El dulce sabor del éxito
Aunque no existen fórmulas mágicas para el éxito y la felicidad, a lo largo de los años se ha mantenido la pregunta sobre en qué consiste triunfar en la vida.
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Solo el 1,5% de la población española ha asistido en el año anterior a una zarzuela. Sin embargo, la este género dominaba los escenarios de comienzos del siglo XX y mantuvo su tirón hasta los años 60 y 70. Contaba con grandes estrellas, como María Teresa Paniagua, que vivió las épocas de giras internacionales y estatales desde los escenarios y entre bambalinas (su marido era uno de los empresarios del sector), en un no parar de presentaciones y apariciones en medios. Pero Paniagua también vivió la decadencia del género. Ella misma cuenta de pasada ante las cámaras del documental El dulce sabor del éxito cómo cayeron los asistentes a partir de finales de los 70.
El dulce sabor del éxito se encontró con ella cuando era ya una mujer de 88 años —aunque en su mente, confesaba, seguía teniendo muchos menos años— que vivía en su piso de su amado Lavapiés, el barrio de Madrid no muy lejos del Teatro de la Zarzuela en el que ella misma actuó. El triunfo y el público masivo eran ya una cuestión de la memoria, pero esto dotaba a Paniagua de una perspectiva especial para reflexionar sobre qué era realmente triunfar en la vida.
«El éxito para mí es ver disfrutar a las personas», reconoce en pantalla. «Eso es lo que me ha quedado dentro, haber hecho feliz a mucha gente», apunta recordando esos años.
Porque, al final, ¿de qué hablamos cuando hablamos de éxito? Se podría decir que es un concepto ya difuso, cuyas fronteras se han vuelto porosas. En el propio documental, Rossy de Palma confiesa que el éxito «no me transmite nada ya como palabra». Se ha usado tanto el término que ha perdido el significado y se ha convertido en algo vacío, señala.
María Teresa Paniagua: «El éxito para mí es ver disfrutar a las personas»
A eso se podría sumar que el significado de triunfar en la vida ha variado según la época, la cultura o hasta el contexto geopolítico. El éxito podía ser llegar a lo alto de la escala social (como en el Imperio Romano), comulgar con la razón de ser y lo que se ama y es bueno (en Japón durante muchos siglos) o tener muchos bienes materiales y dinero (como en las sociedades capitalistas de estos últimos tiempos).
Tener éxito también se ha convertido progresivamente en una suerte de felicidad, o al menos parecerlo. Las redes sociales y la cultura de internet han maximizado el viejo cuento de las apariencias, con una carrera por mostrar que siempre se está viviendo el momento, sintiendo las más emocionantes emociones o situándose en el centro de la pomada.
La cultura online ha cronificado el problema, que en realidad viene de antes. Por un lado, la cultura popular y los medios de masas han asentado la idea de que puedes hacerte con la felicidad. Como apunta en ese mismo documental el pensador Fernando Savater, se vende que hay una «fórmula magistral» de la felicidad, una visión muy estadounidense de las cosas.
Por otro, la felicidad y el éxito se han convertido en bienes de mercado, con los que se comercializa y sobre los que se ha asentado una red de productos y servicios que prometen que llegaremos hasta ellos. Y, además, los vaivenes del siglo XXI también han afianzado una cierta obsesión con la felicidad y la alegría, posiblemente un antídoto contra otras cuestiones. Si el contexto está aumentando tu precariedad, al menos siempre puedes ser feliz.
Ahí está la burbuja de buenrrollismo que emergió tras la Gran Recesión de 2008 y el boom de lo cuqui, en el que tanto el éxito como el bienestar se convirtieron en algo que llegaba vía ilustraciones alegres, mensajes positivos y optimismo con buen rollo. Los pósteres que pedían un «Keep Calm and Carry On» (mantén la calma y sigue con lo tuyo) se hicieron virales y ubicuos, recuperando un eslogan que, cuando se creó durante la Segunda Guerra Mundial, el departamento de propaganda británico lo desechó por paternalista. Se posicionó tanto la felicidad como reclamo, como palabra clave para vender desde productos hasta estilos de vida, que llegó a perder el significado y algunas grandes marcas la vetaron en sus comunicaciones con el público porque se había convertido en un término vacío e irrelevante.
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