Medio Ambiente
Bajo la piel del océano
Algunos dicen que el fondo del mar sigue siendo más desconocido que la superficie de la Luna, pero no es del todo exacto: en las últimas décadas, el desarrollo sin precedentes de la tecnología nos ha permitido cambiar ese punto de vista.
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La viejita está aferrada a una roca por su ventosa ventral, rodeada de algas. Cree que no la veo. Pero la veo. Recuerdo que el nombre científico de este pececillo de roca es Parablennius tentacularis. Acerco un dedo para tocarla. Sale disparada y se asienta un poco más allá, en la misma roca, confiando en que su camuflaje me haya despistado. Pero no. La sigo viendo. De repente noto que se me acaba el aire. Tengo que volver a la superficie. Aire en los pulmones. ¡Al fin! Llevo la máscara y el tubo de buceo. Inspiro con fuerza y vuelvo a sumergirme. Me encanta sentir cómo me hundo sin esfuerzo ayudado por un cinturón con plomos. Y vuelvo a ese mundo misterioso. Hay una julia multicolor (Coris julis) que pasa por delante, un banco de doradas (Sparus aurata) que se agita al notar mis aleteos, mirándome de reojo mientras se aleja sobre la arena. Las sigo con la mirada y las veo desaparecer. Más allá, hacia el mar abierto, todo se difumina en una confusión azulada. Más allá es donde está el océano. Desconocido, ajeno, inaccesible.
Estoy en Blanes, donde comienza la Costa Brava. Estoy empezando mis estudios de Biología y he venido para hacer unas prácticas durante los meses de verano. Una vez por semana, salgo en algún barco pesquero a la mar. Antes del amanecer están todos los pesqueros preparados con los motores en marcha, con la misma impaciencia por zarpar los primeros que los veleros antes de una regata. A la seis, el capitán de puerto hace sonar la sirena y salimos a toda máquina. Cada patrón tiene sus estrategias y sus lugares favoritos. Todo depende del tiempo que haya hecho los últimos días, de los vientos, de la mar, de lo que se haya pescado los días anteriores… Unos son más aventurados y se arriesgan en zonas poco seguras con la esperanza de lograr un gran copo. Y otros, más conservadores, se acercan juntos a los barcos mejor conocidos.
Para la mayor parte de los ciudadanos, el océano sigue siendo un mundo ajeno que apenas vemos de la cubierta de un ferry o desde la playa
Pasamos casi toda la mañana pescando. Navegamos en conserva seis o siete buques. Las redes de arrastre van recogiendo todo lo que encuentran cerca del fondo. Mientras tanto, en cubierta, comemos paella y bebemos el cava que les he traído como agradecimiento por dejarme subir a bordo. Una mezcla idónea para revolverme el estómago. Cuando las redes están a punto de salir, me arrastro intentando no vomitar una vez más sobre la cubierta. El mar está relativamente tranquilo, solamente hay algo de marejadilla. Pero mi sentido del equilibrio está desorientado. El copo surge del agua y se deposita lentamente sobre la cubierta de popa. Los pescadores van separando en cajas los peces con valor comercial. Para mí quedan los descartes. Todos aquellos seres vivos que no tenemos por costumbre comer. Esos descartes son uno de los mayores problemas que causa la pesca. Algunos nos resultan familiares: estrellas de mar, medusas o erizos. Pero a la mayoría no los hemos visto nunca: sipuncúlidos, ofiuras, peces de profundidad, poliquetos, ctenóforos, pterópodos y ascidias. Un bestiario de monstruos que viven más allá de la superficie tan ignorantes de nuestras pequeñas cuitas diarias como desconocidos para nosotros. Sin embargo, esos seres ilustran los sucesivos pasos de la evolución, la historia de la vida en nuestro planeta, habitan el mayor ecosistema del mundo y esconden una farmacia descomunal.
El difuminado azul que podemos alcanzar aguantando la respiración y los monstruos, algunos comestibles, que las redes traían del fondo. Esos han sido los únicos conocimientos que la humanidad ha tenido del mar durante miles de años. No es extraño que nuestra imaginación lo haya poblado del Kraken, el calamar gigante, la serpiente marina, los dragones, Leviatán o Moby Dick. Algunos dicen que el fondo del mar sigue siendo más desconocido que la superficie de la Luna. Como veremos, esto no es del todo exacto. En las últimas décadas el desarrollo sin precedentes de la tecnología nos ha permitido cambiar ese punto de vista. Ahora podemos mandar robots al fondo del mar, hacer volar drones cerca de la superficie, examinar sus propiedades a gran escala desde satélites, sumergirnos en batiscafos, explorarlo con radares, sonares, cámaras y multitud de aparatos para analizar sus organismos: citómetros, microscopios, flowcams, Bioness. Pero para la mayor parte de los ciudadanos el océano sigue siendo un mundo ajeno, que apenas vemos de la cubierta de un ferry o desde la playa durante las vacaciones.
En 1950 Salvador Dalí pintó un cuadro titulado: Dalí a los seis años, cuando creía ser una niña, levantando la piel del mar para ver a un perro que duerme a la sombra del agua.
En un paisaje que podría ser el de Port Lligat, vemos unos acantilados a la izquierda y una superficie de agua que se extiende plana hasta un horizonte lejano. A la derecha, vemos a una niña con una caracola en una mano y con la otra levanta la superficie del mar. Vamos a hacer como la niña (lo que creía ser el pequeño Dalí): levantar cuidadosamente la piel del mar para ver lo que hay debajo, con la misma inocencia y con la misma curiosidad. Desde luego no veremos un perro durmiendo, pero descubriremos un mundo maravilloso.
Este texto es un extracto de ‘Bajo la piel del océano: la vida marina como nunca te la habían explicado‘, de Carlos Pedrós-Alió (Plataforma Actual).
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