Sociedad

La fragilidad del amor moderno

La sociedad de consumo es una rueda infinita que cercena la existencia misma del compromiso y que refleja el ansia velada de una acumulación de capital que, en este caso, es de corte sexual.

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21
enero
2025

Asistimos, junto a él, como partícipes de su mirada. Y, sin embargo, difícilmente somos capaces de escuchar nada. Apenas hay un lamento del joven Werther que haya resistido al ensordecedor ruido del tiempo. Poco queda del amor romántico, hecho mito, encarnado por el personaje creado por Johann Wolfgang von Goethe: sus tormentos son mudos.

Su tragedia se repite, ahora, como farsa. El acto de amar, casi divino, creador y destructor, se ha esfumado, puesto que el amor, tal como señala Stendhal, es capaz de presentar a los ojos de un hombre toda la naturaleza «como una novedad recién inventada», como un universo habitado tan solo por el amante y el amado. Hoy, sin embargo, el mundo se ha encogido: las novedades parecen infinitas y se suceden, intranscendentes, envueltas en vínculos vacíos. ¿Cabe, por tanto, gozar y temblar con el estímulo del otro en nuestra imaginación, como sostenía el escritor francés?

«Para mí, romper es una de las partes más importantes de una relación», bromea uno de los protagonistas de Seinfeld, envuelto una y otra vez en efímeras relaciones sin importancia. Una broma que, sin embargo, comparte Eva Illouz: para la socióloga franco-israelí, la ruptura, el acto del abandono, constituye una de las principales características de las relaciones románticas contemporáneas. La ideología de la elección individual, sostiene, ha pasado a ser el principal marco cultural para la organización de la libertad personal. La idea de la autonomía individual, inaugurada con la llegada de la modernidad, alcanza aquí uno de sus extremos lógicos. Es en esta retirada hacia la individualidad como un proceso de «autoempoderamiento», según Illouz, donde se esconden las premisas de «una subjetividad económica y capitalista que fragmenta el mundo social».

No solo son las relaciones un reflejo de nuestro modo de consumo, sino también de nuestra propia libertad

En esta elección, mediada por el mercado y la tecnología, se fundamenta el abandono: la disponibilidad inmediata y la incertidumbre planean sobre las relaciones románticas y sexuales hasta ahogarlas bajo su propia sombra. No solo son las relaciones un reflejo de nuestro modo de consumo, sino también de nuestra propia libertad. ¿Habríamos de soportar la carga del otro cuando, en nombre de la libertad, podemos abandonar, orgullosos, cualquier enredo? En una sociedad de consumo, la elección, espejo de nuestra autonomía y nuestro deseo, realiza también al individuo: lo que elegimos es, en fin, lo que somos.

No obstante, sobre el deseo desciende la sospecha. Tal como advertía Zygmunt Bauman en Vida líquida, el énfasis del mercado «recae no sobre la generación de nuevos deseos, sino sobre la extinción de los antiguos». Uno permanece, así, siempre dispuesto al consumo, ávido de un nuevo anhelo. Una rueda infinita que cercena la existencia misma del compromiso y que refleja el ansia velada de una acumulación de capital que, en este caso, es de corte sexual. Una repetición de experiencias penosas que, según indicaba Freud en Más allá del principio del placer, podía conducir tanto a la autodestrucción del sujeto como a la imposibilidad de entablar relaciones plenas. Y es que en el amor, como sostiene el filósofo Roland Barthes, uno se proyecta en el otro con tal fuerza que, cuando le falta, este ya no puede recuperarse: está perdido para siempre. Solo la magnitud de la catástrofe revela su profundidad. La disolución del yo en el otro, vieja promesa romántica, se convierte, ahora, en una disolución del propio vínculo.

¿Puede este hogar, frágil y quebradizo, acoger la elaborada fantasía sobre la que descansa el amor? Este no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, señala Bauman, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas, lo que lo vuelve casi trascendente, una suerte de potencia creadora. El amor, no obstante, constituye un delicioso error, pues tal como señala Ortega y Gasset, «nos enamoramos cuando nuestra imaginación proyecta sobre otra persona inexistentes perfecciones». Error que esconde en su placer no solo el dolor inherente a todo goce, sino también la calmada ebullición del delirio y la fijación. ¿No descubre el enamorado a su amada oculta en la belleza más plena de este mundo?

Ortega y Gasset dijo que «nos enamoramos cuando nuestra imaginación proyecta sobre otra persona inexistentes perfecciones»

La debilidad del apego pasajero, sin embargo, elimina toda posibilidad. Émile Durkheim describía, de forma profética, los males del hombre soltero que vaga, como un despistado flâneur, entre este mundo sin límites. «Dado que puede entablar vínculos legítimos a su antojo, aspira a todo y nada le satisface. […] Más allá de los placeres que se hayan experimentado, se imaginan y se ansían otros; si sucede que se ha recorrido casi todo el círculo de lo posible, se sueña con lo imposible, se tiene sed de lo que no existe», defendía en El suicidio. Una búsqueda exasperante donde el deseo se esfuma para volver a nacer de nuevo una y otra vez: «Se despiertan esperanzas nuevas que se marchitan sin cesar, dejando tras de sí una sensación de fatiga y desencanto». Una incertidumbre que, al igual que la anomia que promueve su propia indeterminación, condena al individuo a la perpetua movilidad. Una falta de estructura que determina, hoy, la propia estructura: un cuerpo falto de esqueleto.

Este carácter, reflejo de la idiosincrasia individualista del mercado, dificulta, y en algunos casos imposibilita, la relación misma. Semilla cuyo mal germina, de acuerdo con Erich Fromm, en el individuo mismo, inmerso en una cultura que, carente de los valores necesarios, hace de la conquista de la capacidad de amar «un raro logro». Vive, así, expuesto no a la posibilidad del amor, sino a la posibilidad, pareja pero ajena, de un deseo que devora no solo el compromiso sino, como Saturno, a sus propios hijos: el sujeto mismo.

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