Cultura

Séneca: una lección de 2.000 años

Casi dos milenios después de su muerte, Séneca sigue siendo una de esas figuras centrales de la inteligencia hispanorromana. Un humanista que se formó en torno a unos valores, para él, supremos: la templanza y la austeridad. ¿Podemos extraer, aún hoy, algo de su legado?

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Valeria Cafagna
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14
julio
2021

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Valeria Cafagna

Fue en las primeras décadas después de Cristo cuando el Imperio Romano, poco a poco, tomó forma. Unos años calmados y, a la vez, turbulentos porque, entre la sensación general de paz interna, los episodios violentos se sucedieron de forma esporádica. Años después de aquellas guerras civiles que asolaron la península itálica, la sociedad hereda sus vicios: se siguen perdiendo libertades, continúa –aún más– la arbitrariedad política, se producen magnicidios, se expanden las fronteras bajo la sangre de las armas… Es en estos años críticos, trascendentes para la existencia imperial y la futura configuración de Europa, donde Séneca, hijo de una rica familia de Hispania, desarrolla su vida.

Vivió casi siete décadas y su temprana carrera como senador, según el historiador romano Dion Casio, resultó tan exitosa que a Calígula se le antojó insultante: solo fue disuadido de su orden de asesinato al filósofo debido a que Séneca ya parecía destinado a una muerte temprana (sufría asma desde joven). Sin embargo, su sucesor, el emperador Claudio, le desterrará a Córcega bajo cargos de adulterio. Solo la influencia de Julia Agripina, su esposa, permitirá que vuelva a Roma y forje sus años más brillantes: logra construir un grupo de influyentes amistades, se convierte en pretor (una tipo de administrador civil vinculado a la justicia) y se casa con Pompeya Paulina, una mujer adinerada y, por ende, poderosa.

El filósofo supuso una figura muy influyente para el emperador Nerón, para el que escribiría toda una serie de tratados morales

Es la prematura muerte de Claudio –según la leyenda, a causa de un envenenamiento– la que le impulsa a Séneca, inesperadamente, hacia el poder. Tanto él como Sexto Afranio Burro, prefecto del pretorio –esto es, comandante de la guardia pretoriana– durante su reinado, se adentran entonces en los círculos íntimos del poder, ejerciendo con facilidad un alto grado de influencia sobre la figura de Nerón, por entonces un joven de 17 años que sería el próximo emperador. Ese tiempo serían, a juicio de los testimonios presentes y pasados, los mejores años del reinado de Nerón, entonces pupilo del hispano, quien le escribió incluso específicos tratados morales (conocidos como «espejos de príncipes») como Sobre la clemencia.

Fue más de un lustro de numerosos discursos que se acometerían múltiples reformas, entre ellas algunas de carácter fiscal y judicial. Cuando Afranio Burro falleció, sin embargo, despareció también la estrella ascendente de Séneca, quien se apartó del gobierno prácticamente en ese mismo instante. Ya no podía controlar al emperador. Tres años después de su retiro efectivo, los enemigos de Séneca le acusaron de participar en una conspiración –conocida como ‘Conjura de Pisón’– con el objetivo de asesinar a Nerón. Ahora sí, el filósofo acataría la sentencia del emperador: en abril del año 65 d.C., Séneca se cortó las venas hasta desangrarse.

El elogio al autocontrol

A pesar de lo trágico de su desenlace, la obra de Séneca sobrevive a su propia muerte. Es esta presencia constante durante casi más de 2.000 años la que avala su distinción imperecedera, perenne frente a los radicales cambios económicos, sociales y políticos. Casi toda la obra –al menos, la que se ha conservado– del hispano está caracterizada por el pragmatismo que inunda de la cultura romana. Es un pensamiento práctico, moral, preciso; no da lugar a la abstracción que, en ocasiones, domina los textos de los pensadores europeos. Así, posteriores intelectuales como Michel de Montaigne siguen considerándole como un modelo sobre el que construirse a sí mismo.

Es el estoicismo lo que, en términos ideológicos, articula todo el pensamiento del humanista, nutriéndose Séneca de una vertiente moralizante que extrae de los principales maestros de esta escuela filosófica, como Zenón de Citio. Gran parte del atractivo de sus textos, sin embargo, radica en su capacidad de introspección personal y en su hábil observación social. Fue un hombre de su tiempo: denunció la riqueza, el vicio, el lujo y, por tanto, la hipocresía que creía presente en la temprana formación del gigante romano. Su obra está plagada de ataques a lo que consideraba «una absurda ambición por los bienes efímeros».

Séneca veía en la clemencia del gobernante la única herramienta capaz de impedir todos los excesos derivados del ejercicio del poder

Se trata de un conservadurismo moral que encaja con la escuela filosófica a la que se le adscribe. Al fin y al cabo, el estoicismo no es sino el reclamo de la libertad frente a los estados primarios, como las pasiones o los terrores animales; un rechazo a lo que Freud, varios siglos más tarde, calificaría como tal. Séneca siempre hablaba de una cualidad que creía fundamental para un gobernante: la clemencia. Solo con ella confiaba ya el hispano en impedir todos los excesos derivados del ejercicio del poder. En sus comentarios contra el lujo y la crueldad, de hecho, coincide el núcleo de toda la perspectiva de su obra: el rechazo a la incontinencia y el elogio al autocontrol.

Séneca suele ser interpretado también desde la perspectiva del cambio de los tiempos. Cada uno ve en su figura, exactamente, lo que desea ver. Así, por sus ideas y por su convicción frente a la desigualdad social se le consideró posteriormente casi un autor cristiano. Tertuliano, escritor cristiano del siglo II d.C., así lo concebía debido a su peculiar moral y su ética (si bien el filósofo hispano nunca se convirtió a la fe cristiana). Pero la interpretación encuentra sus motivos: Séneca rechaza de plano, por ejemplo, la importancia que Epicuro otorgaba al placer. Tampoco se apartó por completo de la mística. En su obra Naturales quaestiones habla del ‘hado’ –o destino– como elemento regulador, como fuerza cósmica que relaciona todas las cosas entre sí para llegar una concatenación final en la que todo está en todo.

Más allá de la críticas, el pensamiento de Séneca es, ante todo, un espejo pedagógico. Tanto, que su muerte puede considerarse una de sus últimas obras. El temor a dejar de vivir era, a su parecer, algo a necesariamente evitable para un hombre sabio: el alma tendría entonces una libertad frente a las ataduras, vagando eternamente en un reposo feliz. El fin no se trataba de un mal inherente, como suele interpretarse habitualmente; en realidad, señala en De Ira, se trata de «un rasero igualitario para todos los hombres». Es por ello que el suicidio es para el hispano el último de los remedios cuando seguir con la vida se vuelve un deshonor. Nunca lo llegó a ver como una violencia contra natura. Al contrario: según Séneca, la naturaleza tiene muchas salidas para volver al lugar de origen. Su último acto, así, terminó por convertirse en su última y más desgraciada lección.

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