Opinión

Perdiendo la Tierra

Quizás, tras sufrir los imprevistos efectos de la COVID-19, sea ahora el momento de dar una oportunidad al planeta y repensar nuestro papel en él, como ya pedía Miguel Delibes hace casi cuatro décadas.

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28
julio
2020

Las consecuencias catastróficas del cambio climático provocado fundamentalmente por el aumento de dióxido de carbono en la atmósfera ligado al desarrollismo industrial se predijeron hace más de 40 años, desde principios de los años 80, como explica Nathaniel Rich en su ensayo Perdiendo la Tierra (Capitán Swing). En este ensayo, tras dieciocho meses de investigación y más de cien entrevistas, el escritor estadounidense concluye que, pese a lo que ya entonces era una evidencia científica, las grandes corporaciones industriales y las más poderosas administraciones se conjuraron para hacer creer a la opinión pública que la realidad no era tal. De que en los años 80 –e incluso antes– ya existía evidencia científica de que, si la humanidad desarrollada no cambiaba de rumbo, el planeta tendría un final trágico, tenemos ejemplos importantes en España. En el discurso de acceso a la Real Academia Española de la Lengua que pronunció Miguel Delibes el 25 de mayo de 1975, el escritor castellano ya afirmaba: «La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieran utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a pique, arrastrando a culpables e inocentes, una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para retinar sus propios compartimientos?».

Aquel discurso –titulado El sentido del progreso desde mi obra, y editado en octubre de 1979 bajo el título Un mundo que agoniza– fue criticado en su día como un discurso no literario y catastrofista, propio del carácter taciturno de Delibes, pero en el 2020, cuando celebramos el centenario del nacimiento del escritor, resuena en la lejanía como un grito profético y desesperado para llamarnos la atención frente a la devastación que el hombre está provocando en la nave por la que viaja a través del cosmos. Un arca preciosa y acogedora que irracionalmente nos empeñamos en seguir degradando, poniendo en riesgo nuestra misma supervivencia como especie.

En aquella disertación evocaba Delibes algunas referencias a su obra que ya perfilaban su posición radical sobre el tema. Particularmente se refería a su novela Parábola del náufrago (1969), una novela fantástica «donde el poder del dinero y la organización –quintaesencia de este progreso– terminan por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad».

«Delibes ya abogaba hace décadas por un progresismo que no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo»

Delibes ya abogaba entonces por «el verdadero progresismo que no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la naturaleza, ni en sostener a un tercio de la humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia. El autor auguraba que los países evolucionados se impondrían el «desarrollo cero» y procurarían que los pueblos atrasados se desarrollasen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base. Esto no supondrá –argumentaba– renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendrá dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas: será un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarán de existir países imperialistas y países explotados. Simultáneamente, «se procurará armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de manera racional y ordenada». El grito de Delibes, que ahora escuchamos desde la lejanía, era un grito no solo en favor del planeta sino en favor de la humanidad.

Delibes y el objeto-centrismo

Años después, en 1990, Octavio Paz, en el discurso pronunciado en el banquete tras recibir el Nobel de Literatura, además de seguir alertando de los riesgos que conllevaba nuestro sistema de vida para la naturaleza, también ponía en el centro la defensa del hombre. «La vida en nuestro planeta corre graves riesgos. Nuestro irreflexivo culto al progreso y los avances mismos de nuestra lucha por dominar la naturaleza se han convertido en una carrera suicida. Por eso cualesquiera que sean las formas de organización política y social que adopten las naciones, la cuestión más inmediata y apremiante es la supervivencia del medio natural. Defender a la naturaleza es defender a los hombres».

Pero, volviendo al escritor castellano y su «mundo que agoniza», arremetía Delibes en aquel provocativo discurso contra el capitalismo y el consumismo, como «sistemas que convierten al ser humano en una pieza más –e insignificante– de este ingente mecanismo». «El juego consiste en producir y consumir, de tal modo que en la moderna civilización, no sólo se considera honesto sino inteligente, gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve en persuadirnos de que nos son necesarios», decía.

También pronosticaba la obsolescencia programada: «El desarrollo exige que la vida de estas cosas sea efímera, o sea, que se fabriquen mal deliberadamente, supuesto que el desarrollo del siglo XX requiere una constante renovación para evitar que el monstruoso mecanismo se detenga». «Con la superfluidad es la fungibilidad la nota característica de la moderna producción porque, ¿qué sucedería el día que todos estuviéramos servidos de objetos perdurables? La gran crisis, primero y, después, el caos. Apremiados por esta exigencia, fabricamos, intencionadamente, telas para que se ajen, automóviles para que se estropeen, cuchillos para que se mellen, bombillas para que se fundan. Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante renovación de los objetos», sostenía.

También introducía Delibes términos nuevos como objeto-centrismo, al que calificaba de una nueva religión que había sustituido al antropocentrismo renacentista, cómo éste previamente lo hiciera con el teocentrismo medieval. «El objeto-centrismo ha eliminado todo sentido de elevación en el hombre, le ha hecho caer en la abyección y la egolatría. La alienación se produce entonces como fenómeno general y masivo. La rutina laboral genera el gregarismo en los ocios, de forma que todos los hombres se procuran análogas distracciones y unos mismos estímulos, por lo general, no fecundadores, ni liberadores, ni enaltecedores de los valores del espíritu. El hombre, de esta manera, se despersonaliza y las comunidades degeneran en unas masas amorfas, sumisas, fácilmente controlables desde el poder concentrado en unas pocas manos».

La posverdad climática

Años más tarde, José Saramago, otro gran Nobel unido a España, recreaba en La caverna (2000) el mito platónico. Sin embargo, en esa novela la caverna a la que enfrentaba nuestra imagen era la de un gran centro comercial donde el hombre cubre todas sus necesidades sin tener que salir a la luz: trabaja para el centro, consume y vive en él. Como explicó el propio Saramago con motivo de la publicación de la novela en España en una entrevista concedida a El País, «al igual que en la alegoría de Platón, los prisioneros creen que ven y describen las cosas reales cuando solamente ven y describen sus sombras o apariencias. La ausencia de comunicación es total en un centro comercial, el comprador no necesita intercambiar ninguna frase con el dependiente, a diferencia del diálogo inevitable que se establece en una tienda pequeña. Pero, junto a esa circunstancia, el único espacio público del mundo de hoy es un centro comercial. Antes las gentes se reunían en las plazas o en los jardines, pero ahora ya no son lugares seguros. Los grandes almacenes son, a la vez, las nuevas catedrales y las nuevas universidades». De nuevo, el objeto-centrismo como religión que ya predijera Delibes.

La llamada de alerta para que protejamos al planeta si queremos proteger al hombre, al ser aquel el único lugar donde puede desarrollarse la vida, tuvo también un reflejo más cercano en el discurso que Sandra Myrna Díaz –Premio Princesa de Asturias a la Investigación Científica y Técnica 2019, junto con Joanne Chory– pronunció con motivo de la recepción del prestigioso premio. En él, la bióloga argentina trenzó letras y ciencia definiendo a la naturaleza como «el tapiz de la vida, del que formamos parte, que nos entreteje y nos atraviesa».

«¿Estamos aún a tiempo de retejer el tapiz de la naturaleza y de re-entretejernos con él?»

«La naturaleza es fundamentalmente relaciones, es un construir y moler y rehacer siempre con los mismos materiales. Todas las personas, y también los bacalaos, los tigres, las lombrices, los tomates que languidecen en el supermercado y las levaduras que levantan el pan, estamos hechos con los mismos átomos que se vienen tejiendo y destejiendo y retejiendo desde hace millones de años. Estos átomos antiguos primero formaron parte de esa persona que dibujó el bisonte en Altamira, no muy lejos de aquí; luego se reciclaron para formar a los murciélagos que dibujó Goya y para formarlo a Goya mismo; luego Goya y sus murciélagos acabaron en el compost, entonces algunos de los átomos fueron a formar los jazmines y las hormigas de García Lorca y las cebollas y las abejas de Miguel Hernández, y otros átomos cruzaron el mar, algunos como madera de un barco, otros como algunos de mis antepasados, que iban dentro del barco, otros átomos más se hundieron en el mar y ahora son parte de los bacalaos», desarrolló la científica en su hermoso alegato.

«Y en este maravilloso entremezclarse, el alquimista supremo son las plantas. Lo damos por sentado, pero cada día las plantas verdes llevan a cabo el increíble acto de transformar las moléculas inanimadas del aire, el agua y el suelo en vida para todo el planeta y también en alimento, cobijo e historias, para los seres humanos. Por eso, esta idea de que la naturaleza está afuera, de que no tiene que ver con ustedes es, en todo el sentido de la palabra, una posverdad», concluyó la premiada.

Esa posverdad –que, volviendo al último libro de Nathaniel Rich, se empeñaron en difundir en los años 80 aquellas compañías solo inspiradas por el afán excesivo de acumular riqueza– es la misma que hoy se empeñan en afirmar ciertas administraciones dominantes y dominadoras del mundo, como ha puesto de manifiesto su ausencia, por ejemplo, en la COP25. Olvidan que, como afirmó también Myrna Díaz, «siguiendo las leyes de la física y la biología, si demasiadas hebras se devoran o se desechan en un sitio del tapiz inevitablemente se producen rajaduras y agujeros en otros sitios del tejido, y no estamos hablando de unos pocos agujeros, hay cada vez más agujeros y están muy mal distribuidos, en un proceso de injusticia ambiental global a una escala inédita».

¿Estamos aún a tiempo de retejer el tapiz y de re-entretejernos con él? La científica argentina consideró que, aunque va a ser difícil, lo estamos. Lo que resulta evidente es que el tiempo es cada vez más corto y, si lo perdemos, acabaremos «perdiendo la tierra» y abocando al hombre a su extinción como especie. Quizás, tras sufrir los imprevistos efectos de la COVID-19, sea ahora el momento de dar una oportunidad al planeta y repensar nuestro papel en él.

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