Opinión

Un mundo sin ideas o la amenaza tecnológica a nuestra identidad

Sin reparar en las consecuencias, compramos en Amazon, nos relacionamos en Facebook, buscamos diversión en Apple e información en Google. Franklin Foer analiza en ‘Un mundo sin ideas’ (Paidós) la amenaza existencial que suponen las grandes empresas tecnológicas y su invasiva presencia en nuestra vida cotidiana.

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Javier Muñoz
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19
marzo
2019

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Javier Muñoz

Hasta fechas recientes, resultaba fácil definir nuestras corporaciones más conocidas. Cualquier alumno de tercero de primaria podía describir su esencia. Exxon vende petróleo, McDonald’s hace hamburguersas y Walmart es un lugar donde comprar cosas varias. Ya no es así. Los monopolios hoy en alza aspiran a abarcar toda la existencia. Algunas de estas compañías se han autodenominado de acuerdo con sus aspiraciones ilimitadas. Amazon, nombre en inglés del Amazonas, el río más caudaloso del mundo, tiene un logotipo que señala de la A a la Z; Google deriva de googol («gúgol»), un número (un uno seguido de cien ceros) que los matemáticos emplean como referencia abreviada de cantidades inimaginablemente grandes.

¿Dónde empiezan y dónde acaban estas empresas? Larry Page y Sergei Brin fundaron Google con la misión de organizar todo el conocimiento, pero ese objetivo se reveló demasiado modesto. En la actualidad, Google aspira a fabricar coches sin conductor y teléfonos, incluso a derrotar a la muerte. Amazon, que antaño se contentaba con ser el almacén de todo, hoy produce programas de televisión, diseña drones e impulsa la nube. Las compañías tecnológicas más ambiciosas –añádanse a la mezcla Facebook, Microsoft y Apple– participan en una carrera por convertirse en nuestro «asistente personal». Quieren despertarnos por la mañana, lograr que su software de inteligencia artificial nos guíe a lo largo del día y no separarse nunca del todo de nosotros. Aspiran a convertirse en el depósito de nuestros objetos valiosos y privados, nuestra agenda y nuestros contactos, nuestras fotos y documentos. Pretenden que recurramos a ellos sin pensar, en busca de información y entretenimiento, mientras elaboran catálogos íntegros de nuestras intenciones y aversiones. Google Glass y el Apple Watch prefiguran el día en que estas empresas implantarán su inteligencia artificial dentro de nuestro cuerpo.

«Los monopolios tecnológicos creen que tienen la oportunidad de completar la fusión entre hombre y máquina»

Más que cualquier camarilla de corporaciones previa, los monopolios tecnológicos aspiran a moldear a la humanidad a su imagen deseada. Creen que tienen la oportunidad de completar el largo proceso de fusión entre hombre y máquina, reorientando así la trayectoria de la evolución humana. ¿Cómo lo sé? Estas sugerencias son moneda corriente en Silicon Valley, aunque buena parte de la prensa tecnológica está demasiado obsesionada en cubrir el último lanzamiento de producto como para prestarles mucha atención. En sus discursos anuales y en sus reuniones públicas, los padres fundadores de estas empresas acostumbran a hacer declaraciones pomposas y audaces acerca de la naturaleza humana, con una visión de esta que pretenden imponer al resto de nosotros.

A menudo se emplea una expresión abreviada de esta visión tecnológica del mundo. Se asume que el libertarismo domina Silicon Valley, lo cual no es el todo falso. Pueden hallarse allí devotos prominentes de Ayn Rand. Ahora bien, si escuchamos con atención a los titanes de la tecnología, no es esa la cosmovisión emergente. De hecho, se trata de algo mucho más próximo a las antípodas de la veneración libertaria del individuo solitario y heroico. Las grandes compañías tecnológicas creen que somos fundamentalmente seres sociales nacidos para vivir en colectividad. Invierten su fe en la red, en la sabiduría de las multitudes y en la colaboración. Albergan un profundo deseo de que el mundo atomístico se convierta en un todo. Ensamblando el mundo, pueden curar sus males. Retóricamente, las empresas tecnológicas hacen guiños a la individualidad –al empoderamiento del «usuario»–, pero su cosmovisión pasa por encima de ella. Incluso la invocación omnipresente a los usuarios resulta reveladora, pues no es más que una descripción pasiva y burocrática de nosotros.

«Las GAFA confían en automatizar nuestras elecciones cotidianas, tanto grandes como pequeñas»

Las grandes compañías tecnológicas, que los europeos han agrupado correctamente en el atractivo acrónimo GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), están triturando los principios que protegen la individualidad. Sus dispositivos y sitios han colapsado la privacidad; vilipendian el valor de la autoría con su hostilidad hacia la propiedad intelectual. En el ámbito de la economía, justifican el monopolio con su creencia bien articulada en que la competencia socava nuestra persecución del bien común y las metas ambiciosas. En lo tocante al principio esencial del individualismo, el libre albedrío, las empresas tecnológicas siguen un derrotero diferente. Confían en automatizar nuestras elecciones cotidianas, tanto grandes como pequeñas. Sus algoritmos son los que sugieren las noticias que leemos, los productos que adquirimos, las rutas por las que viajamos, los amigos a quienes invitamos a nuestro círculo.

Cuesta no maravillarse ante estas empresas y sus invenciones, que a menudo facilitan infinitamente la vida. Pero llevamos demasiado tiempo prendados. Ha llegado la hora de considerar las consecuencias de estos monopolios y de reafirmar nuestro papel en la determinación de la senda humana. Una vez que atravesamos ciertos umbrales, una vez que transformamos los valores de las instituciones, una vez que abandonamos la privacidad no hay marcha atrás ni restauración de nuestra individualidad perdida.

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