Opinión

James Bond contra el Dr. Brexit

A lo largo de los años, el fenómeno James Bond ha servido para tratar una gran variedad de cuestiones ideológicas como la identidad británica en la escena política internacional, la ética imperial, nociones sobre lo masculino –¡y lo femenino!– o el capitalismo de consumo en la sociedad de masas. En el profesor y ‘bondólogo’ Eduardo Valls lo aborda en ‘James Bond contra el Dr. Brexit: nuevos contextos ideológicos para 007’ (Guillermo Escolar Ed.)

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30
octubre
2020

La mitología de James Bond ha demostrado servir, a lo largo de los años, para problematizar nociones sobre identidad británica, ética imperial, cuestiones de masculinidad e ideología de clase media comodificada. Las valoraciones críticas sobre el fenómeno James Bond, por muy radicales que sean en sus postulados, tienden a coincidir en que el personaje de 007 ha conseguido tocar la fibra sensible del inconsciente colectivo a fuerza de explorar innumerables dinámicas ideológicas compartidas por las cuestiones arriba mencionadas. «No fue ningún accidente», sostiene Christoph Lindner, que el fenómeno –primero en forma literaria, luego cinematográfica– «arrancara en los años cincuenta» del siglo XX (2005: 236) al objeto de reformular «conflictos ideológicos» propios del momento a través de una «ficción geopolítica» conformada o inspirada por «una circunstancia geopolítica real» (Lindner, 2009c: 87). La circunstancia en cuestión era, naturalmente, la influencia marginal que apenas ejercía Gran Bretaña en el concierto político internacional tras la desamortización de su imperio (c. 19451950) (Black, 2001: 50), mientras que la «ficción geopolítica», por su parte, no era sino la fantasía de que la capacidad de Reino Unido para dar forma al mundo más que desaparecer se había transformado. A decir verdad, según este postulado, el imperio, con su carga ideológica de grandes ilusiones, su ímpetu masculino, su civilización de clase media estable y predecible, por no hablar de su cautivadora capacidad de «agencia» habría quedado reprimido, no suprimido, esto es, se habría convertido en «secreto».

De igual modo, tanto los libros de Ian Fleming como la larga y longeva serie de filmes producida por EON Productions Ltd. lograron propiciar una «particular concepción del crimen a gran escala» (Lindner, 2005: 236) que, a su vez, reunió un público contemporáneo en cuya conciencia colectiva resonaría profundamente semejante crimen [a gran escala]. Al ampliar por primera vez el alcance de la visión criminal con objeto de incluir delitos contra la humanidad, y luego ubicar tales delitos en el orden de la postguerra mundial –por muy ficticios y fantásticos que resultaran– Fleming impregnó la imaginación popular cultural con una suerte de aprensión que no se ha disipado desde entonces. (…) Tras los ataques terroristas del 11 de septiembre, esta misma aprensión se ha multiplicado enormemente.

Es innegable que el «fenómeno James Bond anticipó de manera inquietante el estado actual de terrorismo global, no solo en su estrategia, sino también en su representación» (Watt, 2005: 246); como tampoco pueden negarse los modos como los filmes de James Bond han abordado, han representado y han servido para plantear problemáticas como, entre otras: las ansiedades propias del nuevo milenio en relación con la tecnología y el cuerpo (Willis, 2009: 174-176); innumerables fantasías masculinas puestas en escena a través de escenarios –cada vez más complejos– de políticas de género (Tremonte y Racioppi, 2009: 187-189) o los conflictos entre identidad británica y cosmopolitismo en la crisis del Estado-Nación (Chapman, 2005a: 130-131; McMillan, 2015: 196-198). A través de una cuidada orfebrería de cine popular, en la que descuellan filigranas de fantasía glamurosa como los «gadgets, las chicas Bond y el continuo viajar por el mundo» (Lindner, 2005: 237), la mitografía de 007 se ha vuelto capaz de representar y negociar prácticamente casi todas las ansiedades culturales contenidas en los órdenes geopolíticos mundiales del presente y el pasado reciente, logrando adaptar el discurso a las circunstancias concretas de cada momento histórico por medio de una narrativa muy dúctil y maleable, pero al mismo tiempo eminentemente reconocible.

«La mitografía de 007 se ha vuelto capaz de representar y negociar prácticamente casi todas las ansiedades culturales del presente y el pasado reciente»

El puesto de esta narrativa en el contexto coyuntural histórico de cada presente ha constituido y constituye el ímpetu principal que mueve a buena parte de la crítica bondiana. La forma de leer al personaje a lo largo de los años, su manera de relacionarse con escenarios culturales cada vez más complejos y dispares en relación con el contexto político que vio nacer e inspiró la figura de James Bond interesa a la crítica profesional porque permite concebir a 007 como un signo abierto y cerrado al mismo tiempo; conformado por una serie de principios relativamente bien definidos, pero al mismo tiempo suficientemente imprecisos como para poder canalizar a través de él fantasías sobre ansiedades colectivas de muy diverso tipo y condición: James Bond es británico, sí, pero paradójicamente solo reafirma, exhibe y realiza dicha condición en un contexto necesariamente cosmopolita; las negociaciones del género por parte del personaje van desde el machismo sin ambages de las primeras iteraciones cinematográficas (Sean Connery y George Lazenby, aunque este en bastante menor medida) hasta los matices de masculinidad rota interpretados por Pierce Brosnan, pasando por tonos camp fácilmente reconocibles –aunque nunca considerados lo suficiente para mi gusto– en la versión irónica de Roger Moore; la noción cultural de «agencia», en fin, también varía en muy distinto grado y pasa por categorías a su vez muy diversas: el uso de la fuerza bruta por parte de Daniel Craig –evocador en este sentido del héroe de acción norteamericano en la era Reagan (Funnell, 2011: 462), aquel al que aspiró convertirse Timothy Dalton con poco éxito– contrasta inmediatamente con la elegante competencia háptica, «techno-friendly» de Pierce Brosnan, cuya aproximación al uso de la tecnología le permite ejercer una influencia incorpórea sin precedentes.

Estas y otras cuestiones de similar naturaleza y alcance han sido tratadas a lo largo de las décadas (desde los primeros trabajos de Umberto Eco en los años sesenta, hasta el boom de la crítica bondiana en la primera década de 2000) a través de distintas revisiones críticas del personaje. Ahora bien, la realización de los peores miedos que expresa M (Judi Dench) en Skyfall acerca de la transformación de los paradigmas geopolíticos y la incorporación a estos de fuerzas transversales al Estado-Nación ha dado lugar, por su parte, a una serie de contextos que no solo parecen haber complicado la lectura del personaje, sino también, incluso, su propia representación.

En febrero de 2017, cuando apenas si echaba a andar la pre-producción de la vigesimoquinta película de James Bond, Sin tiempo para morir (No Time to Die, 2020), Neil Purvis y Robert Wade, coguionistas de la cinta, comentaron las múltiples dificultades que se planteaban al desarrollar una nueva aventura de 007 en el contexto político contemporáneo. Neal Purvis decía lo siguiente al respecto:

Con gente como Trump, el villano de Bond se ha hecho realidad, de modo que, cuando produzca la nueva, será interesante ver cómo gestionan el hecho de que el mundo se ha vuelto en sí una fantasía. En cada película hay que poder decir algo sobre el lugar de Bond en el mundo, que es el lugar de la Gran Bretaña en el mundo (…). Pero las cosas cambian con tanta rapidez hoy en día que la cosa se ha vuelto harto complicada de hacer. No tengo claro ya cómo se pone ahora uno a escribir una película de James Bond. (…) Pero tengo claro que James Bond sigue siendo más necesario que nunca (apud Field y Chowdhury, 2019: 902-903).

Skyfall

Purvis menciona a Trump y el «lugar de Gran Bretaña en el mundo» como puntos cardinales del espacio geopolítico en el que opera el personaje. La identificación de Donald Trump como enemigo de James Bond resulta ser una metáfora bastante feliz, tanto en su significado profundo como en su forma. De una parte, remite a una «resignificación» (o por lo menos un intento de reinterpretación) del enemigo del Estado como intérprete autárquico del propio Estado, el cual, a su vez, legitima la voluntad individual de su poder ejecutivo en contra y a pesar, precisamente, de dicho Estado (léase así la postura de valedor de los «desposeídos» contra la globalización alentada por Washington y que adopta Donald Trump para ahormar en una sola identidad colectiva a sus votantes). Ya en Skyfall (2012), como antes señalaba, M (Judi Dench) advertía de que los nuevos enemigos serían «individuos», no «Estados-Nación» u otras estructuras funcionales en el contexto histórico de la postguerra mundial (SK). Lo que M no expresaba con tanta claridad era la posibilidad de que dichos individuos operaran desde estructuras de poder del estado para actuar en contra de dichas estructuras o, al menos, apoderarse de ellas en beneficio de una agenda personal ajena a la razón de estado, como ocurre con Trump (este es el motivo subyacente al reciente impeachment). Dominic Greene (Mathieu Amalric), a través de Guy Haines (Paul Ritter), en Quantum of Solace (2008), y Blofeld (Christoph Waltz), a través de C / Max Denbigh (Andrew Scott) en Spectre (2015), ponen en práctica esta suerte de colusión contra el Estado dentro del propio Estado. De otra parte, la teatralidad de Trump siempre ha sido característica de los enemigos de Bond, como atestiguan, entre otros, Gustav Graves (DAD) o Elliott Carver (TWINE). El afán depredador de Trump en términos financieros rivaliza con los de Alec Trevelyan (GE), Max Zorin (AVTAK) o, en tiempos más remotos, el propio Auric Goldfinger (Zorin y Goldfinger, a propósito, guardan parecido físico, en cierto modo iconográfico, con el propio Trump); mientras el sentimiento nacionalpopulista con el que opera la acción política de Trump viene sugerido, por ejemplo, en el propio personaje de Blofeld (la tapadera de SPECTRE en Operación trueno (1965) resulta ser una organización no gubernamental de nombre International Brotheroof for Assistance of Stateless Persons, «Hermandad Internacional para la Asistencia a Refugiados»). Por último, el uso político –por acción u omisión– que hace Trump de las fake news lo vincula directamente con el ya mencionado Elliott Carver (TND).

La problemática que genera la actual posición de Gran Bretaña en el mundo (y en Europa singularmente) se vincula directamente con el problema cultural que Trump epitomiza. La aparición del Brexit, incluso antes de la consulta pública de 2016 (cuesta llamarlo «referéndum» realmente) en el horizonte político británico, no es sino la consecuencia de un intento por «resignificar» las estructuras de estado en Reino Unido a mayor gloria exclusiva de un sujeto político coyuntural y, como poco, artificioso (si no directamente espurio) pero que conforma también un presunto bloque hegemónico e incuestionable en apoyo del líder. Este proceso de resignificación, al igual que en el caso de EE. UU., pasa por redefinir las instituciones como obstáculos más que como estructuras articuladoras, es decir mediadoras, entre el sujeto político y su representante, de suerte que el peso específico de una mayoría popular a todas luces poco cualificada –en términos habituales de teoría política– acaba ejerciendo más fuerza como supuesto mandato popular que los acuerdos a los que pudiera llegar el Parlamento británico al respecto.

«El puesto de James Bond en el mundo es el puesto de Gran Bretaña en el mundo»

El cesarismo de nuevo cuño implícito en todo este proceso suele organizarse en torno a una gran tarea histórica de proporciones épicas, recreada en una narrativa bien definida que, más allá de su funcionalidad o legitimidad, representa por fuerza un cambio de paradigma cultural e identitario. El Brexit, en este caso, se propuso como una recuperación de la grandeza británica (monopolizada por el nacionalismo inglés), la cual se había perdido –sostienen según qué ideólogos– tras situarse Reino Unido bajo la tutela efectiva de la Unión Europea; en cierto sentido, el Brexit convocaba a la población a aunar esfuerzos de abnegación y sacrificio colectivo con objeto de restablecer la posición dominante que otrora permitió al imperio vencer, por ejemplo, en las guerras napoleónicas o en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el resultado general de la operación, al menos hasta el momento, ha sido el contrario: el nacionalismo escocés tiene hoy mayor ímpetu –y mayor representación– que nunca en la historia de Reino Unido; las negociaciones sobre la salvaguarda irlandesa han revelado una voluntad neo-colonial por parte de Inglaterra hacia Irlanda del Norte; la desafección de la población galesa por el proyecto, claramente de estirpe nacionalista inglesa, hizo que buena parte del voto favorable a la salida de la UE en País de Gales se produjera en zonas con alta concentración de expatriados ingleses (Dorling y Tomlinson, 2019); y, en fin, hasta una colonia tan peculiar como Gibraltar –de facto uno de los últimos bastiones del imperio– votó masivamente en contra de los intereses conservadores ingleses. En pocas palabras, el Brexit supone una reivindicación de la identidad británica como identidad propia del imperio (no se entiende la construcción política llamada «Gran Bretaña» sin el proyecto político expansivo que había tras ella ab origine), pero el proceso político que discurre en paralelo a dicha reivindicación, ¡oh, paradoja!, ha logrado precisamente todo lo contrario, a saber: vaciar la identidad británica de contenido y revelarla de facto como un constructo político en cierto modo indefinido, pero conlonizado por lo inglés. Apunta por tanto el Brexit, en este contexto, al colapso de la identidad británica, desvirtuando de ese modo justo aquello que el proyecto en sí pretendía recuperar.

No es esta una cuestión menor en relación con la mitología de 007 porque, como ya se ha comentado, el puesto de James Bond en el mundo es el puesto de Gran Bretaña en el mundo. No se trata solo de que el imperio, y su extensión cultural, la idea de lo británico, formen parte del imaginario que conforma la mitología bondiana, no; se trata de que la naturaleza del personaje solo se explica como expresión a la vez esotérica (privada, emocional) y exotérica (pública, racional) de lo británico, como negociación dialéctica entre lo inglés, lo británico y lo cosmopolita. Una cuestión por tanto como el Brexit, que interviene de forma decisiva en la revisión cultural contemporánea de lo británico, no puede dejar incólume el carisma político del personaje en tanto que extensión problematizada del imperio.

En pocas palabras, los fenómenos culturales que encarnan tanto Trump como el Brexit generan paradigmas de un nuevo contexto ético, estético, literario, cinematográfico y cultural, que resulta particularmente novedoso por cuanto afecta a los fundamentos de la identidad de 007. No es de extrañar, por tanto, que estos nuevos contextos dificulten la lectura y la representación del personaje, más quizá si cabe –puede al menos argüirse– que en pasadas ocasiones, pues el cambio afecta al propio sistema semiótico encargado de dotar al personaje de identidad.


Este es un fragmento de ‘James Bond contra el Dr. Brexit: nuevos contextos ideológicos para 007’, de Eduardo Valls (Guillermo Escolar Ed.). 

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