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Bertrand Russell y la felicidad

¿Qué hace que una vida valga la pena? ¿Por qué, aun gozando de salud y comodidades materiales, muchas personas no logran sentirse satisfechas? Bertrand Russell trató de dar respuesta a estas preguntas entre la lógica y la sensibilidad.

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06
junio
2025

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¿Qué hace que una vida valga la pena? ¿Por qué, aun gozando de salud y comodidades materiales, muchas personas no logran sentirse satisfechas? Estos interrogantes nos han rondado desde siempre, pero el filósofo y matemático británico Bertrand Russell (1872-1970), con un cóctel de lógica y sensibilidad, se atrevió a enfrentarlas sin tapujos. En un siglo herido por las grandes guerras, este premio Nobel osó escribir un pequeño opúsculo llamado La conquista de la felicidad (1930). Más que una receta, en él ofrece un mapa que nos guía a través del laberinto emocional del ser humano moderno.

Russell no pretende cambiar la condición humana, pero sí estima que viviremos mejor si logramos ser más honestos con nosotros mismos. Para él, la felicidad no es un ideal inalcanzable ni una meta espiritual esotérica –a decir verdad, a lo largo de su obra se distingue un enfoque marcadamente secular–. Es, más bien, una construcción cotidiana, una virtud al alcance de cualquiera que aprenda a mirar hacia la dirección correcta.

Lo primero que salta a la vista en el pensamiento de Russell es su rechazo del dramatismo. No considera que el sufrimiento sea glorioso ni que la felicidad sea una ilusión. Simplemente, muchas personas viven enredadas en malentendidos emocionales, todos ellos anclados en una excesiva mirada al propio ombligo: nos obsesionamos con el éxito o, por poner otro ejemplo, nos comparamos sin tregua.

Según el pensador inglés, buena parte del malestar contemporáneo no proviene de tragedias inevitables, sino de errores cotidianos

Según el pensador inglés, buena parte del malestar contemporáneo no proviene de tragedias inevitables, sino de errores cotidianos. Nos desgastamos en preocupaciones banales, y hete aquí la fuente de infelicidad que merma la capacidad –presente en cualquiera– de conquistar la dicha.

Uno de los rasgos más originales de su propuesta es la idea de que la felicidad depende, en gran medida, de dónde pongamos nuestra atención. Mientras más tiempo pasemos girando alrededor de nuestras propias frustraciones, más nos alejaremos del bienestar. Así, las personas que logren dirigirse hacia el mundo externo –sea, por ejemplo, a través del arte o del amor– hallarán con mayor facilidad un estado de equilibrio.

Russell no idealiza la vida contemplativa al estilo aristotélico ni promueve la actitud evasiva del ermitaño. Lo que sugiere es salir del encierro mental. Para él, el entusiasmo auténtico –ese interés casi infantil por aprender o descubrir– es uno de los motores más potentes de la felicidad. En lugar de preguntarnos si somos felices, propone que nos preguntemos: ¿qué me ayuda a olvidarme de mí mismo? Hacia allí hemos de remar. Se trata de sustituir la introspección por un juego en el mundo.

Aunque podría parecer que aboga por una vida simple, no cae en el simplismo. Sabe que la felicidad no es una línea recta. No se trata de evitar el dolor ni de mantener una (falsa) sonrisa perpetua. De hecho, Russell reconoce que ciertas formas de infelicidad son inevitables y, en algunos casos, incluso valiosas. Lo que critica es la desdicha innecesaria, aquella que creamos nosotros mismos obsesionándonos, vaya por caso, con la incógnita de si somos felices. Para él, vivir bien no es suprimir el conflicto, sino aprender a relacionarse con él.

Russell reconoce que ciertas formas de infelicidad son inevitables y, en algunos casos, incluso valiosas

No catequiza sobre mandamientos inscritos en piedra, pero en su obra sí sugiere tres grandes pilares sobre los que se puede construir una vida satisfactoria: el amor, el trabajo y el ocio. El amor entendido, por supuesto, no como ideal romántico, sino como vínculo emocional auténtico, como un afecto generoso, sin ansia de posesión. El trabajo como fuente de propósito y expresión de nuestras facultades. Y el ocio como espacio vital para la creatividad y la diversión.

Estas tres dimensiones, de cultivarse con libertad y equilibrio, pueden sostener una existencia sumamente rica. No garantizan la felicidad permanente, pero la hacen posible. La idea es ampliar nuestro abanico de quehaceres cotidianos de tal forma que nuestra vida no caiga en una pobre monotonía pendular.

Resulta innegable que el aura que envuelve a La conquista de la felicidad nos es hoy bien conocida. Un sinfín de libros de autoayuda colonizan las listas de las obras más vendidas cada semana. Todos ellos recalcan, como otrora hizo Russell, las causas de la infelicidad, así como los tips para avanzar hacia el camino de la ventura.

A pesar de la antecedencia cronológica de Russell, no cabe duda de que el tono es parejo. Y, no obstante, nótese que la propuesta del matemático no se sostiene sobre ninguna fórmula mágica. Con una inocencia de la que carece buena parte de los libros de autoayuda, solamente ofrece consejos –como antaño hicieron estoicos o epicúreos– para aproximarse a lo que él considera la buena vida. Su finalidad, posiblemente, no fue la de dominar el top de ventas, sino la de brindar la visión de todo un premio Nobel sobre la felicidad.

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