre, las enfermedades o el miedo: la falta de perspectivas de futuro. «Cuando hablaba con las personas de un asentamiento a las afuera de Salónica, en Grecia, las quejas por las condiciones físicas no afloraban hasta los 15 minutos de conversación», explica Trives. «Su primera reclamación era, desde el primer minuto, el tiempo que llevaban esperando a que les den una solución. Eso es lo que les genera desesperanza, desazón, apatía y, en muchos casos, unas depresiones tremendas», detalla. Un caso extremo de esta provisionalidad es el del Sáhara Occidental: más de 150.000 personas de su población originaria viven en los campamentos de Tindurf desde hace 45 años, cuando se desplazaron a Argelia por la ocupación de Marruecos. Mientras la ONU no encuentra una solución para el pueblo saharaui, este asentamiento desértico, que depende enteramente de la ayuda humanitaria, se ha convertido para muchos en su país inopinado.
Sin luz al final del túnel
Ebbaba Hameida nació en el campamento de Tindurf, pero su celiaquía fue –ironías del destino– la que le permitió salir de allí de niña y tener una vida más allá de las tiendas de campaña. Una ONG la llevó con cinco años a una familia de acogida en Italia para tratar su enfermedad. A los diez volvió al asentamiento, pero ya tenía pasaporte (un tesoro inalcanzable para la mayoría), y eso le permitió viajar más tarde a España y labrarse una carrera como periodista. Hoy trabaja en RTVE.
«Tuve muchísima suerte, allí es casi imposible plantearse un futuro», cuenta Hameida. Y añade: «Muchos tienen carreras, han estudiado en Argelia y en Cuba, pero deben volver al asentamiento y no tienen ninguna posibilidad de desarrollar su profesión. Es un lugar en el que no se puede ni siquiera producir cultivos, porque todo es desierto. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a ser nómadas, como mi abuela, que vive de sus camellos, de sus cabras… Solo así puedes lograr ser autosuficiente, pero son pocos casos. Saber que todo lo que tienes depende de ayuda externa es muy duro. Así es imposible realizarse como persona».
Ferreres: «El dolor de dejar un país es mucho más acusado para los refugiados porque han tenido que irse en contra de su voluntad»
Los asentamientos no siempre tienen el aspecto de inmensas extensiones caóticas plagadas de tiendas de campaña. A veces se improvisan en una nave industrial o en aeródromos abandonados. Otros se confunden con las aldeas de alrededor, como los que rodean la carretera que recorre la provincia de Cabo Delgado, al norte de Mozambique, hasta la ciudad de Pemba. «El Gobierno les da a los desplazados una parcela para que se construyan una casa de barro o adobe con una letrina», explica Patricia Postigo, que ha sido coordinadora médica de Médicos Sin Fronteras en esa zona hasta hace unos meses. Son desplazados en su propio país: «Huyen de los insurgentes, que son milicias que asaltan las aldeas de noche y les obligan a dejar sus casas y a esconderse en la selva». En muchos casos, los acogen familias locales de otros pueblos. «Llegan a vivir más de 30 personas en una misma casa. Eso es un problema grave, porque hablamos de hogares que ya eran muy pobres y precarios, y de pronto hay que alimentar a mucha más gente, se generan muchos más residuos y, desde luego, es imposible mantener una distancia de seguridad en pandemia», denuncia Postigo.
Refugiados en tiempo de pandemia
Desde la organización sostienen que la movilidad no ha cesado, pero las limitaciones convierten muchos de estos movimientos en situaciones más complejas, difíciles y en ocasiones, más arriesgadas que en otros momentos. El impacto de la pandemia ha reducido flujos de entrada y salida en muchos países, y personas que habían iniciado su trayecto, forzadas por circunstancias en sus lugares de residencia, por la existencia de conflictos o violencia extrema, sistemáticas vulneraciones de derechos o persecuciones por razones políticas, étnicas, religiosas o sexuales han visto cómo los trayectos se han convertido, en muchas ocasiones, en periplos aún más peligrosos y sin salida.
La situación de los desplazados se ha agudizado durante la pandemia, especialmente por los cierres de fronteras. Según explica un portavoz de CEAR, «la precariedad de las condiciones sanitarias de muchos campos ha hecho saltar las alarmas ante una posible llegada de la covid-19, pero enfermedades como el cólera ya habían impactado en los últimos años en campos como el de Dadaab en Kenia o el de Cox’s Bazar en Bangladés, y los de Tanzania vivieron hace pocos años un brote de ébola». De hecho, relata, el campo de Kakuma en Kenia justo había superado un brote de cólera cuando se declaró la emergencia sanitaria por la covid-19, lo que explica que haya sido de los pocos campos que, en un corto plazo de tiempo, haya podido identificar espacios que podrían servir para la cuarentena en caso de llegada del coronavirus, acondicionando zonas de aislamiento ya usadas con anterioridad.
Hameida: «Saber que todo lo que tienes depende de ayuda externa es muy duro; es imposible realizarse como persona»
Oksana (nombre falso), de Ucrania, es consciente de que no hubiera podido huir de su país si la guerra hubiera coincidido en el tiempo con la pandemia. «Cuando acabé la carrera de enfermería con 19 años me obligaron a trabajar en condiciones de explotación en hospitales situados en pleno conflicto bélico», relata. Al poco tiempo logró huir a España, donde hoy tiene una vida, un trabajo y un hogar por medio del programa de Provivienda. «Nada de esto hubiera sido posible si hubieran cerrado las fronteras», reflexiona.
Muchas veces tiende a pensarse que un refugiado ha solucionado su vida cuando le otorgan ese estatus y logra instalarse en otro país. Pero, para muchos, ahí comienza una de las fases más duras de su odisea. «Cuando llegas a un país extranjero, seas solicitante de asilo o migrante, se produce inevitablemente el duelo migratorio», explica Áurea Ferreres Esteban, responsable de Coordinación Técnica del Programa Refugiados de Fundación Juan Ciudad, que da respuesta a las necesidades de acogida e integración del creciente número de personas solicitantes de protección internacional en España. «El hecho de llegar a un lugar nuevo y dejar atrás un entorno, una familia, unos amigos, unos sabores, un clima, unos códigos de comunicación, unas referencias culturales, un estatus… es una pérdida, es un dolor. En el caso de los refugiados es mucho más acusado porque han tenido que irse por un motivo concreto, sin haberlo planeado, en contra de su voluntad. Por eso es normal que presenten cuadros de ansiedad y depresión, incluso cuando han dejado atrás todo el horror que los obligó a escapar». La experta concluye: «No debemos pensar que deben sentirse felices de estar en un país seguro y, en muchos casos, más desarrollado. A la mayoría le gustaría volver a su vida de antes en el país donde nació».
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