Opinión

¿Es la democracia ajena al islam?

Enrique Castaños, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Málaga, analiza las dificultades a las que se enfrentan los países árabes a la hora de abrazar un modelo democrático de convivencia.

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17
julio
2011

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El problema fundamental que se plantea en Siria, en Egipto, en Túnez, en Marruecos y otros países de mayoría islámica en los que resulta razonable pensar a largo plazo en un proceso de reformas democráticas (no así en Arabia Saudí o en Irán), es de carácter cultural e histórico. Con independencia del victimismo anticolonialista tantas veces esgrimido por sus autoritarios y corruptos gobiernos, propios de regímenes clientelares extremos, los países islámicos, incluso los moderados, ofrecen una característica político-religiosa que lastra su futuro: precisamente la indisoluble vinculación entre religión y política en el origen mismo del islam. Mahoma no sólo funda la última religión monoteísta de la historia, sino que funda asimismo un Estado, un Estado en el que el poder político y el poder religioso son inseparables.

En las mezquitas islámicas, a diferencia de en las iglesias cristianas, no está presente Dios (Alá), sino que la mezquita es un lugar de oración y de prédica política. El imam puede perfectamente hacer comentarios políticos de calado. Además, el proceso histórico de laicización en esos países ha sido mínimo. La ley es, fundamentalmente, la ley coránica. No hay un corpus jurídico civil independiente como el que existe en Occidente a través del Derecho romano y la inmensa labor justinianea. El Derecho, en Occidente, no se mezcla con la religión, y eso está ya en el origen mismo del Cristianismo, a pesar del enorme esfuerzo que supuso separar religión y política, cosa que, por cierto, no está aún completamente separada en algunos países occidentales. La democracia representativa es por completo ajena al mundo islámico. La democracia es un invento genuinamente griego, llevado a su perfección por los anglosajones, a pesar de sus limitaciones y potenciales mejoras.

La democracia, precisamente por no haberse producido un proceso de racionalización del pensamiento, es ajena al islam, como lo es al Asia y al África. La democracia parlamentaria, que es una conquista sólo de la burguesía occidental (inglesa, holandesa, estadounidense, francesa), que exige, además, la división de poderes (la independencia real del poder judicial y la garantía de un juicio justo son probablemente sus pilares básicos), es ajena por completo a China, a Japón, a la India, al islam y a tantas otras civilizaciones. Léanse, si no, las páginas introductorias de Max Weber en El protestantismo y el espíritu del capitalismo. Serafín Fanjul y Antonio Elorza, entre nosotros, a pesar de sus diferentes ideologías políticas, coinciden en muchos planteamientos respecto a la intrínseca dificultad del islam en abrazar la democracia burguesa, que, por cierto, es la única admisible, a pesar de sus imperfecciones. El pensador verdaderamente clave, y esto lo entendieron perspicazmente los ilustrados franceses, es el inglés John Locke. Hay un libro del pensador alemán Reinhard Lauth, Abraham y sus hijos. El problema del islam, que, desde una posición de enorme respeto y desde un conocimiento formidable de las fuentes (la Biblia y el Corán), pone de manifiesto las inmensas dificultades para acercar posiciones culturales tan distintas.

El islam clásico hizo contribuciones de primer orden al desarrollo general de las civilizaciones, en el campo del pensamiento (Avicena y Averroes), de la astronomía, las matemáticas y la medicina. Por supuesto que también en el de la literatura y la mística. Pero ese extraordinario fermento empezó a detenerse a partir del siglo XIII y durante la depresión bajo medieval en Europa. En el siglo XV, las repúblicas italianas y el territorio borgoñón del condado de Flandes habían tomado ya claramente la delantera. Las bases de la economía capitalista se sientan ahí precisamente. A pesar de sus buenas intenciones, Américo Castro idealiza en exceso la convivencia en al-Andalus de las tres religiones monoteístas. Eso sólo ocurrió durante un breve periodo del Califato de Córdoba, en el siglo X hasta la dictadura de Almanzor. Claudio Sánchez de Albornoz es en esta cuestión mucho más objetivo. Y eso que no estamos aquí negando, como se titula el magnífico libro de Juan Vernet, Lo que Europa debe al islam de España.

En ese libro de Lauth leí una cosa que me sobrecogió: en las universidades de los países islámicos no se estudia la metafísica occidental, la filosofía europea. Más aún, quizás, que la democracia ateniense, es la metafísica el signo verdaderamente distintivo de Grecia en el campo de la cultura universal, del mismo modo que la polis es su gran contribución política. Los derechos humanos son una contribución de la burguesía occidental, le pese a quien le pese. Los derechos humanos son universales, del mismo modo que lo es la ética kantiana. ¿Cómo explicarle esto a un musulmán o a un chino? Es políticamente muy incorrecto decirlo, pero Occidente, a pesar de sus enormes errores y terribles sombras, tiene una superioridad cultural y moral sobre el resto del mundo. ¿Por qué? Porque su andadura histórica, como expresara meridianamente Hegel, se basa en la conquista de la libertad. La auténtica libertad, la que respeta los derechos del individuo y la dignidad de la persona.

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