Cambio Climático
Cambio climático: lo que la ciencia nos dice alto y claro
Dicen que la paciencia es la madre de la ciencia y, en materia de cambio climático, el refrán parece cumplirse. Decenas de investigaciones ratificadas una y otra vez alertan de que estamos ya en el tiempo de descuento para frenar las consecuencias del calentamiento global. Según los últimos cálculos de la ONU, nos queda una década. Ante la emergencia planetaria, los científicos continúan de manera incansable con una labor que emprendieron hace mucho tiempo, quizá más del que nos resignamos a admitir: demostrar que, si no actuamos, las consecuencias serán irreversibles.
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COLABORA2019
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Estados Unidos, año sin determinar. Los granjeros hace tiempo que son incapaces de sacar adelante los cultivos de trigo y otros cereales. Solo resiste el de maíz, y quién sabe hasta cuándo. Una fina capa de polvo cubre casi todo. Obliga a tener las casas cerradas a cal y canto e inunda los pulmones de una humanidad que tiene que empezar a buscar soluciones más allá de la estratosfera si quiere sobrevivir. Sobre ese planteamiento se basó Christopher Nolan en su laureada Interestellar, una cinta construida sobre un problema del todo real: el del cambio climático. Aunque no se nombra en ningún momento de forma explícita, el espectador sabe desde el primer minuto que esa es la razón por la que el ser humano decide lanzarse de nuevo al espacio.
La de Nolan no es, ni mucho menos, la primera película en plantear futuros distópicos en los que el cambio climático ha dejado en el aire la supervivencia de la especie. Desde El día de mañana a Tomorrowland, pasando por 2012 o la animada Wall-e, el hipotético colapso planetario ha sido una fuente de ingresos en taquilla. Pero, con el paso de los años, los planteamientos irreales de los cineastas se construyen cada vez más dentro del relato de lo posible: si las previsiones se cumplen, contemplaremos cómo la realidad supera a la peor de las ficciones antes de que se enfríen las palomitas.
Los datos son de sobra conocidos. Los medios informan casi a diario, ahora sí, de la urgencia de frenar el calentamiento global, a sabiendas de que los titulares que alertan de que se nos acaba el tiempo corren como la pólvora en las redes y son garantía casi segura de miles de clics: según los expertos de la ONU, si seguimos a este ritmo, nos queda apenas una década para limitar las consecuencias irreversibles del cambio climático. Once años, en concreto. Un cálculo temporal que casa y que pone fecha a lo que los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ya dejaban sobre la mesa en octubre de 2018, hace ahora casi un año: si no limitamos el aumento de temperatura del planeta a 1,5ºC –y no a los 2ºC que fijaba el Acuerdo de París–, sus efectos podrían ser «duraderos e irreversibles».
«Hablar de cambio climático en futuro es dar el mensaje equivocado. Es presente. Hay gente que está muriendo ya» (José Manuel Moreno, coautor del último informe del IPCC)
«Llegar a esa cifra está a la vuelta de la esquina. Ya hemos superado el aumento de temperatura en 1ºC y, a la velocidad actual, en quince o veinte años habremos alcanzado el 1,5ºC. El ritmo es muy alto y, salvo que detengamos las emisiones de manera sustancial –y no hay nada que haga pensar que eso vaya a suceder pronto–, desafortunadamente estamos encaminados incluso a superar esas previsiones», explica José Manuel Moreno, catedrático de Ecología de la Universidad de Castilla-La Mancha y uno de los científicos españoles que ha formado parte de la elaboración de ese último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU (IPCC).
Las políticas –y los representantes–, conscientes de la importancia de paliar las consecuencias medioambientales a largo plazo, parece que al fin han dejado de ser un mirlo blanco en una realidad cortoplacista. Pero no es suficiente. Mientras que Europa marca las pautas a seguir para descarbonizar la economía y China compite por ser el líder en renovables, la Administración Trump toma medidas que se alejan de los objetivos marcados por Obama, que había logrado que las emisiones norteamericanas comenzaran a decrecer. Algo que no sorprende: el presidente es un férreo negacionista que incluso ha creado un comité de expertos para sembrar dudas acerca de lo que la ciencia lleva décadas demostrando.
«Ya a finales de los ochenta y principios de los noventa había estudios fiables sobre la gravedad del aumento de temperatura del planeta. Los científicos avisamos, pero decir que viene el lobo entonces, en un momento de enorme desarrollo económico en el mundo occidental, no era algo políticamente correcto. Nadie quería ser el malo de la película», analiza Elisa Berdalet, oceanógrafa y vicedirectora del Instituto de Ciencias del Mar. «Lo que entonces parecían predicciones catastrofistas se ha demostrado que no lo eran tanto. Ramón Margalef –primer científico en lograr una cátedra de Ecología en España– ya hablaba de ello en entrevistas y publicaciones en los años ochenta. En esos momentos decía que él era ecólogo y no ecologista, pero terminó volviéndose lo segundo con el tiempo: los problemas que pronosticaba entonces se han ido agravando y cumpliendo», recuerda.
«Ojalá no hubiésemos acertado en las previsiones por las que nos decían que éramos demasiado alarmistas» (Pedro Jordano, Premio Nacional de Investigación 2018)
Esa imagen distorsionada que dibuja a los científicos que investigan las consecuencias del calentamiento global como simples activistas verdes ha sido utilizada por negacionistas y escépticos para intentar restar credibilidad a advertencias que se ha demostrado que eran, como poco, realistas. «Los ecologistas no hacen ciencia, solamente utilizan las investigaciones disponibles. Ha habido una auténtica actitud obstruccionista por parte de algunos actores ante la acción climática utilizando las técnicas de siempre: oponerse a la ciencia, cuestionar al mensajero y no el mensaje, usar información falsa o medias verdades… La única voz que no han conseguido silenciar es la del panel de Naciones Unidas, y la convención ni siquiera ha recibido el último informe como los anteriores porque sus conclusiones son malas. Pero es que van a ser cada vez peores», advierte Moreno. Y zanja: «Nunca ha habido alarmismo en ninguna cuestión ambiental. Todas las advertencias que la ciencia ha puesto sobre la mesa siempre han sido sobrepasadas por la realidad».
«El ser humano padece un síndrome de Casandra que nos hace señalar a los adivinos que creemos que tienen una visión apocalíptica, en este caso, a los científicos. No lo es: es realista acorde a los datos que tenemos, contrastados además con otras evidencias independientes. Ojalá no hubiésemos acertado en las previsiones por las que nos decían que éramos demasiado alarmistas», coincide Pedro Jordano, ecólogo y profesor de Investigación (CSIC) en la Estación Biológica de Doñana, que el año pasado recibió el Premio Nacional de Investigación, el mayor reconocimiento científico de España. «La concienciación va por buen camino, pero necesitamos que sea más y más rápida. Lo conseguimos en asuntos como la lucha contra el tabaco: hemos modificado nuestros comportamientos individuales para proteger la salud de todos, y eso demuestra que somos capaces de hacer cambios radicales en poco tiempo. Solo falta que hagamos lo mismo con la protección medioambiental», explica.
Los límites de la naturaleza
Gracias a la ciencia, los negacionistas –esa especie en extinción– lo tienen cada vez más difícil para convencer al mundo de que el calentamiento del planeta no es algo tan peligroso ni anómalo. Hace tiempo que los investigadores y expertos ya no hablan solo de cambio climático, sino de cambio global para alertar de las consecuencias que el aumento de temperatura tendrá para todos los ecosistemas y los seres vivos que lo forman: pérdida de bosques y de biodiversidad, deforestación, mayor virulencia y frecuencia de los fenómenos naturales, deshielo, migraciones climáticas…
«Si hay un aumento de temperatura significativo en el planeta, muchas especies tendrán que migrar o evolucionar para adaptarse a las nuevas condiciones. Los estudios demuestran que ya se está produciendo en las altas montañas: existen cinturones de vegetación que se han desplazado centenares de metros más arriba de lo que se conocía hace muy pocas décadas», alerta Jordano. El primer informe sobre la situación de la biodiversidad de todo el planeta, elaborado por más de un centenar de científicos de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), auspiciada por Naciones Unidas –algo así como el equivalente del IPCC en temas de biodiversidad–, ha puesto de relieve que la situación es incluso peor de lo que se temía: más de un millón de especies podría desaparecer de la faz de la Tierra en los próximos años. En algunos grupos de especies los porcentajes son, como asevera el ecólogo, «verdaderamente preocupantes», y subraya las cifras del 40% de los anfibios o hasta el 30% en grandes mamíferos.
«Los científicos llevamos mucho tiempo avisando, pero en tiempos de desarrollo económico, nadie quería ser el malo de la película» (Elisa Berdalet, vicedirectora del Instituto de Ciencias del Mar)
Leopoldo García Sancho, catedrático de Botánica de la Universidad Complutense y premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional (2002) como miembro del Comité Científico Antártico, también apunta en esa dirección. «Cuando no existan esas barreras orográficas, las especies se moverán. Y ya hay ejemplos. Trabajo en zonas muy al norte de Canadá, al norte de la isla Victoria, y el año pasado pude fotografiar allí a varios grizzlies. Los esquimales se están acostumbrando a verlos. Es decir, osos pardos en el territorio de los osos polares porque las temperaturas se lo permiten. ¡En plena tundra ártica!», explica.
Aunque no hace falta irse tan lejos. «España alberga uno de los puntos calientes de biodiversidad a escala global. Nuestra fauna y flora están consideradas las más ricas de todo el continente, entre otras cosas, por sus endemismos: hay especies que solo se encuentran aquí. En un escenario en el que las condiciones climáticas van a cambiar, se las pone en peligro: hay muchas que están en su límite de distribución meridional de todo el continente y que mantienen aquí un acervo genético sin igual. Si desaparecen, no solamente perderemos especies y poblaciones, sino también variedades genéticas que puedan evolucionar con nuevas adaptaciones frente al cambio climático», advierte Jordano.
Más ciencia, más política, más ciudadanía
Con unas pruebas que no llaman ni mucho menos al optimismo, la conclusión más clara es que el planeta puso la pelota en nuestro tejado hace décadas y que no hay que apuntar muy lejos para imaginarnos lo que pasará si no frenamos nuestra mano destructora. «Más que centrarnos en las predicciones de cuándo van a llegar las consecuencias, deberíamos centrarnos en cómo podemos reducir las emisiones. La tecnología nos va a ayudar, es evidente, pero somos nosotros los que tenemos que actuar y necesitamos pautas para ello, porque no somos conscientes del todo de nuestro impacto. Y, cuando lo somos, no siempre nos gusta oírlo. ¿Cómo nos dicen que debemos viajar menos porque los aviones contaminan, ahora que las aerolíneas low cost nos permiten algo antes inalcanzable? ¿Cómo asumimos nuestro impacto en el océano, ahora que todos podemos ir a la playa?», plantea Berdalet.
Aunque tecnologías como la posibilidad de construir grandes máquinas que absorban CO₂ de la atmósfera puedan ser unas aliadas en un futuro no tan lejano, la urgencia de la cuestión climática requiere medidas inmediatas que no pueden esperar. «Lo prudente es reducir las emisiones, no tratar de capturar la inmensa cantidad que producimos. Y tenemos aliados naturales para ello: las plantas. El CO₂ no es un contaminante sino la base de la vida, pero tenemos que reforestar y ayudarlas a que realicen su trabajo. Aumentando la superficie de vegetales que viven décadas o centenares de años ayudamos a que acumulen de forma estable el carbono que absorben de la atmósfera. Y estamos haciendo lo contrario: se calcula que el 18% de todo el CO₂ se debe a la destrucción masiva de bosques, casi todo tropical. No necesitamos recurrir a ingenierías de ciencia ficción, sino volver a plantar árboles», reclama García Sancho.
«No necesitamos recurrir a ingenierías de ciencia ficción para absorber el CO₂, sino volver a plantar árboles» (Leopoldo García Sancho, catedrático de Botánica de la UCM)
«La cuestión que subyace detrás de todo es que reconozcamos la importancia de la investigación. Abordar las cuestiones de cambio climático diciendo que los científicos se equivocan es preocupante, sobre todo cuando es algo que está testado una y otra vez con diferentes escenarios y modelos y todos apuntan en la misma dirección. Eso deja dos opciones: o nuestros políticos están mal informados o son unos irresponsables», añade Jordano. Una llamada de atención que también comparte Moreno: «No sé qué más tiene que ocurrir para que se reaccione con mayor fuerza. Si cuando hay una catástrofe se dice que no es para tanto o se niega cómo influye el clima en ella, cualquier cosa puede tener cabida. Hemos avanzado científicamente como nunca en la historia, pero hay Gobiernos que están dejando la investigación de lado, lo que resulta paradójico: hacemos ciencia para conocer la realidad y para que todos podamos vivir mejor, no para ignorarla». Y concluye: «Hablar de cambio climático en futuro es dar el mensaje equivocado. Es presente. Hay gente que está muriendo ya».
«El problema más grave es la humanidad. Claro. Y no lo digo en broma. Muchas veces, los problemas de maltratar la naturaleza vienen de que nos maltratamos mutuamente. Si tratáramos mejor a nuestros hermanos, trataríamos mejor a la naturaleza», sostenía hace décadas el profesor Margalef. Frente al problema climático, lejos de escudarse en el tristemente cierto te lo dije para sacudirse responsabilidad, la ciencia ha optado por movilizarse para buscar una solución. Los más jóvenes han dejado de ir a clase los viernes para exigir a los políticos que la escuchen de una vez. Pero, si las predicciones se cumplen, ellos no serán los primeros en habitar un planeta diferente. Seremos nosotros. Y esa película no nos va a gustar.
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