Opinión

«Europa vive en un estado de mala conciencia perpetuo»

¿Se está desintegrando Europa? ¿Es el modelo europeo el mejor de los posibles? Se lo preguntamos al investigador y profesor de Filosofía Miquel Seguró.

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28
marzo
2017

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¿Se está desintegrando Europa? ¿Su formulación como idea sigue siendo válida? ¿Es el modelo europeo el mejor de los posibles? ¿Cómo afectará ese extraño maridaje Trump-Putin a la estructura geopolítica del Viejo Continente? ¿Cómo solucionará el drama de los refugiados? Estas y otras muchas cuestiones se abordan en ‘Dónde vas, Europa’ (Herder), un ensayo que compila a algunos de los más lúcidos y comprometidos pensadores de todas latitudes, desde Noam Chomsky a Slavoj Žižek, pasando por Javier Solana, Marina Garcés,  Anthony Giddens, Gianfranco Ravasi o Victoria Camps. Entrevistamos a uno de los editores, Miquel Seguró, profesor de Filosofía de la Universitat Oberta de Cataluña e investigador de la Càtedra Ethos de la Universitat Ramon Llull. Coordina la revista ‘Argumenta Philosophica’. 

A grandes rasgos, ¿Europa va hacia el abismo, la desintegración, o hacia la reformulación del su concepto, a un renacer?

Es la pregunta del millón, la que todos quisiéramos saber responder. Para poder encararla depende de lo que entendamos por Europa, que no es tarea fácil. Si es un espacio político, o parte de eso que llamamos «Occidente», es evidente que por un tiempo estará ahí, y con ello todo el juego de intercambio geopolítico que su posición en el mundo comporta. Sin embargo, la pregunta va en un sentido más grave, más simbólico y axiológico. Europa, como realidad civilizatoria y como proyecto de convivencia, pervivirá aunque esta Unión Europea, la más burocrática, la lleve a sus máximas contradicciones. No soy muy dado a cataclismos irrestrictos, y como en Europa ya llevamos algunos milenarismos y aquí estamos todavía, no me parece que estemos ante el fin de todas las Europas. Respondiendo en concreto a tu pregunta te diría que un poco de todo: Europa vive un proceso de desintegración de su propia realidad fáctica, pero no de su formulación como idea. Al revés, la ebullición de planteamientos, alternativas, movimientos sociales, me permiten entender todo lo contrario: existen no pocos europeos y europeas que buscan darle vida al proyecto, y por eso se quejan. Nos quejamos.

¿Cuál es la gran amenaza para el Viejo Continente?

Ella misma, y su dualidad interna. Europa vive en un estado de mala conciencia perpetuo. Consciente de su particularidad e importancia histórica, se autoexige una ejemplaridad que siempre le hace estar en permanente neurosis. A diferencia de lo que pueda pasar con los Estados Unidos, en Europa no existe ahora un orgullo europeo que salga a relucir en los momentos de crisis. Al contrario. Cuando sufrimos un atentado terrorista, por ejemplo, fácilmente buscamos qué hemos hecho mal para que el otro crea que eso es lo que nos merecemos. Exagero un poco, lo sé, pero nada que ver con las reacciones vistas con los atentados del 11-S, que reforzaron la popularidad de Bush. Te pongo otro ejemplo: que los así llamados refugiados quieran venir a Europa y no quedarse en los países del Golfo, también musulmanes y mucho más ricos que los europeos, nos pone en la tesitura de esa dualidad. Claro, tampoco podrían porque esos países les han cerrado las puertas de una manera miserable, pero aunque pudieran elegir, no tengo duda que muchos de ellos preferirían venir aquí. ¿Por qué? Porque tenemos un estado de derechos mínimos universales que garantiza que, si no se cumplen, uno puede reclamarlos. Y no me parece que eso sea poca cosa. Sin embargo, nos lamentamos, no sin falta de razón, de una gestión mejorable en muchos aspectos.

¿Y no será que peca, Europa, de un exceso de solipsismo? A veces nos cuesta ver que hay vida más allá de nosotros…

Yo diría que Europa peca más bien de narcisismo. Sea porque se cree que es la referencia civilizatoria del mundo, o porque es la culpable de todos los males del mundo, en uno u otro sentido se expresa, a mi modo de ver, esa autoexigencia que te comentaba. No perdamos de vista que la idea «ética» de Europa remite a la época moderna que desemboca en la Ilustración (siglos XVII y XVIII, como recuerda Eva Illouz en uno de los capítulos del libro), de ahí que los absolutismos de esa época puedan reconocerse en esa idea de Europa. Sobre todo el que tiene que ver con la asunción de una razón universal que se deja ver (el Siglo de las Luces) en una civilización, la europea. Tal privilegio puede convertirse en una especie de deber-privilegio de tener que mostrar al mundo cuál es la senda de la buena razón. Y aunque las intenciones fueran las mejores, eso fácilmente da piel al colonialismo. Hoy día no decimos que queremos civilizar el mundo, pero sí me atrevo a decir que en nuestro fuero interno vivimos con la certeza de que la nuestra es la mejor civilización posible. Y tanto es así, nos decimos, que hasta podemos negarnos a nosotros mismos y asumir las «bondades» ajenas (o supuestas bondades, idealizadas desde Europa, del resto de proyecto de convivencia social). Pero esto de buscar lo bueno del «otro» es un movimiento que tiene más de «europeo» que otra cosa. Caricaturizando un poco las cosas, a veces me da la impresión de que a los europeos nos gusta salir por el mundo para luego volver a casa y decirnos, naturalmente en secreto y con un punto de mala conciencia, que nuestro sistema de valores y de convivencia no es tan malo.

¿Y si Rusia fuera parte de Europa?

A nivel geopolítico me parece improbable que eso suceda, al menos por unos cuantos decenios. No solamente por la Guerra Fría, quizás no tan superada, sino porque la alianza que se dibuja entre Putin y Trump tiene como principal objetivo aislar Europa. Precisamente sobre esto me comentaba Slavoj Žižek en una entrevista que puede suponer una oportunidad para la cohesión axiológica de Europa. A los europeos nos cuesta sentirnos contentos con nosotros mismos, y más cuando eso debemos hacerlo a costa de otros que consideramos más débiles o damnificados por nuestras culpas. Sin embargo, cuando quien nos pone en tela de juicio es alguien a quien consideramos por lo menos igual a nosotros mismos, la cosa cambia. Faltaron horas para que se condenara públicamente y desde múltiples tribunas la decisión de Trump de levantar muros físicos y diplomáticos contra la inmigración mexicana y árabe. Ahí sí es fácil que todo el espectro político europeo, también el de izquierda, se alce en defensa de unos valores universales de dignidad y justicia válidos para todo el mundo. Y lo mismo podemos decir de la reciente propuesta del parlamento ruso de levantar las sanciones penales a la violencia doméstica ocasional.

¿Cree que asiste algún derecho moral a Europa para tratar de imponer su modelo en otros territorios?

Rotundamente no. No existe ningún «derecho» para poder justificar la imposición de nada a nadie. Existe, si acaso, motivos o razones para defender que la propia es la mejor de las soluciones posibles a los dilemas de la convivencia social del siglo XXI. Y en esto sí soy un claro europeísta: no tengo duda de que, a día de hoy, el proyecto de una Europa que se autoconstituye como una fraternal y justa convivencia de las diferencias, en un equilibrio, siempre dinámico y complejo, entre libertades personales y responsabilidades colectivas, es el más plausible de los modelos a seguir. Eso no excluye, lejos de todo absolutismo, que sea el único o que sea completo. ¿Qué más europeo que curiosear por todas partes cómo vive la gente y qué podemos aprender de ellos? Pero tampoco tener que asumir un relativismo absoluto en relación al resto de tradiciones civilizatorias. Defiendo, por decirlo de un modo gráfico, un relativismo asimétrico en relación a un punto ideal de desarrollo de convivencia humana. Quiero puntualizar que en todo lo que llevamos de entrevista me estoy refiriendo a la idea de Europa como espacio de convivencia y de desarrollo social. Dejo de lado toda la cuestión del capitalismo y sus salvajes consecuencias. Y lo hago porque creo que lo que representa hoy día es algo muy poco europeo: la sumisión de las personas y su dignidad a la producción impersonal e impertérrita del capital.

¿Qué papel desempeña –o debe dejar de desempeñar- EEUU para que Europa remonte de este estancamiento?

Junto lo que he comentado antes de Trump y la afirmación de la propia realidad axiológica de lo «europeo», un modelo de vida y de proyecto social que no arrase con todo y nos haga tener que lidiar en Europa con tasas de pobreza (económica, energética, alimentaria) como las que tenemos. Eso es tan indigno de ser llamado Europa como el racismo, la xenofobia y demás reducciones de la diversidad humana a antagonismos violentos.

Así como parece que no hay un modelo alternativo al capitalismo, parece que tampoco hay modos de actuar concretos que enderecen la situación actual, ¿o sí los hay?

Si los hay, no se consiguen de la noche a la mañana. En el libro participan autores de muchos colores políticos. Žižek representa, por ejemplo, una postura más radicalmente crítica con el capitalismo y más netamente revolucionaria. En cambio, Giddens, defensor de la tercera vía, aboga por una reformulación de la social-democracia como senda intermedia entre el liberalismo y el socialismo. Yo me inclinaría a decir que si debe haber una alternativa al capitalismo esta tiene que venir de una asunción consciente y contundente del proyecto social y ético de Europa. Es decir, un proyecto donde lo liberal pueda darse pero dentro de un marco social que lo enmarque. Eso solamente es sostenible si existe un verdadero compromiso social con el proyecto del estado de bienestar, que garantice para todo el mundo un mínimo. Esta idea, que es muy comunitarista y garantista, debe coexistir sin embargo con los afanes liberales, tanto en lo moral como en el desarrollo personal y productivo de los europeos. No creo que a ninguno de nosotros nos guste que el Estado nos marque qué podemos estudiar, en qué sector debemos trabajar o cómo debemos gestionar económicamente nuestro ocio. Me resisto a creer que el equilibrio al que aspira la social-democracia esté agotado. Sí tiene razón Žižek al reconocer su crisis como una de las causas de la actual crisis política de Europa y de fenómenos como el de Trump. De ahí que hayan aparecido movimientos sociales muy críticos con ella que han generado nuevas ilusiones y posibles perspectivas de que las cosas pueden ser diferentes. Pero no comparto con Žižek que sea un discurso superado. Al revés. Buen ejemplo de ello es que la mayoría de los electores ven estos movimientos de renovación social como una necesaria declaración de intenciones. Lo que sucedió con Syriza en Grecia ha puesto coto a aquellos que creían que el voluntarismo es suficiente para mover montañas. Hace falta, además de la convicción y la voluntad, una organización comprometida, una competencia para su desarrollo y una alta dosis de paciencia y de sacrificio colectivo. En resumidas cuentas: a día de hoy la única alternativa que le veo al capitalismo salvaje que nos acecha y destruye es la irrupción de un nuevo pacto social consciente de las exigencias que implica que mire más a su izquierda que a su derecha. Eso comporta, ante todo, una autocrítica de la izquierda liberal. Y para eso, el papel que puede jugar esta nueva izquierda es fundamental. No para ponerse al servicio de ella, sino para que le dispute a la social-democracia en el mejor de los sentidos el espacio político de un modelo digno de ser llamado europeo.

Para terminar: ¿es optimista respecto a Europa? 

No me gusta definirme como optimista o pesimista a raja tabla. Me parecen que son actitudes relativas, que dependen de a qué se refieran. Los seres humanos somos duales, ambivalentes, contradictorios: no somos ni almas caritativas ni tampoco asesinos en serie. Sabemos que los responsables del exterminio de prisiones en los Lager nazis eran capaces de ser amorosos y afectuosos con otras personas. Esa capacidad para combinar las dos caras de la moneda, y hasta su borde, es lo que hace imprevisible el curso de la historia. Dicho esto, en lo que concierne a Europa soy más propenso al optimismo que al pesimismo. Tiendo a interpretar que todas las críticas hacia este continente son la constatación de que algo no funciona porque puede ir mejor, bastante mejor. Y eso es justamente ser Europa: la aspiración dinámica y casi infinita a un mayor grado de justicia y bienestar social. Con esto sería peligroso eclipsar los riesgos contemporáneos porque una serie de sucesos podrían agravar la crisis interna del proyecto europeo. Si los populismos crecen y se hacen con el poder de estados como Francia o Alemania, como ha sucedido con Trump, la cosa se agrava. O lo mismo si la Unión no cambia el rumbo de sus acciones y no es capaz de darle un cariz más político y global a su dinámica gubernamental, dejando que las relaciones económicas internas no se revisten de un proyecto social que les dé sentido. Aun así, creo que el proyecto y la idea de Europa no quedarán desterradas. Puede que esta Europa tenga todas las de fracasar, y con ello hipotequemos no pocos esfuerzos de futura recomposición. Pero me parece excesivo que eso pueda implicar el fin de esta historia que tiene tantos años. Entre otras cosas porque ha costado mucho esfuerzo llegar hasta aquí, y sería poco responsable tirar por la borda tantos siglos de historia social europea. Y más viendo cómo está el mundo.

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