Derechos Humanos

El horror se instala en Europa

El investigador Gonzalo Fanjul advierte en este artículo sobre las consecuencias de una política migratoria populista que se ceba con los más desprotegidos y perjudica a los países de origen y destino.

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01
marzo
2015

El número de quienes han fallecido en el Mediterráneo y el Atlántico tratando de alcanzar las costas europeas podría superar las decenas de miles. En la frontera que separa México y Estados Unidos, patrullas de vigilantes voluntarios disparan a los espaldas mojadas que cruzan el desierto y el muro. El PSOE impulsó durante su Gobierno la reclusión de madres de familia extranjeras en centros de internamiento que solo se distinguen de una penitenciaría en el nombre. Sin que nadie se lo hubiera pedido -y sin aportar números que lo justificasen-, el Partido Popular aprobó poco después de llegar al poder la introducción de un apartheid sanitario que desprotege a centenares de miles de nuestros vecinos de barrio.

Cuando nuestros nietos echen la vista atrás a estos días, se abochornarán del modo en que Europa y otros países desarrollados aceptaron la introducción de ciudadanías de tercera clase en nuestras propias sociedades. Pero sería ingenuo pensar que este agujero moral es responsabilidad de un puñado de gobernantes sin escrúpulos: los líderes cumplen un guión escrito por votantes bipolares que mantienen empleadas del hogar irregulares mientras castigan de forma inmisericorde cualquier flexibilización de la política migratoria.

Este juego electoral de parvulario ignora la regla de oro de la movilidad global: son las expectativas de ingreso y la evolución de los mercados de trabajo las que determinan los procesos migratorios, que se producen fuera del sistema si no existe posibilidad de hacerlo dentro. La inmigración irregular es la consecuencia lógica de un modelo de puerta estrecha que durante los años buenos impide la llegada de los trabajadores que precisan nuestras economías y durante los años malos los atrapa sin posibilidad de retorno. Un sistema tan inmoral como idiota que perjudica los intereses de todas las partes afectadas: países de origen, inmigrantes y, con toda certeza, sociedades de destino.

Las consecuencias prácticas de este desajuste han sido ampliamente documentadas. El think tank laborista IPPR estimó en 2009 en más de 1.000 millones de libras anuales los recursos que perdía el fisco británico al impedirse la regularización de los trabajadores extranjeros. El Banco Mundial estableció en 2006 que un incremento modesto de los flujos migratorios (equivalente al 3% de la fuerza laboral de la OCDE) generaría para los países pobres recursos equivalentes al triple de todo lo que recibían en concepto de ayuda al desarrollo. Nuestro país cuenta en este momento con un número indeterminado de entre 500.000 y 800.000 inmigrantes irregulares, muchos de los cuales querrían volver a sus países si se les ofreciese alguna oportunidad de retorno a España en el futuro.

Porque habrá un futuro, aunque la niebla de esta crisis nos impida verlo. Y ese futuro es una Europa envejecida en la que solo una revolución demográfica que incremente la base de la pirámide de población nos permitirá garantizar el dinamismo de las economías y la sostenibilidad de los Estados del bienestar que tanto valoramos. Un cálculo rápido que considere las posibilidades de crecimiento de la población autóctona sugiere que esa revolución solo será posible a través de la inmigración, por impensable que nos parezca ahora. En el censo de España para 2011, por ejemplo, el peso de las franjas de edad entre los 15 y los 45 años es dos veces más alto entre los extranjeros que entre los españoles (cuya población se acumula en la franja 30-60).

La respuesta a esta situación es la combinación entre una agenda ‘defensiva’ y una ‘ofensiva’. La primera exige establecer líneas rojas infranqueables en materia de derechos humanos y laborales. Todo lo que les dije al inicio de esta pieza, pero al revés. La segunda implica embarrarse junto con los países de origen en la definición de nuevas reglas e instituciones que incentiven a todas las partes a jugar dentro del sistema y no fuera de él. Nada diferente a lo que ya hemos hecho en la gobernalidad de otros asuntos globales complejos, como el comercio, el cambio climático o la persecución de crímenes contra la humanidad. Y exigirá el mismo tipo de liderazgo visionario y pedagógico que se aplicó entonces. Ni más ni menos.

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