Cultura

Brevísima estancia en Ferrara

«El viajero llega a Ferrara en ferrocarril, procedente de Bolonia, una mañana temprano, y sabe que sólo dispone de unas horas para hacerse una idea aproximada de la ciudad.»

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01
enero
2017

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El viajero llega a Ferrara en ferrocarril, procedente de Bolonia, una mañana temprano de principios del pasado mes de agosto, y sabe que sólo dispone de unas horas para hacerse una idea aproximada de la ciudad. Para no perder tiempo, coge un taxi que lo deja junto a la catedral. Aunque lo que de verdad le interesa es el trazado urbano de la ciudad renacentista, no puede por menos que admirar algunos de sus edificios. Sabe de la creciente importancia de Ferrara desde el primer tercio del siglo XIV, donde se ha creado una nueva Universidad y donde Guarino de Verona, en 1436, ha abierto una prestigiosa escuela de estudios humanísticos, por donde pasó Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II. Artistas tan destacados como Mantegna, Piero della Francesca y probablemente Roger van der Weyden también permanecieron durante un tiempo en la ciudad, privilegiada por los cuidados de su señor, Leonello d’Este, entre 1441-1450. Pero los grandes mecenas de la urbe serán los tres duques posteriores, Borso I (1450-1471), Ercole I (1471-1505) y Alfonso I (1505-1534), especialmente el segundo de ellos.

La vieja catedral románica agrada y decepciona simultáneamente al viajero. Le gustan sobremanera las partes conservadas después del devastador terremoto de 1570, esto es, la fachada principal y todo el lado sur hasta la torre-campanario. Construida entre los siglos XII y XIII, la fachada es típica del románico italiano, otorgando preeminencia a los huecos en forma de galerías de arquillos corridos, que no tienen otra finalidad que animar la enorme pantalla con juegos de claroscuro, provocados por la incidencia de los rayos del sol. Los sillares maravillosamente bien cortados y ensamblados, el proporcionado equilibrio de calles verticales y pisos horizontales, el resalte de la portada con su deliciosa tribuna y el baldaquino de columnas pareadas apoyadas en majestuosos leones, la blancura de la piedra, la modesta elevación en altura, tan italiana, frente a la infinitud ascensional de las catedrales francesas, en fin, el lenguaje tan inequívocamente italiano, que no olvida remotas influencias lombardas, se mantiene vigoroso cuando se contempla el largo muro sur, con su interminable galería corrida superior, los arcos ciegos que cobijan tres diminutas arcadas, debajo de la citada galería, y las encantadoras viviendas medievales que hay en el nivel más inferior, sostenidas por firmes columnas de mármol, usadas hoy como antaño como establecimientos comerciales de refinado gusto. En el ángulo SO una pequeña construcción a modo de «loggetta» cierra por este lado el conjunto, que lo hace por el otro con el campanile, cuyo diseño, muy posiblemente, se deba a Leon Battista Alberti, un volumen prismático dividido en cuatro cuerpos, de los cuales sólo el superior ofrece vanos abiertos.

Pero lo decepcionante es la reconstrucción barroca del edificio del primer tercio del siglo XVIII, ostensible ya desde fuera, pero sobre todo en el interior; decepcionante, no porque se trate de un lenguaje barroco, sino porque éste es anodino, repetitivo y nada original. La moda imperante se impuso, y, lamentablemente, no podemos disfrutar hoy de uno de los más bellos interiores románicos de Italia, tal como podemos hacerlo en el Duomo de la vecina Módena.

© David Madison/Getty Images

© David Madison / Getty Images

Enfrente de la catedral está el Palazzo del Comune. Aquí lo interesante, en cuanto a la perspectiva se refiere, es la acertadísima colocación del Arco del Caballo, mirando a través del cual se entrevé el Castillo Estense. Cuando en 1443 acudió Alberti a Ferrara, además de los diseños del campanile de la catedral, preparó también los de este Arco del Caballo, en rigor el pedestal de la estatua ecuestre de Nicolás III de Este. Exquisito diseño, portentoso conocimiento de las ruinas clásicas romanas, originalidad suprema en la recuperación de lo antiguo, esa «buona maniera greca antica» restaurada de la que habla Giorgio Vasari, esto es, lo moderno, el estilo del Renacimiento. Las acanaladuras del fuste, el éntasis de éste, los medallones de las enjutas y las bandas horizontales del arquitrabe, permanecen para siempre en la retina de quien los ha contemplado sólo una vez, aunque sea fugazmente. Se percibe lo permanente y eterno.

El Castillo de los Este no tiene ningún interés desde el punto de vista urbanístico. Es más, interrumpe el trazado de los nuevos y modernos ejes, o, más bien, obliga a su desplazamiento hacia el Norte. Esta mole inmensa, rodeada de un ancho e impresionante foso, es una verdadera isla en medio del casco urbano, una fortaleza defensiva, un lugar disuasorio, exponente inevitable del divorcio entre el príncipe y la plebe. Esta auténtica ciudadela viene a conjurar peligros de revueltas que sucedieron no mucho antes de su erección.

Pero el ansioso visitante se adentra en lo que de verdad viene buscando, ese ejemplar trazado viario de calles rectilíneas, el llamado ensanche del duque Ercole I y cuyo autor fue el arquitecto y urbanista Biagio Rossetti. El viajero va bien provisto de un detallado plano de la ciudad impreso en Leipzig en el siglo XIX. Es una guía fantástica, que nada tiene que ver con los modernos folletos turísticos, tan pobres y prosaicos. Primero se interna en la calle de los Ángeles (Via degli Angeli, hoy Corso Ercole I d’Este). Admira el trazado ortogonal, el alineamiento de los edificios, la proporción de las manzanas, la calzada y las aceras, la increíble anchura de la vía ¡en 1490-1491!, la altimetría uniforme de los edificios, el soberbio Palazzo dei Diamanti, asimismo de Rossetti, y, de modo muy especial, esas espléndidas decoraciones angulares en mármol, reforzando y hermoseando las esquinas de las construcciones. A continuación, vuelve sobre sus pasos y penetra en la vía Palestro (antes Bersaglieri del Po), hasta llegar a la deslumbrante Piazza Nova, el más impactante descubrimiento de su rápido paseo. Trazada por Biagio Rossetti, erigióse en ella, en 1675, una columna con una estatua del papa Alejandro VII Chigi. Desde 1833 la estatua es del poeta Ludovico Ariosto; de ahí que el espacio se llame ahora Piazza Ariostea. Sólo estando ante ella puede uno percatarse de su inmenso tamaño. Está a medio camino entre un anfiteatro, un circo romano y un estadio para carreras de atletismo de la Grecia antigua; pero no, es una plaza, rodeada de viviendas extraordinariamente modernas cuando fueron construidas. Hoy todo el destartalado conjunto se halla lejanamente solitario, semiabandonado, melancólicamente alejado del ajetreo bullicioso del pequeño centro histórico al que acuden los turistas. No creo que ninguno de ellos se decida a derramar su mirada por este colosal vestigio de una época que no volverá nunca.

© Mauro Menegatti / EyeEm/Getty Images

© Mauro Menegatti / EyeEm / Getty Images

Pero todavía le espera al viajero una última sorpresa. Consulta su reloj. El tiempo apremia. No obstante, no puede evitarlo. Sin saber exactamente qué va a encontrarse, recorre a paso rápido la vía Borso, percibiendo de inmediato que está internándose en las afueras. La abundante vegetación sobresale por entre las tapias de los desvencijados caserones. El silencio es completo. Los rayos del sol caen de plano cerca de las dos de la tarde. Ni un alma. El visitante continúa avanzando; poco a poco comienza a vislumbrar el secreto oculto que desde tan lejos no podía dilucidar. Es el camposanto, el maravilloso cementerio de Ferrara, y, junto a él, la Cartuja, con su iglesia de San Cristóbal, las celdas de los monjes, las inmensas parcelas de césped. Todo el conjunto, diseñado de nuevo por Biagio Rossetti, ofrece una regularidad y una simetría geométricas encomiables. Una arquitecta-conservadora, la única persona, además del guarda, que el viajero encuentra en tan solitario y apartado lugar, le explica que la iglesia está cerrada debido a labores de restauración. Normal en Italia. Queda la opción de caminar por entre las tumbas y los panteones de las viejas, nobles y olvidadas familias de Ferrara. Hasta el aire y la luz, a pesar de ser pleno estío, están impregnados de un melancólico halo romántico. Se trata de un lugar olvidado de la historia de los hombres. El viajero vuelve al centro histórico a toda prisa. No dispone casi de tiempo. Antes de abandonar la ciudad le dedica un respetuoso saludo a Girolamo Savonarola, egregio ferrarense de honda espiritualidad incomprendida, quemado vivo en la Piazza della Signoria de Florencia el 23 de mayo de 1498, por orden de Alejandro VI Borgia, y cuya estatua, con ademán gesticulante lanzando una diatriba moralizante, se alza junto a la mole del Castillo Estense.

Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.

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