Sociedad
«Ya nadie habla de los de abajo porque es más épico hablar de socialcomunismo y antifascismo»
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COLABORA2021
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Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) nos atiende en mitad de una vorágine de entrevistas y firmas de libros por el 23 de abril. ‘Feria’, su ensayo autobiográfico publicado en Círculo de Tiza, ha sido un éxito de ventas y una pequeña revolución en el debate público. En él, pone en solfa el estilo de vida que se asocia a la generación ‘millennial’, esa que se sigue llamando joven aunque está ya pasando la treintena. También pide volver a poner en cuestión el marco izquierda-derecha y reivindica el regreso a la España Vacía.
¿Está Feria dirigida tan solo a una cierta burbuja intelectual urbanita? Se podría decir que para la mayor parte de los treintañeros de España, aunque la edad de estabilizarse haya incrementado, sigue ‘siendo normal’ quedarse a vivir en el pueblo y tener hijos.
Feria está dirigida, precisamente, a todo lo que queda fuera de la burbuja intelectual urbanita. Siempre calibro la sociedad a ojo de buen cubero, tomando como referencia la clase de primaria del colegio público al que fui en Aranjuez. De entre los treinta que éramos tan solo dos tienen hijos. La tercera seré yo, que estoy embarazada. Y la mitad –o más– no vivimos aquí. Así que te diría que no: no es lo normal tener críos antes de haber cumplido treinta, ni poder quedarse sin penuria en los lugares de origen. Hace cuatro años había más madres de cuarenta en España que de veinticinco. Ahora, la edad media para tener el primer hijo es de más de treinta y dos años. Y, a la vez, el vaciamiento del entorno rural español es una realidad desde hace ya décadas: en 2019, España tenía ya cuatro provincias en las que más de la mitad de su población vivía fuera. La metropolización de Madrid y Barcelona, como señalaba y analizaba muy bien un reportaje de El Confidencial, está vaciando incluso las provincias más ricas. Y la precariedad del territorio rural español es una realidad. Creo que mi generación ha hecho muy bien en señalar las condiciones materiales que nos llevan a vivir como eternos adolescentes, del 40% de paro juvenil a la desindustrialización de España y su conversión en un país de sol y playa a costa de ser modernos europeos. Pero la crisis también es de valores. Pensamos que sobre nuestras cabezas no sobrevuela imperativo alguno, que la juventud se alargará hasta el infinito. Que basemos nuestra identidad en el consumo, en ‘tener que hacer muchas cosas antes de asentarnos’ o en relaciones sean cada vez más líquidas son un síntoma de progreso, no imposiciones. Todo modelo económico tiene, por supuesto, una cara antropológica, una visión del mundo que corre pareja a él, que lo alimenta y del cual se alimenta. En cualquier caso, no creo que, sin padrinos ni contactos, y desde una editorial tan pequeña como es Círculo de Tiza, Feria hubiera llegado a tantos lectores si apelara a esa burbuja intelectual urbanita que mencionas. Porque, aunque sus preocupaciones, vivencias y cosmovisiones están muchas veces sobrerrepresentadas en todos los ámbitos de la cultura y el periodismo, son un grupo muy reducido.
«La polarización social es azuzada de arriba a abajo por un puñado de votos o ‘clics’»
Llegas a reivindicar con ironía el célebre discurso de El Fary. ¿El hombre nunca debe de blandear?
¡Ni el hombre ni la mujer! Creo que el ideal es –por mucho que caigamos en el adanismo del hombre moderno, no podemos subvertir siglos de historia y memoria– el de la nobleza y fortaleza de cuerpo y espíritu, y que ello no es sinónimo de esconder, desatender o tener una relación patológica con nuestras debilidades y flaquezas. Sobre qué ocurre con ‘las masculinidades’, te diría que muchas cosas, pero seguramente un hombre sepa responder mejor. Mi intención con este capítulo que mencionas, donde reproduzco casi al completo el parlamento del hombre blandengue de El Fary, era visibilizar, desde la ironía, la banalización de dos términos: fascismo y machismo. Si todo es fascismo, nada lo es. Del mismo modo, si que me pongan a mí la Coca-Cola y a mi novio la caña es machismo, nada lo acaba siendo, y eso es peligroso. Caemos en la misma brocha gorda de anteayer, en el mismo maniqueísmo del que nos quejamos, y no solo con este asunto. Siempre tendemos a pensar, como hombres y mujeres modernas que somos, que estamos creando aquello que, aun siendo nuevo (o precisamente por eso), será definitivo. Que nadie impugnará nada de los cambios que queremos traer al mundo. Y en el mejor de los casos esta es una actitud inocente. En el peor, ridícula. ¿Por qué la rueda debería pararse después de nosotros?
¿Te preguntamos siempre si te consideras feminista?
Tan solo me lo han preguntado una vez, para la entrevista que hice con El País, y eso que he ido a una media de dos o tres desde noviembre. Pero, si así hubiera sido, no me habría sorprendido: se le ha preguntado sistemáticamente a toda mujer a la que se ha entrevistado desde hace tres o cuatro años, de actrices a banqueras. Supongo que el motivo era que el feminismo daba visitas y likes, bien mediante el titular adulador de su labor o a través de la cagada del personaje que correspondiera, que pasaba a ser el blanco de la ira de ese día en redes.
Coco de la izquierda identitaria y musa de la derecha. ¿Se siente cómoda con cualquiera de las dos etiquetas? ¿O el problema es intentar leer Feria en esas coordenadas?
No creo que sea ni una cosa ni la otra. Y mucho menos fuera de las redes. Gracias a Dios, el mundo todavía no es Twitter, por mucho que lo reduzcamos a él los que trabajamos en los medios, la cultura o la política. Y así nos luce el pelo. La polarización social es azuzada de arriba a abajo por un puñado de votos o de clics, y eso es triste y feo. Ya nadie habla de los de abajo porque es más épico hablar de socialcomunismo y de antifascismo. Lo decía Diego Garrocho en un texto magistral: de repente, los pobres han dejado de existir. Los mensajes que me llegan por Instagram, por Twitter o al mail de gente que no conozco, o lo que me transmite la gente en las firmas, tiene poco o nada que ver con las coordenadas políticas en las que se sitúe Feria. La mayoría de ellos me hablan de sus familias, de sus pueblos, de los hijos que no pueden tener, de la sensación de haberse ido a Madrid por imperativo y del vacío de después. Pero tampoco me molesta que se lea ‘Feria’ en términos políticos porque claro que tiene un sustrato político: mi manera de ver el mundo es, desde cría, relacionando el adentro con el afuera, por eso incluyo desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco hasta la entrada del euro o la globalización, que viví de niña a través de la pérdida de sentido de la profesión de mis abuelos feriantes.
«Los críos no viven de biberones: también de horizonte, y nuestros padres, a diferencia de nosotros, lo tenían»
A esta pregunta anterior ha llegado a responder que se define como «antiliberal». ¿Qué significa exactamente?
Tampoco es una pregunta que me hayan hecho tanto. Pero significa impugnar el marco, el tablero, ser crítico con el liberalismo tanto en su cara material –esa que hace que un pequeñísimo porcentaje de la población tenga un enormísimo porcentaje de la riqueza– mientras nuestros líderes y lideresas, del PSOE o el PP (no te digo ya de los patriotas de corchopan de Vox) hablan de que «no es momento de tocar los impuestos», el paro juvenil supera el 40% y las colas del hambre no paran de crecer. No obstante, ser ‘antiliberal’ también es impugnar el marco antropológico del liberalismo, el que tiene que ver con la visión del mundo que corre pareja al modelo económico. Identificar cómo, vivencialmente, nosotros también nos inscribimos en ese marco que tanto detestamos, vivimos de acuerdo a sus valores, celebrándolos, incluso, como conquistas. Significa, también, saber que no es el individuo, sino la comunidad, la medida de todas las cosas. Estoy leyendo Memorias y libelos del 15M de Ernesto Castro justo ahora, y pensaba en cuán extraño es, diez años después, que alguien cuestione el marco, que ponga de manifiesto que lo que tenemos tras una década de aquello es un bipartidismo de bloques en el que ya no se habla de los de arriba y los de abajo sino, más que nunca, de izquierdas y derechas, incluso de fascismo y comunismo, cuando el gran peligro sigue siendo el liberalismo. Decir esto ahora es extraño. Me ocurrió hace poco que una chica que reseña libros con relativo éxito en Instagram, hija de una grandísima fortuna madrileña y que se piensa seguramente a sí misma como una persona progresista, que reseñó Feria y dijo que yo sentía nostalgia de «cuando las pensiones las pagaban los españoles», acusándome entre líneas de racista. Era su lectura y su simplificación de una discusión que reproduzco en el libro, en la que yo defiendo cómo el capitalismo global extrae mano de obra a precio de saldo de unos países para enriquecer a otros, y le roba personas a los que anteayer les robó oro o coltán –o les sigue robando– y señalo este fenómeno como una nueva forma de colonialismo. Decir que el capitalismo global funciona obligando a millones de personas a abandonar sus países de origen en busca de una vida digna, impidiéndoles pagar las pensiones de sus abuelos porque «les necesitamos» resulta rancio y terrible. Me gustaría que esta chica pudiera preguntarle a algún inmigrante de algún país pobre, si es que ha visto uno de cerca alguna vez, si le ha sido agradable abandonar su casa, a su familia y su país, sus raíces. Y también si criticar y oponerse a un modelo económico global que fuerza a millones de personas a arriesgar incluso su vida en el camino para pagar nuestras pensiones es ‘facha’, como ella misma calificaba, o sentido común. O que se pregunte a sí misma por la fuga de cerebros de españoles de la que tanto se hablaba, también, en el 15-M, y como lo veíamos como una tragedia: igual resulta que lo racista es juzgar con una vara de medir distinta dos caras del mismo fenómeno, porque unos sean blancos y europeos, y los otros «la interna» o «la chica», como llaman algunos de los de su clase social a sus empleadas.
Escribió una carta a su futuro hijo dentro del libro antes de saber que iba a ser madre. ¿Cómo ha cambiado ese capítulo al releerlo ahora?
Pues no lo he releído desde que me enteré de que estaba embarazada porque me entran ganas de llorar cuando lo hago, pero creo que no tocaría ni una coma.
¿Recuperan ya a Ramiro Ledesma más personas a las que, sociológicamente, solemos considerar de izquierdas?
No he visto, fuera de la literatura, a personas sociológicamente de izquierdas recuperar a Ledesma Ramos. Supongo que te refieres a Cristina Morales con Los combatientes, y a mi mención en ese capítulo en el que le hablo a mi hijo. Fíjate, un chaval me reprendió en Instagram por hacerlo, sin saber siquiera a qué obra concreta me estaba refiriendo. Le parecía mal que hubiera mencionado a Ledesma Ramos y sintió que debía decírmelo. El libro al que me refiero es El Quijote y nuestro tiempo, donde un jovencísimo Ledesma Ramos hace una lectura muy bella de la obra de Cervantes y la relaciona con algunas reflexiones sobre la juventud. Se la recomendé y espero que le haya gustado. Cuando vea la foto de Iglesias posando con Teoría del partisano de Carl Schmitt se la va a caer un ojo y luego el otro. Por mi parte, no me avergüenzo de leer a Ledesma Ramos, ni a la de Concha Espina de El metal de los muertos, ni los Cantos de Ezra Pound, de quien también hablo en ese capítulo de Feria. Lo cito, por cierto, junto a Pasolini, con quien tiene unos vídeos preciosos recitando que harían volarle los sesos a más de uno. Así que allá quien quiera seguir quemando libros, quien quiera constreñirse disfrutando únicamente de la literatura con la que comparte ideario y juzgar a la del pasado con ojos de presente. Yo personalmente leo a estos anteriores y también a otros que menciono en Feria: a Machado y a Lorca, a Giner de los Ríos, a Pasolini o a Lunacharski.
Reivindica volver a las raíces y los valores familiares más cercanos a la generación de sus padres, los babyboomers, pero precisamente esa quinta creció enfrentándose a los valores tradicionales del Franquismo…
A lo que te refieres, supongo, es a cuando hablo de que me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad. ¿A quién no? Los salarios de los jóvenes en los ochenta eran un 50% más altos de los que tenemos ahora. Con mi edad, mis padres estaban ya pagando una hipoteca y a punto de tener a su segundo hijo. También tenían un coche en propiedad. Mi madre se compró la Thermomix con el dinero que ahorró cuando dejó de fumar. Sobre todo, en el horizonte tenían confianza en el progreso, porque así lo habían experimentado. No solo de biberones viven los críos: también de horizonte, y nuestros padres lo tenían. Por eso nosotros no tenemos críos, además de porque no podamos pagar hipotecas ni coches y porque ‘tengamos que hacer muchas cosas antes de asentarnos’ o nuestros parámetros para fundar una familia sean más altos. Creo que la fe en el progreso se ha quebrado en nuestra generación, y es normal. Los boomers combatieron los valores tradicionales del franquismo, claro que lo hicieron, aunque varias generaciones anteriores también, no es su patrimonio exclusivo. Pero no entiendo muy bien esta parte de la pregunta, ¿acaso hay algo de malo en combatir el franquismo y sus valores?
¿Lo que para una generación fue un marcador de clase para la siguiente es transversal?
Creo que, más que hablar de generaciones, deberíamos hablar de clases sociales. Lo que durante años fue estigmatizador para el lumpen –de la música que sonaba a organillo hasta las chupas de Chevi o los aros de oro– ahora es signo de estatus y de ausencia de clasismo para las clases medias. Una forma puramente estética de quitarse sus prejuicios de encima.
¿Tirar petardos aunque molesten a los perros es un acto político?
No lo creo, ¿no? Es una práctica común entre niños en las fiestas, o al menos lo era cuando yo era cría, aunque me daban miedo. Prefería las bombetas, que hacen menos ruido y no asustan a nadie, ni siquiera a mí misma. Supongo que en una sociedad como la nuestra, con más perros que niños, en la que muchos ponen en su cuenta de Instagram o de Twitter que son padres y/o madres de canes, en la que no tenemos animales sino mascotas, ver como algo a extinguir no solo los petardos, sino también los niños que quieren tirarlos, es lo político. Los críos que los tiran dudo que tengan conciencia política de algo, ni siquiera conciencia prepolítica de que molestan con ello a nadie, humano o perruno. Hace unos meses, antes del confinamiento, veía a una mujer progresista, leída, que participa en medios y en debates públicos, subir a sus stories una captura de una conversación de WhatsApp con una amiga suya en la que se veía la imagen de dos críos tirando petardos y el texto «potenciales violadores». Quiero pensar que era una broma, pero considerar esta broma es graciosa es más político, seguramente, que mi primo tirando en la era petardos que compra a escondidas.
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