Transparencia

¿Corrupción? No, gracias

El profesor Antonio Argandoña reflexiona en torno a los costes sociales de la corrupción en un momento en el que una ola de escándalos en distintas instituciones han provocado una ola de indignación ciudadana.

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04
diciembre
2012

Antonio Argandoña, profesor de Economía y titular de la Cátedra ‘la Caixa’ de Responsabilidad del IESE, reflexiona en torno a los costes sociales de la corrupción en un momento en el que los efectos de la crisis y una ola de escándalos en distintas instituciones han provocado una ola de indignación ciudadana.

Sí, ya sé que sois una empresa responsable, pero, lamentablemente, hemos visto ya muchos casos de empresas que, con una aureola de responsabilidad social, han incurrido en actuaciones de soborno, extorsión, conflicto de intereses, abuso de poder u otras similares. Y es que la corrupción es, a menudo, una buena piedra de toque de la verdadera actitud de una empresa ante sus deberes frente a la sociedad.

A veces la corrupción es fruto de una estrategia bien planificada. Esto no suele ocurrir la primera vez. En España lo hemos experimentado en el pasado reciente. Un promotor inmobiliario acude al ayuntamiento proponiendo la recalificación de un terreno, de la que se derivará un importante beneficio, que está dispuesto a compartir con los políticos o funcionarios que participen en la operación. El resultado es positivo y el riesgo prácticamente inexistente, de modo que la operación podría repetirse, quizás con otro promotor o en otro lugar. Pero la elevada rentabilidad despierta la codicia: ¿no podríamos convertir estas operaciones ocasionales en algo más regular? Habría que montar, claro está, una infraestructura para descubrir las oportunidades, canalizar los proyectos, cubrirnos de los riesgos fiscales y legales, hacer fluir el dinero sin problemas y, claro, blanquearlo.

La película Margin Call, protagonizado por Kevin Spacey y Jeremy Irons, muestra las conductas en una empresa que opta por el juego sucio y la corrupción.

Este tipo de operaciones es muy espectacular y mueve millones, pero están fuera de la ley y de la ética. Más alarmante pueden ser las formas no organizadas de corrupción, que se pueden dar incluso en empresas que se dicen socialmente responsables. Las oportunidades de beneficio nos pueden orientar. El jefe de ventas o el vendedor que ve que no llegará a la cuota señalada y que, por tanto, se quedará sin su bonus, y decide ofrecer algo al jefe de compras de la otra empresa para solucionar este «pequeño problema». El directivo de una empresa, cuyo hijo no encuentra empleo, y que acude al colega de otra empresa, con la promesa, explícita o no, de que él sabrá agradecerlo en sus futuras relaciones comerciales. El directivo que acepta la sugerencia de hacer una donación a la fundación de un partido político, de la que espera un rendimiento futuro, en forma quizás de contratos públicos, concesiones, contactos u otros beneficios. Y hay mil formas más.

En la Cátedra que yo dirijo hemos desarrollado una línea de trabajo, con el patrocinio de “la Caixa”, acerca de este tipo de problemas de las empresas. Porque la rentabilidad esperada puede ser muy elevada, pero los costes pueden ser muy altos y, lo que es peor, inciertos. Y crecientes. Porque conforme aparecen nuevos casos, las políticas contra la corrupción tienden a endurecerse. Ahora tenemos en España costes legales elevados, en forma de multas, pérdida de subvenciones públicas o de beneficios fiscales, prohibición de contratar con la Administración, e incluso penas de cárcel para los directivos responsables.

Y hay otros muchos riesgos. La pérdida de la reputación de la empresa («toda una vida para crearla, y cinco minutos para perderla»), el deterioro moral y humano en la organización (¿cómo reaccionarán nuestros empleados cuando se enteren de que la empresa está corrupta?, porque se enterarán, desde luego), y entre los clientes y proveedores; las dificultades para salir de esa manera de actuar…

En todo caso, me parece que lo peor de caer en la tentación de la corrupción es que denota falta de calidad en la dirección. Porque se trata de una estrategia nada innovadora, fácil de copiar, que no crea ventajas competitivas, que tiene altos costes, que puede acabar en una espiral de mayor corrupción y costes crecientes (porque la otra parte es probable que sea cada vez más exigente), y que obliga a cometer otros deslices. Porque, claro, hay que disimular la operación, mediante facturas falsas, contabilidades alteradas y la colaboración de intermediarios que, un día u otro, pueden denunciarnos (es su manera de reducir las penas que les esperan, si son imputados). O sea, la empresa acaba no pudiendo fiarse de nadie, ni dentro ni fuera. ¿Altas rentabilidades? Quizás sí, pero también altos costes. Y el reconocimiento de un fracaso, como ya he dicho.

¿Qué soluciones hay? En el proyecto de la Cátedra “la Caixa” que he explicado antes, hemos llegado a algunas conclusiones sobre esto. Quizás la más importante es que la dirección de la empresa debe manifestar claramente su rechazo total de cualquier forma de corrupción. Debe llevar a cabo una profunda reflexión interna: ¿dónde están nuestros riesgos? Debe elaborar un programa de acción, y, sobre todo, poner énfasis en la transparencia. La corrupción prospera donde no hay luz, porque esas operaciones son, por definición, ocultas. De modo que el compromiso con una contabilidad rigurosa, la documentación detallada de las operaciones, por pequeñas que sean, y la aplicación de controles rigurosos y auditorías externas acaba siendo una necesidad. Y, por supuesto, formar a todo el personal, e involucrarlo a fondo en el plan de acción contra la corrupción.

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