Opinión

En el corredor de la muerte

«Mi vida se paró en 1994». Detrás de la mampara de cristal, en una cabina minúscula y enfundado en un mono naranja que le señala como condenado a muerte, Pablo Ibar tiene claro en qué momento la vida pulsó la pausa. El periodista Nacho Carretero narra su historia en el libro ‘En el corredor de la muerte’ (Espasa).

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12
septiembre
2019

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«Hace poco tuve un sueño. En él salía libre y estaba en una limusina con Tanya y el resto de la familia. Y, de repente, les decía que pararan el coche, me bajaba corriendo y me ponía a comer pollo crujiente del Kentucky Fried Chicken como un loco, sin camisa. Pero al final, en todos mis sueños, aparece un guardia que me ordena entrar en la celda. Siempre me pasa. No soy libre ni en mis sueños. Nunca me voy a rendir. Soy un luchador. Pelearé hasta el último aliento que me quede por defender mi inocencia y por limpiar mi nombre. Yo no cometí esos crímenes».


Raidford es un cruce de caminos al norte de Florida, en el condado de Union, muy cerca de la frontera con el estado de Georgia. Unas trescientas personas viven en este pueblecito cuyo epicentro es una iglesia evangélica frente a una gasolinera y un pequeño supermercado en el que trabaja Nancy. Si entra un visitante, la joven le recomienda usar protector solar. Alrededor, medio centenar de casas prefabricadas sobre la hierba salpican un paisaje abandonado. Por los caminos no se deja ver apenas nadie. En as entradas de las casas yacen vehículos rancheras aparcados con banderas de Estados Unidos desgastadas, bicicletas viejas, juguetes de niños rotos, ropa tendida y sillas de plástico ennegrecido. Nadie parece albergar la mínima preocupación porque puedan llevarse sus pertenencias. Raidford es una comunidad tranquila, humilde, algo aislada y silenciosa.

En verano la temperatura rebasa los cuarenta grados. Cada cierto tiempo pasa un camión con varios jóvenes sentados en el remolque vestidos de operarios. Una señal en la parte trasera del vehículo explica: «Presos trabajando». En las cunetas y caminos se sucede esta suerte de advertencia. Son ellos los encargados del mantenimiento en este condado. Raiford alberga la más importante institución penitenciaria de Florida. La única que contiene un corredor de la muerte.

Llegó Pablo a él un mes después del veredicto. Esperó ese tiempo en la prisión de Miami porque tenia pendiente su juicio por allanamiento de morada: ese momento en el que entro en casa de los colombianos antes de que apareciese la policía. El corredor le recibió en julio, en pleno verano.

«Pablo miró a su alrededor: cuatro paredes desnudas, una cama, un pequeño aseo y una mesita con silla»

Los guardias le explicaron los horarios, cómo funcionaba aquel lugar, qué se podía hacer y qué no y después lo vistieron con un mono naranja, su única ropa en los siguientes años. Lo metieron en una celda individual del corredor y cerraron la puerta. Pablo miró a su alrededor: cuatro paredes desnudas, una cama, un pequeño aseo y una mesita con silla. Todo compactado en un espacio de dos por tres metros. Después buscó un ventilador, aire acondicionado, algo que aliviara el espeso calor que comenzaba a aplastarle allí metido. No encontró nada.

La primera noche la pasó empapado en sudor y sin dormir. A las cinco y media de la mañana los guardias empezaron a gritar: «Chow time!», que podría traducirse como «hora del rancho». Deslizaron por la abertura de la puerta de su celda una bandeja de plástico con algo parecido a comida. Pablo trató de tragar. Con el tiempo decidiría que, ese desayuno, lo guardaría para más tarde, ya que a esa hora le provocaba acidez. Volvió a tumbarse.

Pablo cayó en depresión. Se hundió en la tristeza. Comía poco, apenas dormía y no hablaba con nadie. Dos veces a la semana los dejaban salir al patio. Dos horas cada vez. Una de nueve a once de la mañana y la otra de una a tres de la tarde. En su primera salida tuvo una pelea. Un joven se le acercó y, sin mediar palabra, le agredió. Pablo se defendió con éxito. Era una especie de test. Como en la cárcel, pero esta vez rodeado de los peores criminales del estado. Tuvo que pelearse varias veces más, peleas muy desagradables, muy duras. En algunas de ellas los guardias no intervenían o intervenían tarde. La relación con ellos era imprevisible. Pablo, desde el principio, no tuvo demasiados problemas. Su actitud educada y estable hizo que le trataran bien y, al cabo de los años, alguno le decía que, si pudiera sacar a un solo preso de allí, sería él sin dudarlo.

También, sin embargo, padeció alguna situación desagradable. Un día discutió con un vigilante y este le espetó: «El otro [refiriéndose a Seth Peñalver] va a salir y tú te vas a pudrir aquí: no haberte quitado la capucha». Fue también testigo de abusos. En más de una ocasión vio cómo los guardias mezclaban justicia y venganza. Sacaban a algún preso de la celda con cualquier excusa, lo llevaban a una habitación sin cámaras y allí le daban una paliza. A alguno le llegaron a golpear con sillas. Con el tiempo logró ganarse el respeto de todo el entorno, presos y guardias.

«En su primera salida tuvo una pelea. Un joven se le acercó y, sin mediar palabra, le agredió. Pablo se defendió con éxito»

En el patio Pablo se dedicaba a jugar al baloncesto o a pasear mientras charlaba con algún preso. Básicamente lo hacía con uno llamado Álex, el único que Pablo veía como una persona más o menos cuerda, coherente. El resto le generaban una enorme desconfianza. Entre los presos había violadores, pederastas, asesinos en serie… Algunos de ellos, especialmente aquellos que habían cometido abusos sexuales contra menores, no salían al patio. Nunca. Si lo hacían, es probable que los matasen a golpes. Había gente que llevaba quince años metida en una celda de dos por tres metros.

En el corredor de la muerte

Pablo Ibar, en la cárcel de Florida.

El problema de la violencia en el corredor era que muchos de los presos no tenían nada que perder. Estaban condenados a muerte, sin posibilidad ni dinero para un recurso, con la convicción de culpabilidad y sin familia o amigos que los visitaran o mostrasen su apoyo. Tampoco tenían un trabajo. A diferencia de los presos comunes, los inquilinos del corredor de la muerte no podían emplear su tiempo en un oficio o actividad. No se les facilitaba un sentido a su vida. O lo que quedase de ella.

«Estaban solos, encerrados y esperando a morir. ¿Qué comportamiento puede derivarse de tal escenario?»

Estaban solos, encerrados y esperando a morir. ¿Qué comportamiento puede derivarse de tal escenario? La violencia era solo una forma más de expresarse. La estabilidad psíquica, un desafío. Muchos presos perdían el equilibrio mental. Pablo los veía pasear por el patio idos, incapaces de mantener una conversación coherente cuando, solo meses atrás, eran jóvenes aparentemente normales. Ese desgaste, ese daño silencioso y discreto, pero brutal, era lo que más afectaba a Pablo. Un puñetazo o una patada eran, al fin y al cabo, un síntoma previsible, comprensible casi. Pero la forma en que cada año decenas de presos perdían la cordura en el corredor era algo que a Pablo le destrozaba.

Otras dos veces a la semana tenían derecho a ducharse. Los presos eran esposados a través de la abertura de la puerta de la celda y conducidos en grupos a las duchas. Allí se les retiraban las esposas, les dejaban diez minutos para enjabonarse y después, de nuevo maniatados, eran dirigidos de vuelta a las jaulas, nombre con el que los presos se refieren a las celdas. Los días que no tenia derecho a ducharse, Pablo se aseaba en la pequeña pila de la celda. Por las tardes Pablo lloraba. Así pasaba las horas, metido en su cama llorando. No tenía fuerza para hacer nada más. Fue un guardia quien, al cabo de unos días, se le acercó y le dijo: «Tienes que llamar a tu familia, están preocupados».


Este es un fragmento de ‘En el corredor de la muerte’, de Nacho Carretero (Espasa). Movistar+ estrena esta semana una serie homónima basada en el libro que narra  la historia de Pablo Ibar.

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