Opinión

La política de las emociones

El fenómeno de las emociones públicas surge de otro fenómeno que ha cogido tracción en Occidente en estos últimos años postcrisis: la tensión entre élites y masas.

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13
julio
2017

En la era tecnológica, las emociones públicas nos están moviendo de nuestro estado social y político habitual. En esta era, también postmediática, las narrativas y los símbolos que configuran la opinión pública, pilar esencial de nuestra democracia, dejan de estar en manos de las élites pensantes y son construidas por las masas. Masas irracionales. Masas emocionales que favorecen los populismos. En este contexto, los medios de comunicación, como tantas veces se ha dicho, se convierten hoy más que nunca en la piedra angular de nuestra enferma democracia.

Razón y emoción. Ya dejó claro Aristóteles hace siglos cuál de las dos debe prevalecer para la buena vida. «La felicidad suprema reside en el ejercicio de la razón, pues el hombre es razón, más que ninguna otra cosa». Las emociones, para Aristóteles, no tienen por qué ser como caballos desbocados, sino que pueden domarse a través de un ejercicio cognitivo que resulte en un cambio de creencias. De ahí que Aristóteles aspirara a provocar emociones virtuosas en las audiencias a través de la buena oratoria, una oratoria efectiva, que consiguiera cambiar las creencias.

La segunda afirmación de Aristóteles es que la virtud más elevada está solo al alcance de las élites. La democracia moderna, por tanto, ha de conferir el poder a unos pocos elegidos. Idealmente, a los virtuosos. Hasta la irrupción de las redes, hemos vivido cómo esto se traslada a la información, que quedaba concentrada en manos determinados medios de comunicación cuyas agendas condicionaban el estado de la opinión pública de un país. Con sus vicios y virtudes, con sus revoluciones y sus revueltas, así se ha mantenido «ordenado» el modelo democrático liberal durante más de dos siglos, fundamentalmente en Estados Unidos y en Inglaterra.

Pero la tecnología y las redes han logrado lo que nunca se había logrado en la historia de la democracia occidental: invertir la pirámide de élites y masas. Surge así la posibilidad de nuevas formas democráticas, cuyas consecuencias estamos comenzando a conocer.

Podemos aventurar que la primera consecuencia es el dominio de las emociones frente a la razón en la esfera pública. Cobra aquí relevancia la reflexión del politólogo francés Dominique Moïsi: «Algún día, el mapa de las emociones se convertirá en un ejercicio tan legítimo y forzoso como cartografiar el espacio geográfico». El asesor del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI) escribió en 2009 el libro La geopolítica de la emoción, en el que describe cómo el miedo, la humillación y la esperanza están dando nueva forma al mundo. Para el autor, el miedo domina Europa y Estados Unidos, la esperanza predomina en Asia y la humillación abunda en los países árabes. Esta distinción emocional, lejos de ser reduccionista o estereotípica, es una clara llamada para entender al «otro» en la era de la globalización.

Pero la victoria de Emmanuel Macron en Francia en mayo de 2017 nos demuestra que la predominancia de una emoción frente a otra no depende tanto de las regiones, sino de otro fenómeno. Un fenómeno que ha cogido tracción en Occidente en estos últimos años postcrisis. Hablamos del enfrentamiento político, social y cultural entre las élites aliadas de la globalización económica, tecnológica y científica y las masas víctimas de la deslocalización, la robotización y la digitalización. La España «de la casta», como diría Pablo Iglesias para referirse a las primeras, y la Francia des oubliés («de los olvidados»), como diría Marine Le Pen para calificar a las segundas.

En muchos países europeos y en Estados Unidos, estamos siendo testigos de esta tensión entre élites y masas, que está claramente detrás del auge de populistas como Iglesias y Le Pen, Nigel Farage o Donald Trump, y que está marcando la dinámica emocional en Occidente. Así, la esperanza ganó en Francia con la victoria de Macron, mientras que el miedo ha triunfado en los países anglosajones, con el inimaginable encumbramiento de Trump al frente de la Casa Blanca o del igualmente inesperado Brexit.

«Estas victorias electorales sorprendentes no son consecuencia de una deliberación pública racional, sino, más bien, de complejos procesos de movilización irracional, apoyados en la fuerza de las emociones y los sentimientos», escribía hace poco en una magnífica tribuna titulada Política post-factual y sociedad post-mediática Ángel Arrese, profesor de Medios de Comunicación en la Universidad de Navarra.

En este contexto, parecen adecuadas ciertas medidas que están tomando países como Alemania, donde se está obligando a Facebook o Twitter a controlar los debates emocionales que se generan en sus plataformas. Y también resulta esencial que los medios tradicionales recuperen su papel histórico en el establecimiento de la agenda pública. Lo resume estupendamente el filósofo Daniel Innerarity en su artículo, Medios que medien: «Necesitamos la mediación de los medios como instrumento de orientación en entornos poblados de mentiras, pero todavía más de datos irrelevantes y estados de ánimo confusos».

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