Opinión

Maldita máquina de azúcar

La máquina que los seres humanos creamos para satisfacer nuestras necesidades ahora nos obliga a consumir para satisfacerla. No podemos pararla. Y si el azúcar sirve para engrasar sus engranajes, tendremos azúcar hasta el hartazgo.

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09
enero
2020

Ocurrió hace dos años, justo después de las dilatadas fiestas navideñas. Entraba por la puerta del instituto –algo dilatado yo también– cuando aquella cosa apareció enfrente de mí. La visión de un alienígena no me hubiera sobrecogido más. Era negra, luminosa y un poco más alta que una persona. En un lateral tenía varios botones que, sin duda, servían para activarla. En la parte de abajo había una extraña apertura y, en el centro, una abigarrada mezcla de colores brillantes, formas y marcas.

El instituto en el que trabajo es un espacio sobrio, con fachadas de ladrillo caravista, columnas de hormigón desnudo y paredes de cartón yeso, como si con su sobriedad estructural quisiera decir que lo importante es el contenido y que los protagonistas son el conocimiento y los valores que han nutrido a tantas generaciones. En aquellas fechas había por las paredes cientos de postales navideñas sobre ideas como la solidaridad y la igualdad. En la pared de enfrente lucían unos bonitos carteles pintados sobre cartulinas de color malva para combatir la violencia machista. En otra pared, junto a la gran cristalera, había quedado un antiguo mural sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio de la ONU. Y, en medio de todo ello, aquel extraterrestre, aquella máquina, ajena a todo, tan fuera de lugar como un filete de carne roja en una frutería.

Según la OMS, la obesidad temprana es uno de los problemas de salud pública más graves de nuestro tiempo

Estaba tan asombrado que ni pude indignarme. Incluso me costó dar la primera clase. No volví a verla hasta la hora del recreo. Me encontré allí con un compañero que sí estaba enfadado, y mucho. Resulta que es activista anti-azúcar y había tenido tiempo de enviar varios correos a la Dirección con informes sobre todas las enfermedades que producen ciertos tipos de bebida y comida azucarada. Yo no había llegado tan lejos. Solo quería expulsar aquel cuerpo extraño del instituto, pero no por nada en concreto, sino porque su mera presencia allí me resultaba perturbadora. Pero mi colega tenía razón. La cuestión del azúcar no es nada despreciable. La obesidad temprana es, según la OMS, uno de los problemas de salud pública más graves de nuestro tiempo. Las escuelas tenemos la oportunidad y la obligación de prevenirlo, igual que hacemos con las otras drogas o con la educación sexual-afectiva.

Los profesores pensamos que sería buena idea convertir aquello en una oportunidad pedagógica. Tapamos los opciones con carteles parecidos a los de las marcas, con las mismas tipografías, pero con las dolencias que causa su consumo. Como logotipo central usamos una alegoría del azúcar, con una caña en una mano y una guadaña en la otra. Lo cierto es que, contra todo pronóstico, nuestra cómica intervención permaneció allí casi dos semanas.

Después tuvimos que seguir viéndola durante un tiempo en el hall del instituto, altiva y extranjera, hasta que un día de febrero entré por la puerta y de pronto ya no estaba. Ufano de mí, pensé que habíamos ganado. Supe, tiempo después, que estaba guardada bajo llave en una pequeña salita que solo se abría en las sesiones de tarde, para suplir el servicio de cafetería. Pero para entonces ya me había dado cuenta de que aquella máquina era imparable. No esa, que no era más que una mera extensión, una sinécdoque si se quiere. Sino la otra. Esa que los seres humanos creamos para satisfacer nuestras necesidades y que ahora nos obliga a consumir para satisfacerla a ella. Esa máquina que mueve el mundo, que invade nuestras vidas, nuestras casas, hasta nuestras venas.

Sus mecanismos son bien sencillos –lucro, oferta y demanda– pero tienen una contrapartida: para que funcione correctamente no puede parar de crecer nunca. Y si el azúcar sirve para engrasar sus engranajes, tendremos azúcar hasta el hartazgo, se extenderá por todos los productos procesados; y cada vez habrá más y más plástico, y más cartón, y más envíos, y más… Y más refrescos. Porque si los consumimos también en el cole, además de en casa y en la calle, mejor. Para ella no hay límites éticos: eso son cosas de las personas, no de objetos racionales como ella.

Estoy seguro de que conseguiremos legislar y solucionar la cuestión del azúcar: nos va la vida en ello

Estoy seguro de que conseguiremos legislar y solucionar –pues nos va la vida en ello– la cuestión del azúcar. Taparemos el parche, como hicimos con el tabaco, pero el problema es mucho mayor. El problema es que hemos puesto la razón al servicio de los deseos. Y los deseos, como sabemos, son infinitos. Esta razón irracionalizada nos está obligando a consumir más de lo que necesitamos. Y eso no puede llevar a otro lado que no sea la enfermedad. Si no es con el azúcar, será la sal o la grasa, o el tamaño, o el sexo, o la ansiedad de los gadgets, o el consumo audiovisual… No podemos pararla. Pero no porque sea invulnerable, ni maquiavélica, ni una conspiración secreta. No podemos pararla porque dependemos de ella. Porque si no se venden más automóviles, más ocio, más noticias o más turrones navideños, peligra nuestro medio de vida, o el de un socio o cliente o contribuyente con el que estamos engranados.

Las Navidades –o fiestas del solsticio de invierno– eran originalmente una época de descanso y comunión para compartir unas nueces o castañas asadas con nuestros allegados y cantar junto a ellos melodías sencillas acompañadas con instrumentos de factura casera, como la zambomba. Hemos convertido aquel recogimiento original en una odisea de excesos que apenas podemos concluir intactos. Y cuando todo termina celebramos las cifras de los empleos generados y las ganancias producidas.

Aquellos excesos, según decían en la radio mientras conducía hacia el trabajo, habían sido maravillosos. Pero a mí me resultaban terribles, sentía mi cuerpo contaminado, lento, deformado. Estaba deseando llegar al instituto para descansar, para refugiarme de toda esa sintaxis absurda. Me quedé paralizado al verla. No podía creerlo. Era como una broma macabra del destino encontrarme, también allí, con aquella maldita máquina.

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