Opinión
Sobre el actual terror yihadista del llamado Estado islámico
Occidente no tiene más remedio que mantenerse firmemente unido, coordinando todas las acciones, no dando palos de ciego, sin subordinar tampoco este grave asunto.
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COLABORA2017
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El término «yihad» es semánticamente ambiguo. Como mínimo puede ser interpretado de dos maneras distintas, que no tienen por qué ser necesariamente excluyentes entre sí. De un lado, como «esfuerzo personal» del muslim para ser un buen musulmán, esto es, para cumplir con los principales preceptos y agradar a Alá. En ningún pasaje del Corán se identifica expresamente el islam con la paz; el término «islam» significa «sumisión». Pero también puede hacerse una interpretación ortodoxa del vocablo «yihad» a partir de algunos versículos del Corán y de la propia experiencia guerrera de Mahoma. Por una parte están los versículos 8, 55-60, que hablan de cómo deben ser tratados los «infieles» y los «traidores», siendo particularmente relevante 8, 60: «¡Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la caballería que podáis para amedrentar al enemigo de Dios y vuestro y a otros fuera de ellos, que no conocéis pero que Dios conoce! Cualquier cosa que gastéis por la causa de Dios os será devuelta, sin que seáis tratados injustamente » (cito por la traducción de la editorial Herder). De otra parte, el versículo 9, 46, que reprende a quienes no son precavidos y no están convenientemente preparados para la guerra: «Si hubieran querido ir a la guerra [literalmente: si hubieran querido salir], se habrían preparado para ello, pero Dios no ha aprobado su marcha. Les ha infundido pereza y se les ha dicho: “¡Quedaos con los que se quedan!” [mujeres, niños e inhábiles están eximidos de la guerra]».
En cuanto a la experiencia guerrera de Mahoma, solo mencionaré dos hechos muy conocidos. Uno es el ocurrido el 13 de marzo de 624, cuando el Profeta, exiliado desde hace dos años en Medina, ataca en un lugar llamado Badr (ligeramente al sur de esa ciudad), al frente de un ejército, una caravana de sus enemigos quraysíes que se dirigía hacia La Meca. El otro episodio es el ataque al oasis judío de Jaybar, según relata Ibn Hisham († ca. 833) en su biografía de Mahoma. La narración de Ibn Hisham de ese suceso es nítida en lo que atañe a la orden dada por Mahoma de torturar a un notable medinense, al que después manda decapitar, así como su exclamación ante la presencia de una cautiva judía que prorrumpe en sollozos al contemplar los cadáveres de los suyos: «¡Apartad de mí esta furia satánica!».
¿Imagina, por un instante, el lector un comportamiento similar en Jesús de Nazaret? En ninguna religión del mundo encontramos un pasaje de la infinita e inmarcesible humanidad que desprende el de la mujer adúltera, a la que Jesús perdona y libra de una muerte inminente por lapidación, y eso que ha pecado gravemente para la ley mosaica, mientras que la mujer del oasis de Jaybar sólo se conduele de la muerte de sus parientes, algo absolutamente natural y humano.
«Constituye un craso error o una malévola ignorancia pretender confundir el mensaje evangélico originario con la Iglesia como institución»
La inconmensurable distancia entre el cristianismo evangélico y el islam, entre otras cosas, viene marcada por el indubitable pacifismo de Jesús, por su rechazo sin fisuras hacia cualquier tipo de violencia, por su amor y misericordia infinitas, por su defensa inigualable de la dignidad y de la libertad del hombre de carne y hueso, del individuo realmente existente, sin distinción de sexo, raza o religión. Constituye un craso error o una malévola ignorancia pretender confundir el mensaje evangélico originario con la Iglesia como institución de poder temporal.
El formalismo de la ley mosaica, también se traslada al islam, de igual modo que el carácter abstracto e impersonal de Yahvé vuelve a encontrarse en Alá. Jesucristo es el Verbo encarnado, el Dios-Hombre, una Persona, y, como diría el místico alemán Angelus Silesius, lo mismo que el hombre no puede vivir sin Dios, Dios tampoco puede vivir sin el hombre: el no poder vivir Dios sin el hombre, precisa José Ferrater Mora a propósito de un dístico de Silesius, es la manifestación de un modo de sentir a Dios como indisolublemente ligado a la condición humana. El dístico dice: «Sé que sin mí ni un solo instante puede Dios vivir, / Que si perezco yo, también Él deberá morir». Como bien titulaba Benedicto XVI su carta encíclica de 2007, Deus caritas est, es decir, Dios, el Dios del cristianismo, es amor, y no puede ser entendido de otro modo: es metafísica, ontológica y éticamente imposible.
Mahoma no solo funda una religión, sino también un Estado, y ambos hechos son indisociables. La inextricable unión entre religión y política es algo consustancial al islam desde sus mismos orígenes. Esto hace del hipotético proceso de secularización del islam algo extremadamente difícil, posiblemente inviable, aunque esto último no pueda asegurarse. Por su propia naturaleza intrínseca, el islam es teocrático. Eso tampoco ocurre en el cristianismo de Jesús de Nazaret, quien, de igual modo que rechaza explícitamente cualquier forma de violencia, física o psicológica, deslinda meridianamente los ámbitos de la fe religiosa y de la actuación política. Sin el cristianismo evangélico, y esto lo entendió con particular clarividencia Dostoyevski, no hubiese sido nunca posible el surgimiento de la libertad individual tal y como la concebimos en Occidente. Para el cristianismo, correctamente entendido, el hombre es un ser libre; sólo él puede decidir entre el bien y el mal.
Por supuesto que ni mucho menos la inmensa mayoría de los musulmanes son yihadistas, tal y como estamos empleando aquí el vocablo, con sus connotaciones guerreras, violentas e imperialistas. El mismo término Califato refiérese también a la vocación expansiva del islam, al propósito de crear un Imperio islámico, que fue lo que sucedió pocos decenios después de la muerte de Mahoma. La incontenible irrupción del islam en el escenario de la historia universal, es un hecho de fatídicas consecuencias para el futuro, incluso para el futuro inmediato de entonces. Nunca ha sido más trágica la debilidad de dos grandes imperios, el bizantino y el de los persas sasánidas, en el momento en que se precisaba su unión para contener la temible oleada que vomitaron las arenas de Arabia; pero estaban exhaustos por una prolongada guerra reciente. Las herejías monofisita y nestoriana, así como otras circunstancias, hicieron el resto. Si se hubiese contenido a los árabes con firmeza, la historia muy probablemente se habría escrito de otra manera.
Pero la complejidad de los fenómenos históricos es tan gigantesca, que ese mismo anhelo frustrado es por completo estéril ante la fuerza de los acontecimientos. Grecia detuvo la barbarie persa aqueménida, Roma derrotó y destruyó a Cartago, pero el islam expandióse cual mancha de aceite, entre determinados paralelos, a partir del 632. En una fecha tan temprana como 1935, ya supo interpretar Henri Pirenne con suprema intuición y aguda clarividencia, apoyándose en un soberbio análisis histórico, el significado de la entrada en escena del islam. El mismo título de su libro postrero, cuyo manuscrito dejó en un cajón antes de morir, Mahoma y Carlomagno, es una perfecta síntesis de su disección.
El Imperio carolingio, terrestre y sin salida al mar, no puede entenderse sin la aparición y expansión del islam. Los árabes eran pocos; los germanos, muchos. «Mientras que los germanos―escribe el gran medievalista belga, esto es, de la otrora Austrasia merovingia, de donde partió Carlos Martel para detener a los árabes en Poitiers en 732―no tienen nada para oponer al cristianismo del Imperio, los árabes están exaltados por una fe nueva. Eso y sólo eso los vuelve imposibles de asimilar».
«La inmensa mayoría de los musulmanes no son yihadistas, tal y como estamos empleando aquí el vocablo, con sus connotaciones violentas»
Es cierto que al principio no son tan fanáticos y que ni siquiera pretenden convertir a los infieles, sino someterlos, aunque sí hacerles obedecer a Alá. «La diferencia estriba―continúa Pirenne―en que, dondequiera que estén, dominan […] La barrera es infranqueable; no se puede producir ninguna fusión entre las poblaciones conquistadas y los musulmanes». Indirectamente, o incluso más directamente de lo que parece a simple vista, Henri Pirenne nos está proporcionando una de las claves de la meramente formal integración, no asimilación, de los musulmanes en el ámbito de las sociedades occidentales actuales. «El germano se romaniza en cuanto entra en la Romania. El romano, en cambio, se arabiza en cuanto es conquistado por el islam […] Con el islam, un nuevo mundo se introduce en esas riberas mediterráneas donde Roma había difundido el sincretismo de su civilización. Se produce un desgarramiento que durará hasta nuestros días. A orillas del Mare Nostrum se despliegan ya dos civilizaciones diferentes y hostiles […] El mar que había sido hasta entonces centro de la cristiandad se convierte en su frontera. La unidad mediterránea se ha roto».
Las clarividentes palabras de Pirenne no pueden producirnos más que desazón. Nadie duda de los logros culturales y científicos de la civilización árabe, en España, en Persia, en Siria, en Egipto, en Mesopotamia o en el Norte de África, pero densos nubarrones se ciernen entre el Indo y las Columnas de Hércules, aunque muy especialmente sobre Occidente. Por no hablar de la luctuosa conquista de Jerusalén, aunque al menos sirviese para construir ese monumento incomparable que es la Cúpula de la Roca. Y no olvidemos, que lo deja también entrever Pirenne, el orgullo, el inmenso orgullo de los árabes, cuyos hontanares no parecen secarse nunca. Naturalmente que ni mucho menos, como decíamos antes, la inmensa mayoría de los musulmanes son yihadistas, pero el yihadismo nace de las entrañas mismas del islam, es consustancial a él y a sus textos sagrados.
Un par de precisiones más. El último califato es el de los turcos osmanlíes, desintegrado después del término de la Gran Guerra (1914-1918), concretamente en 1923. En este sentido, Turquía, de mayoría sunní, goza de una importante autoridad moral en el llamado Estado islámico, asimismo sunní. El carácter laico que Mustafá Kemal Atatürk imprimió a la moderna República de Turquía desde octubre de 1923, parece que ha fracasado. El Ejército era el garante del carácter laico del Estado y de la Constitución. Pero cuando el Ejército ha intervenido en la vida política, incluso protagonizando golpes de Estado, el último de los cuales fue dirigido por el general Kenan Evren en 1980, manteniéndose en el poder hasta 1989, los hipócritas medios occidentales, sobre todo europeos, se han rasgado las vestiduras, deplorando la intervención militar. Pero, lo mismo que en Argelia, eso era un mal menor, mucho menor, en comparación con el monstruo que se incuba dentro. La tarea de educación laica, naturalmente respetuosa con la religión musulmana, fue radicalmente interrumpida. Una vez más Occidente es víctima de sus buenistas contradicciones, inacciones y futilidades, propias de sepulcros blanqueados. En definitiva, un fracaso que veremos a ver por dónde desemboca, porque, no nos engañemos, Turquía está hoy, entre otras actuaciones, facilitando la salida al Mediterráneo del petróleo que vende el Estado islámico.
La segunda precisión es correlato de la anterior. No podemos aplicar las categorías conceptuales y filosóficas de Occidente al mundo musulmán. Como no podemos aplicárselas a los chinos, a los somalíes o a los japoneses. La democracia representativa, el Estado de Derecho, la división de poderes, el respeto a los derechos humanos, es específico de Occidente, consustancial a la evolución histórica que va de Grecia y Roma a la Europa medieval y comienzos de la contemporánea, a través del cristianismo y del mundo germánico. Trasplantar esos modelos, que ni siquiera se respetan como se debiera en Occidente, a África o Asia, sólo puede dar como resultado un sucedáneo, y eso en el mejor de los casos.
En cuanto al llamado Estado islámico, hoy es sin duda nuestra mayor amenaza, y va a continuar siéndola por mucho tiempo, pero mañana puede ser otra, pues allí donde haya un musulmán puede haber un yihadista. El que la mayoría de los musulmanes no sean yihadistas no tiene nada que ver con el hecho incontrovertible que el yihadismo no puede nacer del seno del cristianismo, del budismo o del hinduismo, sino, nos guste o no, del interior del islam, haya nacido el potencial yihadista en el Medio Oriente o no, pues ya estamos viendo de dónde proceden muchos de los actuales terroristas, cosa que tampoco debería sorprendernos, por aquello que decíamos de la dificilísima asimilación.
Se integran formalmente, ¡faltaría más!, esto es, son respetuosos con las leyes occidentales, pero no se asimilan, aunque en descargo de los musulmanes debemos mencionar el desconcierto, pérdida de identidad y repugnancia que deben producir el relativismo moral, el hedonismo, el materialismo, el frenético y compulsivo consumismo de las sociedades desarrolladas del capitalismo tardío, inmersas en una estulticia y en una cretinez, adobadas de ignorancia, más que preocupantes. El buenismo de la extrema izquierda neocomunista, que continúa siendo esencialmente marxista-leninista, aunque a algunos les choque el anacrónico palabro, dice abominar de la guerra y de la restricción de las libertades. ¡Ja, ja, ja! Constituye un sarcasmo siniestro y una pérfida manipulación propagandística que los comunistas, que siempre han aplastado la libertad individual (por burguesa) y la dignidad del hombre, se muestren tan comprensivos y tolerantes con los yihadistas, ellos, que han pretendido, y ni mucho menos renuncian a lograrlo, instituir un Estado ateo, una religión atea (sí, aunque sea un oxímoron; precisamente por ello, puesto que su propósito es sustituir al cristianismo) sobre la tierra.
Occidente ha cometido crasos errores, esto es, muy difícilmente reparables, en relación al islam durante el último medio siglo. Los dos más graves en 1979, verdadero punto de inflexión respecto de nuestro asunto, al permitir, primero, la creación de la República islámica en Irán, así como su posterior consolidación, y, segundo, al apoyar a los muyahidines talibanes en Afganistán, en el mezquino contexto de una languideciente Guerra Fría con la Unión Soviética. Después vinieron otros, muy graves también, como el derrocamiento de Saddam Hussein en Irak y el de Gadafi en Libia.
«Ahora tenemos un problema gravísimo que resolver: neutralizar y destruir el Estado islámico»
Desde los orígenes mismos del islam existe una guerra civil religiosa entre sus distintas tendencias y facciones, siendo la más importante la que hay entre sunníes y chiíes. Los sunníes, la inmensa mayoría de los musulmanes, son los seguidores de la sunna, de la «costumbre», de los dichos y actos del Profeta. Los chiíes son los seguidores de Alí, el cuarto califa, primo hermano de Mahoma y esposo de Fátima, la hija de Mahoma con Jadicha. Conceden mucha importancia a los imames y esperan al Mahdi, el imam oculto. De los cuatro primeros califas, tres fueron asesinados, entre ellos Alí.
El llamado Estado islámico es sunní, como lo son Arabia Saudí y los emiratos del Golfo Pérsico, como lo era el Irak de Saddam Hussein y su partido Baaz, como también lo era la Siria de Hafez al-Assad, padre del actual dirigente Bashar al-Assad. Como lo es la Turquía de Erdogan. ¿Y Persia? Porque, no nos engañemos tampoco en este punto, Irán es Persia, un inmenso poder geopolítico desde la Antigüedad, contra el que nada pudo realmente ni Alejandro, ni Roma, ni Bizancio.
El Irán chií pretende extender su área de influencia, sin contestación alguna, desde el Índico hasta el Mediterráneo, pasando por Irak, Siria y Líbano. En este último país tiene una avanzadilla, un peón que sólo obedece las instrucciones que emanan de Teherán: Hezbolá. Por eso afirmaba antes el error cometido desde finales de 1979, y no digamos desde que hemos tolerado el enriquecimiento de plutonio por los iraníes. Mientras que los talibanes de Afganistán se circunscribían a esa región, los yihadistas del Califato tienen aspiraciones mundiales. Su terrorismo de guerra es global. Disponen de fuentes de financiación (petróleo, tributos, donaciones, secuestros, extorsiones, tráfico ilegal de obras de arte) y de profesionales (militares, ingenieros) muy cualificados.
¿Y Rusia? Como siempre, una incógnita. Parece que tendrá que arrancarse la máscara y dejar caer a su aliado sirio. Pero lo que haga, no lo sabemos con certeza. Rusia es por desgracia un país extremadamente nacionalista. Si se consolida el eje de influencia persa-iraní entre el Índico y el Mediterráneo, algo todavía difícil de prever ante la amenaza que correría el acosado Israel, máximo enemigo de Irán, el tablero de la geopolítica mundial se alteraría drásticamente con consecuencias imprevisibles.
Hay que mirar a muy largo plazo, pero ahora tenemos un problema gravísimo que resolver: neutralizar y destruir el Estado islámico. Occidente no tiene más remedio que mantenerse firmemente unido, coordinando todas las acciones, no dando palos de ciego, sin subordinar tampoco este grave asunto, nuestra mayor amenaza sin duda, a mezquinos réditos electorales. Acciones policiales, concienzudas y minuciosas labores de inteligencia, control exhaustivo de las comunicaciones y vías de transporte, de desplazamiento de pasajeros, penetrar en las entrañas del monstruo, pero también acciones militares eficaces y muy bien planificadas. Eso se llama guerra; no hay otro nombre. Nos han declarado la guerra y nosotros, ¡ojalá pudiéramos!, no podemos poner la otra mejilla. Esa es la superioridad moral infinita del cristianismo de Jesús.
Pero nosotros somos más prosaicos, mal que les pese a los neocomunistas, con un espantoso e incontable número de crímenes a sus espaldas como tienen. Por no hablar del desprecio a la libertad concreta. Las potencias anglosajonas se aliaron con un temible tirano, un genocida, Stalin, contra Hitler y la Alemania nazi. Ése era entonces el mal menor. Puede parecer inasumible decir esto, pero es así. La misma altura de miras, la misma grandeza, el mismo sacrificio, el mismo sentido de la Historia y la misma defensa de la civilización exigimos hoy a nuestros gobernantes occidentales. Aunque haya que contemporizar con otros monstruos de maldad. Por eso Albert Camus no creía en la Historia. Llevaba razón, muchísima razón. Pero la Historia existe. Y él, precisamente, tomó partido, contra el totalitarismo nazi primero (nada menos que como miembro de la Resistencia) y contra el totalitarismo comunista después. Sigamos su ejemplo moral insobornable.
Enrique Castaños es doctor en Historia del Arte.
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