Opinión

La Galaxia Gutenberg, o la razón y las palabras

«Cuanto más leamos, cuanto más enriquezcamos nuestras comunicaciones, más libres seremos y más capaces de formar nuestra propia y fundada opinión» reflexiona el abogado Luis Suárez Mariño.

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26
diciembre
2019
«No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente» George Orwell, 1984.

Tengo la suerte de tener entre mis amigos a Hans Meinke, quien dirigiera durante años el Círculo de Lectoresy lo llevara a tener un millón y medio de socios. Hans Meinke fue también fundador de la editorial Galaxia Gutenberg y durante años jurado de los Premios Príncipe de Asturias. Pasamos juntos muchas tardes de sábado tomando café en su despacho, acompañados por su esposa, Úrsula. Afable y conversador. Es un verdadero placer escuchar sus reflexiones sobre el mundo de la cultura, del arte, de la literatura; sus innumerables anécdotas, con insignes escritores, cineastas, artistas y políticos. Compartimos ideas y preocupaciones sobre los retos a los que nos enfrentamos hoy como sociedad, sobre las consecuencias que tendrá para las generaciones más jóvenes las nuevas tecnologías, su influencia en la comunicación y en la cultura; sobre las exigencias éticas que demandan los nuevos procesos tecnológicos, las ciencias, la biología, la nueva economía.

Precisamente en nuestro último café, a raíz de la desaparición del Círculo de Lectores y la asombrosa decisión de su último propietario, Planeta, de quemar las obras completas editadas por el Círculo, de autores imprescindibles: Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Octavio Paz o Carmen Martín Gayte, entre otros —ediciones que Carles Geli calificaba estos días (El País),  como «uno de los esfuerzos intelectuales y editoriales más importantes realizados en las últimas décadas en el ámbito literario en España»— hablamos sobre las analogías de nuestro mundo con el que ya anticipaba la  novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451  (1953), y la visión que de dicha novela realiza su más reciente versión cinematográfica, del director iraní-estadounidense Ramin Bahrani; película estrenada el pasado año y que, con independencia del valor que se le otorgue como obra cinematográfica, resulta valiosa en cuanto intenta adaptar la novela de Bradbury a los problemas que, en el mundo actual, plantea la comunicación humana, presidida por las pautas que imponen las redes sociales.

Desde Diocleciano y la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, la quema de libros ha sido una constante

Pero la quema de libros, no ya excedentarios, sino considerados prohibidos por inculcar ideas consideradas perversas desde el punto de vista político, moral o religioso no es una cuestión nueva o solo posible en un futuro distópico.

Ya Diocleciano tras el asedio a Alejandría ordenó quemar los libros de alquimia de la Biblioteca de Alejandría y, desde entonces, la quema de libros ha sido una constante. Incluso en el renacimiento, a finales del siglo XV, tras el triunfo de las tropas francesas sobre las florentinas, el fraile Savonarola, tras un incendiario sermón, alentó a las masas a quemar libros y obras artísticas consideradas inmorales, en la conocida como Hoguera de las vanidades.

Pero quizás la más conocida quema de libros de la que tenemos referencia sea la auspiciada por la asociación de estudiantes alemana, en contra de los escritores judíos, marxistas y de aquellos otros considerados contrarios al espíritu anti-alemán, que tuvo su culmen en la quema que se llevó a cabo la noche del 10 de mayo de 1933 en la Plaza de la Ópera de Berlín, delante de la Universidad Humboldt, y que, cómo el fuego, se propagó luego a más de 20 universidades alemanas.

También la Iglesia Católica, desde la Contra Reforma hasta el Concilio Vaticano II, mantuvo su índice de libros prohibidos, castigando a quienes los imprimieren o publicaren con pena de excomunión, lo que a la postre venía a demostrar el miedo que la Iglesia tenía, y que se mantuvo durante tantos siglos, a la razón, a la palabra, al verbo. Verbo con el que el mismo San Juan Evangelista equiparó a Dios (Juan, I.1).

Desde los  griegos a los estructuralistas la relación entre pensamiento y palabra ha sido una cuestión  por la que se han preguntado filósofos y lingüistas; hasta alcanzar su culmen con el llamado determinismo lingüístico, cuya máxima expresión y resumen sea quizás  la famosa hipótesis de Sapir-Whorf que mantiene que los pensamientos teóricos están basados y condicionados por el lenguaje; y que, en palabras del lingüista canadiense Ronald Wardhaugh, sostiene que «la estructura de una lengua determina la manera en la que los hablantes de esa lengua ven el mundo… y que la lengua es como una pantalla o filtro a través de cual se ve la realidad, determina cómo los hablantes perciben y organizan el que los rodea…»

A principios del milenio, antes del auge de internet, el que fuera director de la RAE, Fernando Lázaro Carreter, en una entrevista concedida a El País, alertaba ya de los peligros que conllevaba la pérdida de precisión y de matices en el uso del idioma; el más preocupante, el empobrecimiento del pensamiento, porque, según señalaba: «lenguaje y pensamiento van unidos. El lenguaje nos ayuda a capturar el mundo, y cuanto menos lenguaje tengamos, menos mundo capturamos, o más deficientemente» y, consecuentemente concluía, «una mayor capacidad expresiva supone una mayor capacidad de comprensión de las cosas. Si se empobrece la lengua se empobrece el pensamiento».

Para el insigne lingüista la causa de ese creciente empobrecimiento de la lengua no era otra que el desinterés de los políticos y los medios de comunicación por la enseñanza del idioma y su correcto uso, unido a la rapidez con que se producían los cambios y se transmitían las noticias.

Hoy el peligro no está tanto en la quema de libros, como en su olvido. En la sustitución de la palabra escrita y el discurso argumentado, cómo medio esencialmente humano de comunicación —creado y perfeccionado de generación en generación—, por el uso de la imagen y de los símbolos a través de las pantallas, como medio normalmente aceptado y generalizado de expresión de nuestros pensamientos y posiciones ante cualquier tema.

Cómo en un momento se nos advierte en la  película de Ramon Bahrani«la gente era libre de leer, pero ya nadie leía, la gente se limitaba a leer los titulares generados por un algoritmo».

Hoy nos movemos en un mundo en que predomina lo lúdico, el deseo pueril de entretenerse sin ningún esfuerzo, por eso triunfa la pantalla frente al libro, porque el segundo, frente a la primera, siempre requiere del esfuerzo de comprender, de prestar atención y de pensar.

Cuanto más leamos, más capaces seremos de discernir lo verdadero de lo falso, de huir de los cantos de sirena que nos dirige la sociedad de consumo

Como escribiera en un artículo publicado por The New York Times el propio Bahrani «a Bradbury le preocupaba que la gente solo leyera encabezados. Hoy parece que la mitad de las palabras en línea han sido sustituidas por emojis. Cuanto más erosionamos la lengua, más erosionamos nuestro pensamiento complejo y somos más fáciles de controlar. Bradbury temía la pérdida de la memoria. Hoy hemos decidido que Google y nuestras cuentas en redes sociales sean los guardianes de nuestros recuerdos, emociones, sueños y hechos»; y es que, además, eso lo hacemos, sin ni siquiera  leer las condiciones generales que nos exigen aceptar esas  plataformas digitales,  convirtiéndolas con un simple clic en dueñas de lo que en ellas publicamos, en señoras de nuestras vidas,  de nuestra historia personal, con capacidad, por tanto,  para  alterarla, suprimirla o utilizarla según su conveniencia.

Hoy, cualquier bulo en internet se puede llegar a propagar hasta el punto de convertirse —al menos por un tiempo— en real. Hoy los señores de la red de redes pueden llegar a alterar la realidad de las cosas, pueden crear «realidades alternativas», como ya predijera Bradbury en Fahrenheit 451presentando a Benjamin Franklincomo el fundador del departamento de bomberos creado en 1790 para quemar los libros de influencia inglesa de las colonias.

Reivindicar el valor de la razón y la palabra es, en definitiva, reivindicar el valor de la verdad y de su búsqueda, que es, a la postre, lo único capaz de hacernos libres, como también ya escribiera San Juan Evangelista (Juan VIII,32).

Veritas liberabit nos resulta ser, curiosamente, el epitafio de la sepultura de Marshall  McLuhan, quien fuera autor del libro que diera nombre a la editorial impulsada por Hans Meinke,  La Galaxia Gutenberg, libro  que también fuera editado por Circulo de Lectores y que, según su autor —uno de los mayores defensores del determinismo tecnológico y a quien se debe la autoría de la conocida  aporía  el medio es el mensaje— «trata de señalar el modo en que las formas de experiencia, de perspectiva mental y de expresión han sido alteradas primero por el alfabeto fonético, y por la imprenta después».

Desde que el hombre puebla la tierra ha buscado dar respuesta a las preguntas que nos interpelan, sobre la vida, nuestro destino en la tierra, nuestras relaciones con los demás. El terreno caminado en esa búsqueda ha dejado huella en los libros. A través de ellos (alfabeto impreso) y de la palabra no escrita (alfabeto fonético) ha pasado el saber humano de generación en generación.  Por eso, cuanto más leamos, cuanto más enriquezcamos nuestras comunicaciones, más libres seremos, más capaces de formar nuestra propia y fundada opinión, de desarrollar un pensamiento crítico, de discernir lo verdadero de lo falso, de huir de los cantos de sirena que nos dirige la sociedad de consumo, ofreciéndonos la felicidad, la juventud, la belleza, la libertad, por el simple hecho de comprar y consumir cualquier bien perecedero.

Siempre queda lugar para la esperanza. Gracias al empeño de ciertos periodistas en denunciar el error de Planeta, la editorial ha decidido finalmente no quemar las obras completas publicadas por el Círculo y ofrecer las mismas a la Biblioteca Nacional. También en Fahrenheit 451 unos reaccionarios, amantes de los libros y de la libertad, consiguieron preservar el saber, memorizando las obras inmortales de la literatura y a partir de ese empeño se abrió la esperanza de reconstruir la sociedad.

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