Educación

El misterio de la mente absorbente

«¿Qué culpa tiene el niño de que le hayamos saturado con alternativas que no se ajustan a su orden interior?», se pregunta Catherine L’Ecuyer, autora de Educar en el asombro.

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25
octubre
2016
Portada del libro ‘Educar en el asombro’

«Nuestros alumnos no hacen lo que quieren; quieren lo que hacen», decía María Montessori. Esa pequeña frase introduce un mundo de matices deliciosos. Libertad no es libertinaje. Necesidad y deseo no siempre caminan de la mano.

¿Cómo conseguir que un niño quiera hacer lo que debe y desee lo que verdaderamente necesita? «¡Pero eso es imposible!», exclaman los mismos escépticos que acusaban a Montessori de hipnotizar a sus alumnos, a falta de comprender cómo un niño de tres años podía quedarse profundamente concentrado, sin miedo al esfuerzo ante un problema matemático.

La mente absorbente del niño sigue siendo para muchos un misterio. Como todos los misterios, corremos el riesgo de profanarlos, si no nos acercamos a ellos con humildad y devoción. ¿No decía Montessori que la principal característica de un maestro era «la humildad espiritual»? ¿A qué camino nos llevará el confundir esa mente absorbente con la mente pasiva del que se queda embobado ante la pantalla? Ante ella, no es el niño quien lleva las riendas, sino los algoritmos de la aplicación, programada para predecir la reacción pasiva del cerebro, a unos estímulos sostenidos e intermitentes, diseñados para enganchar al usuario. ¿A qué nos llevará confundir ‘enganchado’ con ‘atento’ y ‘fascinación’ con ‘asombro’?

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Para poder desear lo conveniente, el niño ha de estar rodeado de belleza, que los griegos definían como «expresión visible de la verdad y de la bondad». Ya se escucha a los escépticos preguntar, «¿verdad y bondad, qué es eso?». El niño les responderá mejor que nadie, porque a esas características de la belleza no puede resistir su corazón inocente y su mente asombrada.

Cuando nos llevamos las manos a la cabeza porque el niño no desea lo que hace y hace todo lo que quiere, ojalá pudiéramos llegar a otra conclusión que la de culparle. ¿Qué culpa tiene él de que le hayamos saturado con alternativas que no se ajustan a su orden interior sin ni siquiera haber llegado a la edad de la razón? Es la reacción lógica del que ha sido alejado de la belleza, de lo que su naturaleza pide a gritos, como lo hacía Gisela, la niña ciega de Chaikovsky: ¿Cómo puedo desear ardientemente lo que tan solo consigo ver confusamente?

Catherine L’Ecuyer colabora con el grupo de investigación mente-cerebro de la Universidad de Navarra y es autora de ‘Educar en el asombro’. También comparte sus reflexiones a través de su blog.

*Artículo previamente publicado en la revista Magisterio.

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