Opinión

La esperanza está en nosotros

Si las capacidades racionales de la especie humana han permitido construir normas morales generalmente aceptadas a partir de las propias tendencias cooperativas propias de nuestra naturaleza, nuestro futuro depende de que esos principios se impongan sobre el individualismo y el «egoísmo biológico».

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17
marzo
2020

«Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla».
Adam Smith en La Teoría de los sentimientos morales.

En estos tiempos de crisis uno tiene la tentación de considerar a la humanidad perdida. El deterioro alarmante del medio ambiente, las interminables guerras, las nuevas formas de terrorismo o las diversas manifestaciones del egoísmo sin límites de individuos que intentan acaparar las riquezas del mundo, parecen enfrentarnos a un escenario descorazonador en el que el hombre se abocara a la propia destrucción. Sin embargo, ese escenario que nos lleva a imaginar un futuro distópico es similar a otros que han tensionado la evolución del ser humano desde que puebla la tierra. Guerras, hambrunas, invasiones, catástrofes naturales y epidemias son un denominador común de todas las épocas.

El hombre se enfrenta a la lucha interna entre el bien y el mal, pero la propia evolución y los avances morales alcanzados nos demuestran que la especie humana solo ha podido llegar hasta aquí venciendo esas pulsiones negativas, mediante la cooperación y la colaboración. Como sostiene el naturalista inglés Colin Tudgequien contradijo la extendida tesis del «egoísmo biológico» en su libro Por qué los genes no son egoístas (Arte Editorial, 2014)–, la vida, desde sus formas celulares más primarias a las más complejas, ha evolucionado gracias a la cooperación.

Para Tudge, biología y sociología convergen en la conclusión de que, aunque la lucha y la competencia sean una realidad, la base fundamental en el ámbito de la vida está configurada por la colaboración. «Aunque la competición es una cuestión inevitable, la esencia de la vida es la cooperación. La vida no es una pelea, es un diálogo, y un diálogo constructivo a fin de cuentas. Si no lo fuera, no habría vida en absoluto. La vida no es lucha, sino diálogo y simbiosis. Es cierto que, en algunas ocasiones, en el diálogo se puede dar competición; pero la esencia del diálogo es la cooperación», insiste Tudge.

«Aunque la lucha y la competencia sean una realidad, la base de la vida está en la cooperación»

Que la solidaridad y el altruismo están presentes en la humanidad lo prueban no solo multitud de ejemplos heroicos –desde los jóvenes que desembarcaron en las playas de Normandía para liberar a Europa del nazismo a los trabajadores de Fukushima que se quedaron en la planta para paliar los efectos del tsunami en el reactor nuclear, o los bomberos neoyorkinos que acudieron a las torres gemelas antes de su derrumbe, por poner algunos ejemplos– sino el propio desarrollo socioeconómico, comercial y normativo, y el sometimiento voluntario de millones de personas a reglas y normas comúnmente aceptadas. Basta ver cómo funciona cualquier gran ciudad para convenir que en el ser humano ha primado la colaboración.

¿Contamos con una predisposición natural para el comportamiento moral? Algunos primatólogos, como el holandés Frans De Waal, comprobaron en sus investigaciones con primates indicios de comportamientos morales como la ayuda mutua, el consuelo, o la reconciliación.

Como expone De Waal en La edad de la empatía (Tusquest, 2009), dichos comportamientos demuestran la existencia de ciertas habilidades que predisponen para la vida en común. No habla De Waal de normas morales inscritas en nuestra naturaleza, sino que esta proporciona una estructura psicológica y un conjunto de habilidades y tendencias que favorecen la vida en grupo y predisponen la conducta hacia un comportamiento socialmente pacífico. Esa base biológica de la propia racionalidad y experiencia es la que ha permitido al hombre dotarse de normas más complejas, abstractas y generales hasta alcanzar un modelo de norma moral.

En palabras del profesor Muñoz Miralles (autor de La cuestión del origen evolutivo de la moral en el primatólogo Frans De Waal), «frente aquellos […] que componen una descripción de la evolución en la que todo comportamiento obedece a la postre a intereses egoístas, De Waal enfatiza la acción constructiva para la convivencia social que, como ya había percibido Darwin, desempeñan unos genuinos instintos sociales. En consecuencia, la moralidad humana no debería interpretarse hobbesianamente como una imposición externa encargada de reprimir unos instintos egoístas y competitivos, sino más bien como una extensión de las tendencias sociales heredadas».

«La base biológica de la racionalidad es la que nos ha permitido dotarnos de normas complejas hasta alcanzar un modelo de norma moral»

Para el primatólogo holandés, la moral no surge primariamente como remedio racional para evitar la lucha grupal, sino que la biología habría dotado a los individuos de tendencias favorables a la misma, revelando una tendencia empática a establecer modelos de conducta pacífica. De Wall sigue el razonamiento del propio Darwin cuando, en El origen del hombre escribió que «todo animal, cualquiera que sea su naturaleza, si está dotado de instintos sociales bien definidos […], inevitablemente llegaría a la adquisición del sentido moral o de la conciencia cuando sus facultades intelectuales llegasen o se aproximasen al desarrollo a que aquéllas han llegado en el hombre».

Una reciente investigación de la que se hacía eco hace días el diario El País, realizada por el Instituto de Aprendizaje y Ciencias del Cerebro de la Universidad de Washington, ha concluido que el altruismo podría comenzar en la primera infancia. En el estudio –con una muestra compuesta por más de 100 bebés de 19 meses– los investigadores comprobaron que los niños, incluso con hambre, le daban lo que tenían a un extraño que lo necesitaba.

La habilidad de la gente para asociarse, para trabajar conjuntamente por objetivos comunes es lo que constituye según Fukuyama –utilizando la terminología acuñada por Lyda Judson Hanifan– el capital social, que depende del grado en que las comunidades comparten valores y normas y de cómo son capaces de subordinar los intereses individuales a los de grupo.

Para el politólogo y sociólogo estadounidense de origen japonés, la disminución de la confianza y de la sociabilidad –la falta de capital social– en una sociedad determinada se evidencia en el crecimiento de la violencia, en la degradación de la familia, en una ausencia general de valores compartidos y de sentido comunitario, y en el deterioro o en la falta de estructuras sociales intermedias que componen la sociedad civil.

En su libro Confianza: Las Virtudes Sociales y la Creación de Prosperidad (Atlántida, 1996), Fukuyama expone cómo los actores económicos se apoyan unos en otros en base a la confianza mutua, que nace de un conjunto de costumbres, y usos basados en hábitos éticos y en el cumplimiento de obligaciones morales recíprocas. El sociólogo concluye que las sociedades humanas más avanzadas son aquellas en que existe una mayor grado de confianza y una más perfecta cooperación entre los diversos actores económicos.

«Como ocurriera en otras épocas no tan lejanas, algunos líderes parecen empeñados en primar los intereses de ciertas minorías privilegiadas»

Si las capacidades racionales de la especie humana han permitido construir normas morales generalmente aceptadas a partir de las propias tendencias cooperativas implícitas en nuestra naturaleza –que nos han permitido triunfar frente a esas otras tendencias egoístas y competitivas, también presenten en la misma– el futuro de la humanidad depende de que esas normas morales se impongan, como lo han hecho hasta nuestros días, sobre el individualismo y el «egoísmo biológico». En esa tarea tienen particular responsabilidad los líderes sociales y los mandatarios políticos. Hoy, como ocurriera en otras épocas no tan lejanas, algunos de esos líderes parecen empeñados en primar los intereses de ciertas minorías privilegiadas y romper los lazos cooperativos que las sociedades han construido.

En la lucha por la defensa de dichos valores morales, los ciudadanos tenemos en nuestra mano –al menos en los estados democráticos– la responsabilidad de vencer nuestras tendencias egoístas si adoptamos conductas cooperativas y altruistas y defendemos con nuestro voto en las urnas los valores y normas que han permitido avanzar, a pesar de los pesares, a la humanidad. Dicha responsabilidad se nos presenta como un deber para con las generaciones futuras que incluye, en el sentido que sostiene Hans Jonas, el hacer posible que ellas mismas sean capaces de reconocer su propio deber y su propia capacidad ética para perfeccionar la tendencia natural a la cooperación y al altruismo.

No quiero terminar estas líneas sin hacer un reconocimiento expreso a todos aquellos que asumiendo su responsabilidad y mostrando la mejor cara del ser humano están luchando en primera línea del frente contra el Covid19. Ellos son una muestra más de que, frente a los retos inciertos del futuro, debemos estar esperanzados y confiar en las capacidades cooperativas y altruistas de nuestros congéneres. La esperanza está en la cooperación.

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