La abdicación del rey
La abdicación de don Juan Carlos, el pasado 2 de junio, cierra definitivamente un dilatado periodo de la historia contemporánea española.
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COLABORA2014
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La abdicación del Rey D. Juan Carlos, el pasado 2 de junio, cierra definitivamente un dilatado periodo de la historia contemporánea española, iniciado el 22 de noviembre de 1975, y, más en concreto, desde el 3 de julio de 1976, en que Adolfo Suárez juró su cargo como Presidente del Gobierno, ciclo no exento de extraordinarias dificultades, de turbulencias y de desaciertos, pero del que objetivamente creo que puede afirmarse que ofrece más luces que sombras, y cuyo balance general, como poco, es ampliamente positivo, o, si se prefiere, positivo a secas. Resulta, asimismo, equitativo decir que nunca los españoles, a pesar de los temibles zarpazos del terrorismo etarra, han gozado de tantos decenios de paz y de prosperidad. Sólo entre 2008 y 2010, la situación general, de una forma clara que no admite ocultaciones, ha empezado a torcerse de manera preocupante y a dar síntomas innegables de agotamiento el modelo; no todo el modelo, sino zonas o parcelas relevantes del mismo, que, por supuesto, pueden ser, y lo serán, enderezadas y corregidas.Que a nadie le quepa la menor duda de que de esta situación de crisis, económica e institucional, pero también de valores, España saldrá airosa y fortalecida. En circunstancias y coyunturas peores nos hemos visto, y, sin embargo, hemos sido capaces y hemos sabido resolverlas, naturalmente que con el concurso colectivo.
Se ha tratado de un periodo satisfactorio porque, durante estos casi treinta y nueve años de reinado de D. Juan Carlos, España pasó de un régimen autoritario y de una dictadura personal sustentada principalmente en el poder del Ejército, a una Monarquía parlamentaria y a un Estado social de Derecho, esto es, una forma de Estado de Monarquía constitucional en donde el rey reina pero no gobierna, y un régimen político basado en la democracia parlamentaria y en la división de poderes del Estado, a pesar de todas las deficiencias y limitaciones que deben ser todavía subsanadas y corregidas. Pero la Constitución de 1978, a la que sin duda hay que reformar en algunos puntos concretos, contiene en su seno un formidable potencial de desarrollo todavía inexplorado. Por tanto, este sería, pues, el primer haber y activo de la institución monárquica restablecida en 1975: que el Rey, que gozaba de un poder ejecutivo muy considerable en el momento de ser coronado, que había sido elegido por el general Francisco Franco precisamente para evitar la instauración de una democracia al estilo de la de los países del occidente europeo, decide ser el rey de todos los españoles, aceptar plenamente las reglas del juego democrático, abrir un proceso constituyente, ceder prácticamente todos los poderes que lo investían desde que se convirtió en la más alta magistratura del Estado, salvo el de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas (competencia que se revelaría decisiva para detener el Golpe de Estado del 23 de febrero de 1981), y poner todo lo que estaba en su mano, como sumo árbitro de la situación y de las fuerzas en liza, para que la Transición tuviese lugar de manera no traumática y llegase finalmente a buen puerto. Creo no exagerar si afirmo que el Rey fue el principal actor de la Transición, así como Adolfo Suárez su más conspicuo arquitecto, pero eso no significa, ni mucho menos, que una transformación política de tan hondo calado pueda sostenerse exclusivamente sobre los hombros y las voluntades de ambos, por decisiva que fuese su participación y por mucha complicidad que hubiese entre ellos. Era imprescindible, y afortunadamente se consiguió, el concurso de otros agentes fundamentales. En primer lugar, la impagable sensatez, moderación y madurez política de la inmensa mayoría del pueblo español, deseoso de una Transición pacífica en la que se pusiera en valor el denominador común de lo que nos unía y se orillase aquello que nos separaba y nos enfrentaba; en segundo término, la actitud de los partidos políticos, de los sindicatos, de los grandes empresarios y banqueros, de la Iglesia católica y de amplios sectores de la oficialidad del Ejército. Los partidos políticos, por su capacidad para establecer acuerdos en relación a los puntos verdaderamente esenciales, el primero de los cuales era alcanzar una convivencia pacífica entre todos los españoles, con independencia de sus ideas políticas y de sus creencias religiosas; los sindicatos, por ceder temporalmente en ciertas reivindicaciones, a fin de que fuese posible un clima propicio que permitiera acuerdos como los Pactos de la Moncloa; las élites económicas y financieras, porque se dieron cuenta de los beneficios que se derivarían de la implantación de un régimen de libertades y de un clima de paz ciudadana; la Iglesia, porque, salvo sectores minoritarios, no sólo estaba dirigida en ese trance por un hombre providencial, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, sino que, al estar constituida esencialmente, cosa que interesada y sesgadamente olvidan algunos, por la comunidad de los creyentes, se encontraba en su mayoría dispuesta a abandonar veleidades nacionalcatólicas, intolerantes y antidemocráticas; el Ejército, porque, además del extraordinario papel desempeñado por el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, disponía de unos mandos intermedios, una oficialidad joven, que no había participado en la Guerra Civil de 1936 y que estaba firmemente comprometida en el asentamiento de los valores democráticos. Las principales dificultades fueron tres: el ruido de sables y los intentos involucionistas desde dentro del Ejército, el terrorismo vasco y la calamitosa situación económica. El terrorismo irredento ha continuado golpeando salvajemente hasta hace menos de un lustro, pero, por fin, ha sido derrotado. La situación económica comenzó a enderezarse a partir de la firma de los Pactos de la Moncloa, a pesar de las enormes dificultades que continuaron enquistadas y que, aún todavía, ni mucho menos han desaparecido, pues se trata de problemas de índole estructural. En cuanto al Ejército, la firme actuación del Rey la noche del 23 de febrero, supuso un golpe mortal para cualquier intento posterior de rebelión contra el ordenamiento constitucional por parte de un sector, siempre minoritario, de los militares.
Convendría subrayar, al margen del no menor servicio prestado por las Cortes franquistas al autoinmolarse, gracias en buena medida a ese sutil documento de ingeniería jurídica que fue la Ley de Reforma Política diseñado por Torcuato Fernández Miranda, la capacidad de acuerdo y de consenso de los partidos políticos del arco parlamentario durante la Transición, incluidos los nacionalistas catalanes, aunque el papel primordial correspondió entonces al Partido Comunista, que mostró lealtad, patriotismo y sentido del Estado. Ningún historiador serio puede negar este hecho, aunque hoy las circunstancias hayan cambiado y amplios sectores de ese Partido, inserto en lo que de modo eufemístico se denomina la Izquierda Plural, no se hallen dispuestos a mantener similar lealtad institucional.
Tampoco debemos olvidarnos de los apoyos externos, especialmente, en los años más difíciles, de Willy Brandt y el Partido Socialdemócrata alemán. La Francia de Valéry Giscard d’Estaing ayudó más bien poco, incluso la de Mitterrand, aunque la situación era ya muy distinta, y los Estados Unidos se adhirieron sin fisuras a la nueva España constitucional a partir de marzo de 1981. Pablo VI, en cambio, sí fue un destacado antifascista, como miembro que era de la familia italiana de los Montini, y se opuso decididamente, aun dentro de su mermada capacidad de maniobra, a las actuaciones más censurables de los últimos años del régimen dictatorial. Por supuesto, apoyó sin ambages la transición pacífica a una democracia plena. Ya nos hemos referido a su valedor, el cardenal Tarancón.
A partir de la llegada del Partido Socialista al Gobierno en el otoño de 1982, la democracia fue consolidándose y entre el Rey y Felipe González surgió una amistad y una complicidad sólo comparable a la de la etapa de Adolfo Suárez. El Monarca se convirtió en nuestro principal embajador a nivel internacional, su prestigio iba en constante aumento, se le abrían todos los foros y llevó a cabo una extraordinaria labor de promoción de España en el exterior, de nuestras empresas, de nuestro capital humano y creativo, de nuestro papel en el concierto de las naciones. Esta tarea continúa todavía hoy desempeñándola. Asimismo, su papel ha sido decisivo, más que en la posición que nos ha correspondido en la Unión Europea (esta labor no puede sustraérsele a Felipe González y a sus diferentes Gobiernos), en el reforzamiento de los lazos de hermanamiento y amistad con la comunidad iberoamericana de naciones, así como en la consolidación y prolongación de nuestra tradicional política de amistad con los países árabes, especialmente con las monarquías del Golfo. Por supuesto, los vínculos de amistad con el Reino de Marruecos merecen una consideración especial, del mismo modo que ha sido muy importante la apertura a Israel.
Pero, al margen de comportamientos privados del Rey pertenecientes a la estricta esfera personal, en los que no voy a entrar―aunque sí quiero enfatizar la modélica actuación de la Reina Doña Sofía, cuya ejemplaridad y honestidad están fuera de toda sospecha, por no hablar de su profesionalidad en el ejercicio de sus funciones―, no puede silenciarse que la institución monárquica comenzó a generar una desafección creciente desde hace poco más de seis años, principalmente como consecuencia de graves casos de corrupción asociados nada menos que a una de las hijas del Rey y a su esposo, aunque también por algún que otro incomprensible error cometido por el propio Monarca, equivocaciones que, aunque afecten sobre todo al terreno ético, no son menos preocupantes, y de los que incluso tuvo que pedir públicamente perdón en un gesto insólito y sin precedentes en las monarquías europeas. No obstante―como algunos pretenden, intentando distorsionar, manipular y hacer una interpretación sectaria y sesgada del reinado―tales comportamientos concretos no autorizan a echar por la borda la ejecutoria entera del Monarca y concluir con un balance negativo de la Jefatura del Estado durante toda la etapa.
El tiempo aclarará y los historiadores precisarán si la secuencia temporal que ha desembocado en la abdicación, ha tenido lugar tal y como se nos ha contado. A mi modo de ver, y todavía como mera impresión y a modo de esbozo, el momento ha sido cuidadosamente elegido, siendo también decisiva la actual mayoría parlamentaria y la estabilidad del Gobierno, así como la presencia del todavía secretario general de los socialistas, Alfredo Pérez Rubalcaba, a no dudarlo un hombre con auténtico sentido del Estado.
Pero lo más interesante de todo es que la necesaria regeneración de España, en lo político, en lo institucional y en lo ético, ha empezado por la propia Corona, que no sólo ha hecho un gesto de muy hondo calado, sino que, una vez más, ha dado muestra, en la persona del Rey, de su patriotismo y de su vocación de servicio. Todo el discurso de abdicación puede resumirse en la ya tan repetida frase de que hay que dar paso a una generación más joven, que será la que deberá encargarse de gestionar y dirigir las transformaciones profundas que el país necesita. Por supuesto que el Rey presenta su abdicación de la Corona al Presidente del Gobierno, se elabora, como contempla la Constitución, una Ley Orgánica de Sucesión, y son las Cortes generales las que ratifican la abdicación y proclaman al nuevo rey, ratificación que, como he dicho antes, está hoy plenamente garantizada por la aritmética parlamentaria.
El Rey ha dado paso a su hijo, de cuarenta y seis años, muy bien formado intelectual y culturalmente para ejercer sus funciones y que conoce perfectamente la realidad interior de España y los complejos avatares de la política internacional. Su serenidad, moderación, buen juicio, instrucción y neutralidad garantizan el éxito de su gestión. Al menos de su parte. Porque otro papel decisivo desempeñado por D. Juan Carlos, cuyo testigo recoge ahora su hijo, es el de haber sabido ser un excelente árbitro de nuestra realidad estatal y mantener una exquisita neutralidad y equidistancia entre las distintas formaciones políticas. Hasta lo hemos visto recibiendo, siempre que haya sido necesario, con toda cortesía y amabilidad, a los representantes del Partido Comunista que se oponen frontalmente a la institución monárquica, y no digamos a algún que otro representante de la izquierda radical nacionalista vasca, tan repugnantemente asociada, al menos en lo que atañe a sus inclinaciones sentimentales, con los sicarios del crimen y de la violencia irracional y asesina. ¡Hasta a esos ha recibido en su despacho! ¿Podría alguien recriminarle que lo hiciese, como así lo hizo, con el gesto serio y dentro de la más estricta formalidad?
La decisión del Rey interpela a toda la ciudadanía y a toda la clase política. La clave, ha venido a decirnos, como si nos hablaran de nuevo Jovellanos o Joaquín Costa, está en la regeneración democrática. Los grandes partidos con vocación de Gobierno, pero también todas las otras formaciones políticas que aceptan la democracia parlamentaria, no sólo tienen que acometer reformas democráticas muy profundas en sus estructuras internas, sino que tienen que consensuar una segunda Transición, aún más ambiciosa que la primera: lucha implacable contra la corrupción y el fraude fiscal; disposición de todos los medios materiales y humanos necesarios para que la Fiscalía y los tribunales acometan con prontitud la resolución de tales delitos; reforma fiscal que permita que aquellos particulares o aquellas empresas que generan más ingresos paguen más a la Hacienda Pública; reforma profunda de la Administración, promoviendo su adelgazamiento, suprimiendo las duplicidades y eliminando todo tipo de cargos clientelares; adopción de las medidas necesarias para que aquellas personas que de verdad están en el umbral de la pobreza o en situación económica y social que merma su dignidad como personas, sean convenientemente ayudadas y atendidas; solucionar, dentro de lo razonablemente posible, el modelo territorial de España, preservando su unidad, el equilibrio interregional, la solidaridad y la eliminación de privilegios económicos, forales y de autogobierno inaceptables en una sociedad avanzada y democrática; profundizar en la división de poderes del Estado, garantizando la auténtica independencia del Poder judicial; reformar la Ley Electoral, en aras de una representatividad más equitativa, y hacer todo lo posible por implantar el sistema de listas abiertas; reforzar extraordinariamente la educación y la enseñanza públicas, fomentando el espíritu de excelencia y el esfuerzo personal, así como fortaleciendo los valores cívicos que coadyuvan a la convivencia, a la tolerancia y al respeto mutuo; defensa de la igualdad (ante la ley y de oportunidades), no del igualitarismo; separación clara entre el ámbito religioso y el ámbito político: Estado laico, pero no laicista; defensa inquebrantable de los derechos individuales, que son los únicos y verdaderos derechos.
La democracia parlamentaria, esto es, la democracia representativa, que es el mejor, aunque perfectible, de los sistemas políticos, no es una democracia asamblearia; ésta última ofrece tintes populistas, demagógicos, y, en el peor de los casos, de ribetes totalitarios. Expresa una falacia y dice algo que carece de rigor intelectual alguno el actual coordinador federal de Izquierda Unida, miembro a su vez del Partido Comunista de España, cuando asemeja la dicotomía entre Monarquía y República con la dualidad entre Monarquía o Democracia. Falso. Las monarquías parlamentarias europeas son profundamente democráticas, probablemente los regímenes democráticos más auténticos del mundo. Muchísimas repúblicas ofrecen importantísimos déficits democráticos, por no hablar de aquellas que son abiertamente totalitarias, autocráticas o dictatoriales. El debate no es ese. Ese señor y otros como él, escudados en la carencia de formación político-jurídica de muchos españoles, quieren orientar la discusión hacia un sofisma sin consistencia intelectual. El ordenamiento constitucional no permite un referéndum. Quienes quieran cambiar la Constitución a fin de abrir paso a una nueva forma de Estado, deberán contar con la mayoría parlamentaria suficiente. Dos tercios de la Cámara Baja. Esas son las reglas del juego democrático, y hay que respetarlas. A Dios gracias, ni nuestro sistema político es un régimen asambleario ni un régimen plebiscitario. Tales regímenes desprenden olores que asfixian la libertad individual. El debate, dicho muy sucintamente, debería ser: ¿Es necesaria hoy en un país moderno y avanzado la monarquía parlamentaria? Sí, si la institución es útil y cumple sus principales objetivos: servir de árbitro respetado entre las distintas fuerzas políticas, mantener una estricta neutralidad, coadyuvar al entendimiento general y a la convivencia, ser ejemplar en todas sus funciones constitucionales, rigurosamente honesta en su gestión, austera en sus gastos y servir de símbolo unitario de la nación, sin aspavientos ni parafernalias teatralizantes, pero sí con rigor, firmeza, serenidad y patriotismo en el mejor sentido de la palabra. Parafraseando a Ernest Renan, que decía en 1882 en la Sorbona que la nación es un plebiscito cotidiano, la Corona debe revalidarse día tras día. Es una tarea ciertamente ardua. La única razón de ser actual de la Monarquía es su utilidad y funcionalidad. Hoy por hoy las cumple con creces, y, a no dudarlo, las cumplirá más aún en el horizonte de futuro que se abre en España. Pero, al fin y al cabo, no deja de ser una institución simbólica, muy importante, pero simbólica. A la ciudadanía, a los partidos políticos, a las instituciones corresponde ahora hacer de España un país más democrático, más justo y más culto. Por grandes que sean los desafíos, y son muchos y muy profundos, hay motivos para la esperanza.
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