Opinión

Qué nos puede enseñar el coronavirus de la esperanza

Después de un desastre, sea provocado por el hombre o por la naturaleza, ¿se vuelven las personas más altruistas, ingeniosas y valientes? En ‘Un paraíso en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre’ (Capitán Swing), Rebecca Solnit explora cómo las sociedades se han reconstruido sobre sus ruinas tras grandes calamidades, desde el terremoto de San Francisco al huracán Katrina.

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03
diciembre
2020

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Un desastre comienza de repente y nunca llega a terminar del todo. En muchos y cruciales aspectos, el futuro no se parecerá al pasado, ni siquiera al pasado más reciente, al de hace uno o dos meses. Ni la economía, ni las prioridades, ni la forma en que vemos el mundo serán lo que eran a principio de año. Los cambios concretos resultan casi increíbles: grandes empresas como General Electric o Ford se adaptan para fabricar respiradores, los Gobiernos se vuelven locos buscando equipos de protección, vemos vacías y en silencio las calles que siempre rebosaron bullicio, la economía se hunde. Todo lo que era imparable se ha detenido, y todo lo que era imposible —mayores derechos y prestaciones para los trabajadores, prisioneros liberados, esos billones de dólares que Estados Unidos va a poner sobre la mesa— ya ha sucedido.

En medicina, la palabra «crisis» hace referencia a la encrucijada a que se enfrenta un paciente en su evolución, el momento crucial en que se decide su recuperación o su muerte. «Emergencia» viene de «emerger», como si describiera eventos que nos expulsan de lo conocido a un territorio inexplorado, como si nos viéramos obligados a reorientarnos urgentemente. La raíz griega de la que procede «catástrofe» indica un cambio brusco en los acontecimientos.

Hemos llegado a una encrucijada, hemos abandonado la supuesta normalidad, los acontecimientos han sufrido un brusco cambio. En este momento, nuestra tarea –la de quienes no estamos enfermos, no trabajamos en primera línea frente al virus, tenemos un techo sobre nuestras cabezas y no atravesamos grandes dificultades económicas– es tratar de entender el momento: qué se exige de nosotros, qué posibilidades se han abierto.

Los desastres (término que etimológicamente significa «desventura», estar «bajo un mal signo») transforman a la vez el mundo y la manera en que lo percibimos. La perspectiva cambia, cambia lo relevante. Lo débil se rompe bajo una presión inédita, lo que era fuerte resiste, lo que estaba escondido se hace visible. El cambio no es solo posible, es inevitable: nos arrolla y arrastra consigo. Cambiamos también nosotros, reordenamos prioridades y una conciencia más acuciante de la propia mortalidad hace que abramos los ojos al preciado valor de la vida. Ni siquiera ese «nosotros» es ya el que era, pues, separados de los compañeros de clase y del trabajo, compartimos la nueva realidad con desconocidos. El ser humano formula su propia identidad a partir del mundo que le rodea. Lo que ahora tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos.

«Lo que ahora tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos»

Mientras la pandemia ponía la vida patas arriba, escuché a muchos quejarse de su dificultad para concentrarse en algo o para ser productivos. Sospecho que era porque todos estábamos inmersos en otra tarea, más importante. Pasa lo mismo durante un embarazo, o cuando nos recuperamos de una enfermedad, o cuando somos pequeños y damos el estirón: estamos trabajando, no dejamos de trabajar, sobre todo cuando parece que no hacemos nada. Por debajo del nivel de la conciencia, nuestro cuerpo crece, se cura, produce, transforma, alimenta. Mientras nos esforzábamos por entender los datos y los procesos científicos del desastre en curso, nuestra psique hacía algo equivalente. Había que adaptarse a cambios sociales y económicos profundos y estudiar las posibles lecciones del desastre. Había que prepararse para un mundo que no vimos venir.

[…] Al término de una tormenta, el aire queda limpio de las partículas de materia que enturbiaban la visión. Es entonces cuando alcanzamos a ver más lejos y con mayor claridad. Al término de esta tormenta, bajo una nueva luz, tal vez podamos repensar dónde nos encontrábamos y a dónde podemos ir, como les sucede a quienes sobreviven a un accidente o una grave enfermedad. Tal vez nos sintamos libres para buscar cambios que nos parecían imposibles cuando el hielo del statu quo bloqueaba el camino. Es posible que nos veamos a nosotros mismos, a nuestras comunidades, a nuestros sistemas de producción y a nuestro futuro de manera profundamente diferente.

En el mundo desarrollado, los cambios más inmediatos han sido espaciales. Nos hemos quedado en casa, quienes tenemos casa, y hemos evitado el contacto con los demás. Hemos dejado las escuelas, los centros de trabajo, los congresos, las vacaciones, los gimnasios, las tareas y los recados, las fiestas, los bares, las discotecas, las iglesias, las mezquitas, las sinagogas; hemos dejado de lado el bullicio y el ajetreo del día a día. La filósofa y mística Simone Weil le escribió a una amiga que se encontraba lejos: «Amemos esta distancia, toda ella entretejida de amistad, pues quienes no se aman no pueden ser separados». Nos hemos separado para protegernos. Y a pesar de la necesidad de mantener la distancia física, hemos encontrado formas de ayudar a los más vulnerables.

«Mientras nos esforzábamos por entender los datos y los procesos científicos del desastre, nuestra psique hacía algo equivalente»

Desde Filipinas me escribió mi amigo Renato Redentor Constantino, activista climático, y me dijo: «Las muestras de amor de las que somos testigos nos recuerdan por qué el ser humano ha logrado sobrevivir tanto tiempo. Asistimos día tras día a actos heroicos de valor y civismo, en nuestros barrios, en otras ciudades y otros países, ejemplos que nos susurran que los expolios de unos pocos no aguantarán contra las legiones de hombres y mujeres tenaces que se niegan a participar en la desesperación, la violencia, la indiferencia y la arrogancia a las que parecen empujarnos, ansiosamente, estos que se dicen líderes».

Me pregunto si, cuando cortemos por fin la transmisión de la enfermedad, seremos capaces de reflexionar sobre los otros vínculos que hemos creado, acordarnos de cómo nos organizamos y se organizaron los productos y servicios de que dependemos. Tal vez le demos mayor importancia al contacto directo, a la cercanía. Es posible que los europeos que cantaron juntos desde los balcones y aplaudieron juntos al personal sanitario y los estadounidenses que salieron a cantar y bailar en las periferias residenciales hayan adquirido una nueva noción de pertenencia. Quizá respetemos más a los trabajadores que producen nuestra comida y nos la traen a casa.

No es fácil quedarse quieta. Pero a lo mejor tampoco nos apetece correr como hacíamos antes y optamos por abstenernos del trajín; a lo mejor algo de esta quietud se queda con nosotros. Podemos recapacitar, ver si es sensato importar de otros continentes los productos de los que dependen nuestras vidas —medicamentos, equipos sanitarios—, ver lo vendidos que estamos cuando las cadenas de suministro operan a partir del principio del justo a tiempo. Creo que la oleada neoliberal de nuestra época comenzó por privatizarnos las emociones, arrebatándonos lazos sociales y la noción de un destino común. Es posible que la experiencia compartida de este desastre revierta el proceso. Que una nueva comprensión de nuestra pertenencia al todo, de nuestra dependencia de él, aliente respuestas climáticas más ambiciosas. Al fin y al cabo, estamos descubriendo que los cambios repentinos y profundos sí son posibles.


Este es un extracto de ‘Un paraíso en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre‘, de Rebecca Solnit (Capitán Swing).

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