Opinión

La obsesión de Hemingway

Hemingway consideraba que le correspondía vivir una vida llena de incidentes y atravesar grandes crisis, «porque, ante todo, quiero conocer y saber».

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Mary Hemingway
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20
enero
2025

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Mary Hemingway

Siempre me gustó esa definición que hace Hemingway del valor: «grace under pressure». Sin embargo, la principal obsesión de Ernest Hemingway, más que el valor ante el peligro, era la muerte. Esa muerte que se empeñó en mirar fríamente a la cara y en pleno día, sin darse cuenta de que, como escribe La Rouchefoucauld, ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente.

Pero Hemingway consideraba que había venido al mundo a aprender cosas esenciales, a posar sobre ellas una mirada limpia de prejuicios y, por encima de todo, a escrutar hasta donde fuera posible esa «única verdad», como la calificaba su coetáneo francés, Louis Ferdinand Céline, con quien tenía más puntos en común de los que parece a primera vista.

Como Céline, Hemingway consideraba que le correspondía vivir una vida llena de incidentes y atravesar grandes crisis, «porque, ante todo, quiero conocer y saber». Como Céline, sintió que la guerra era un espectáculo que debía contemplarse en primera línea. Se lo escribió a Scott Fitzgerald: «La guerra es el mejor tema».

Hemingway sintió que la guerra era un espectáculo que debía contemplarse en primera línea

Y es que desde muy pronto Hemingway fue un enfermo de muerte. Lo fue desde el principio, cuando le obsesionaba el suicidio de su padre, sombra que lo persiguió a lo largo de su vida.

Lo fue mientras escribía sus primeros cuentos –mi preferido es El campamento indio, donde plasma en un puñado de páginas la impresión que causan un nacimiento y una muerte violenta en un joven hijo de médico–. Lo fue mientras recorría la Europa de entreguerras en busca de sensaciones y destrozando amistades a su paso (Stein, Dos Passos, Fitzgerard, los cadáveres se sucedían a sus espaldas) y mientras se apasionaba por las corridas de toros porque era el único lugar en el que se podía ver la muerte violenta, una vez acabada la época de guerras.

Lo seguía siendo cuando llegó a España como corresponsal de guerra para presenciar el espectáculo macabro que nutrió uno de sus mayores éxitos. Y también cuando volvió ya mayor, ávido de recuperar a través del espectáculo taurino la sensación de estar vivo, de que esto es verdad, de que se hallaba todavía a este lado de la barrera; como un niño que se pellizca insistentemente el brazo para demostrarse que sigue despierto. «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos», como hubiera dicho K. Dick.

Y esa sensibilidad patológicamente enfermiza, que encierra la superficie voluntariamente fría de su prosa, es lo que nos sigue atrayendo aún hoy. Guste o no, Hemingway fue un personaje profundamente trágico, un animal herido que fue dejando un rastro de sangre en sus novelas.

Su obra en sus mejores momentos está llena de silencios elocuentes, de profundidades inefables que nos obligan a comprometernos con esa hermenéutica del silencio, que según Sartre debe ser la mejor literatura. Y no podía ser de otra manera, puesto que ¿qué hay de más silencioso que la muerte?

Todo el ruido de las ambulancias, de las noches parisinas, de esas balas que silbaron por encima de su cabeza en las trincheras, de los sanfermines y la fanfarria, de las juergas caribeñas, no eran sino el ruido vital que este escritor necesitaba para apaciguar el horror que le producía el gélido silencio de la muerte. No había paz en el descanso, solo ese «sordo murmullo de motores» de Rosales, o ese «ruido blanco» de De Lillo.

De la misma manera que Stendhal vale más que la Italia de Stendhal, Hemingway vale bastante más que la España que recrea en sus ficciones. De su novela española son memorables las sensaciones de la primera página y el dramatismo de la última. Me quedo con lo que tiene de genuino.

El Hemingway que se esconde detrás de los tópicos merece la pena

Entiendo que los italianos odien al Stendhal italianizante, y es normal que los españoles odiemos a cierto Hemingway. Pero Stendhal está por encima de Italia, y Hemingway está por encima de España, de las escopetas, los anzuelos, los toros, las barbas, de La Habana y las mujeres.

El Hemingway que se esconde detrás de los tópicos merece la pena. Cuando le fallaron las palabras y se vio derrotado por el silencio, se pegó un tiro. Era el 2 de julio de 1961.  Uno no es como acaba sino en el mejor momento de su vida, dice Robert Jordan en Por quién doblan las campanas.

 

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