Opinión

Radiografía del odio: un alegato en defensa de la tolerancia

El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio. Es necesario activar lo que escapa a quienes odian: la observación atenta, la diferenciación constante y el cuestionamiento de uno mismo. En el libro ‘Contra el odio: un alegato en defensa de la pluralidad de pensamiento, la tolerancia y la libertad’ (Taurus), la escritora alemana Caroline Emcke reflexiona acerca del fanatismo, el racismo y la creciente desconfianza –por no decir hostilidad– hacia la democracia.

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Caroline Emcke
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10
julio
2017

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Caroline Emcke

El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los bordes y convertidos los individuos, como tales, en algo irreconocible, solo quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia, se grita y se alborota a discreción: contra los judíos, las mujeres, los infieles, los negros, las lesbianas, los refugiados, los musulmanes, pero también contra los Estados Unidos, los políticos, los países occidentales, los policías, los medios de comunicación, los intelectuales. El odio se fabrica su propio objeto. Y lo hace a medida.

El odio se mueve hacia arriba o hacia abajo, su perspectiva es siempre vertical y se dirige contra «los de allí arriba» o «los de allí abajo»; siempre es la categoría de lo «otro» la que oprime o amenaza lo «propio»; lo «otro» se concibe como la fantasía de un poder supuestamente peligroso o de algo supuestamente inferior. Así, el posterior abuso o erradicación del otro no solo se reivindican como medidas excusables, sino necesarias. El otro es aquel a quien cualquiera puede denunciar o despreciar, herir o matar impunemente.

«Uno de los efectos del odio es que trastorna, desorienta y hace perder la confianza»

Sin duda, el rechazo latente hacia quienes son percibidos como distintos o como extraños siempre ha existido. Y no necesariamente se ha manifestado en forma de odio. En la República Federal de Alemania casi siempre se ha expresado a modo de repulsa, fruto de férreas convenciones sociales. En los últimos años también se ha ido articulando, de manera creciente, cierta incomodidad respecto a un posible exceso de tolerancia: la idea de que quienes profesan una fe distinta, tienen un aspecto diferente o practican otras formas de amar deberían darse por satisfechos y dejar tranquilo al resto.

Es un hecho probado la recriminación discreta, pero inequívoca, de quienes afirman que, con todo lo que se les ha concedido ya, los judíos, los homosexuales o las mujeres deberían estar contentos y guardar silencio. Como si en materia de igualdad existiese un techo. Como si las mujeres o los homosexuales solo pudieran ser iguales hasta cierto punto, del que no se puede pasar. ¿Completamente iguales? Eso sería ir demasiado lejos. Significaría ser… eso, iguales.

Este particular reproche de falta de humildad va aparejado con el elogio soterrado de la propia tolerancia. […] Pero algo ha cambiado en Alemania. Ahora se odia abierta y descaradamente. Unas veces con una sonrisa y otras no, pero en demasiadas ocasiones sin ningún tipo de reparo. Los anónimos, que siempre han existido, hoy van firmados con nombre y dirección. Las fantasías violentas y las manifestaciones de odio expresadas a través de internet ya no se ocultan tras un pseudónimo. […]

Que se pueda vociferar, ofender y agredir sin freno no me parece ningún avance para nuestra civilización. No supone ningún progreso que cualquier miseria interna pueda barrerse hacia fuera, porque, en los últimos tiempos, este exhibicionismo del resentimiento haya adquirido, presuntamente, relevancia pública e incluso política. Al igual que muchos otros, no estoy dispuesta a acostumbrarme. No quiero que el nuevo placer de odiar libremente se normalice. Ni en mi país, ni en Europa, ni en ningún otro lugar.

El odio del que se hablará a continuación no es individual ni fortuito. No es un sentimiento difuso que se manifieste de repente, por descuido o por una supuesta necesidad. Este odio es colectivo e ideológico. El odio requiere unos moldes prefabricados en los que poder verterse. Los términos que se emplean para humillar; las cadenas de asociaciones y las imágenes que nos permiten pensar y establecer clasificaciones; los esquemas de percepción que empleamos para categorizar y emitir juicios están prefijados. El odio no se manifiesta de pronto, sino que se cultiva. Todos los que le otorgan un carácter espontáneo o individual contribuyen involuntariamente a seguir alimentándolo. […]

Son demasiadas las veces en las que nosotros, ya sea como objeto o como testigos de ese odio, callamos aterrorizados; porque nos dejamos amedrentar; porque no sabemos cómo hacer frente a ese griterío y al terror; porque nos sentimos indefensos y paralizados; porque el horror nos deja sin palabras. Ese es, por desgracia, uno de los efectos del odio: que comienza por trastornar a los que se ven expuestos a él, los desorienta y les hace perder la confianza.

«El odio requiere unos moldes prefabricados en los que poder verterse»

El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio. Quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular, aproximándose a eso en lo que quienes odian quieren que nos convirtamos. El odio solo se puede combatir con lo que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo. Esto exige ir descomponiendo el odio en todas sus partes, distinguirlo como sentimiento agudo de sus condicionantes ideológicos y observar cómo surge y opera en un determinado contexto histórico, regional y cultural.

Puede parecer insuficiente. Puede parecer modesto. Cabría objetar que los verdaderos fanáticos no se darán por aludidos. Es posible; pero bastaría con que las fuentes de las que se nutre el odio, las estructuras que lo permiten y los mecanismos a los que obedece fuesen más fácilmente reconocibles. Bastaría con que quienes apoyan y aplauden los actos de odio dudasen de sí mismos. Bastaría con que quienes lo incuban, imponiendo sus patrones de pensamiento y su tipo de mirada, se viesen desprovistos de la ingenuidad imprudente y del cinismo que los caracteriza. Bastaría con que quienes muestran un compromiso pacífico y discreto ya no tuvieran que justificarse, y sí debieran hacerlo quienes los desprecian. Bastaría con que quienes, por razones obvias, ayudan a personas en situación de necesidad no tuvieran que explicar sus motivos, y sí debieran hacerlo quienes rechazan lo que es obvio. Bastaría con que quienes desean una convivencia abierta y fraternal no tuvieran que defenderse, pero sí quienes la socavan.

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