Cultura

Thoreau, el ecologista indómito

En sus obras, el filósofo abogó por no resignarse ante la injusticia y ahondó en la relación del ser humano con la naturaleza, convirtiéndose en el padre de la ética ambiental moderna.

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Ilustración

Carolyn Wyeth
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28
junio
2017

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Carolyn Wyeth

Doscientos años después de su nacimiento, las reflexiones, observaciones y enseñanzas de Thoreau mantienen una vigencia luminosa. Sus palabras han servido de cimiento para anarquistas, libertarios, socialistas, liberales,  conservadores y ecologistas postmodernos por igual. Sorprendente que un discurso sea capaz de aglutinar maneras de entender el mundo tan diversas, cuando no antónimas. Acaso resulte que el suyo no sea un discurso, sino más bien una narración propia. Thoreau no invita a que se le imite, no propone dogmas ni consignas, Thoreau abre el surco de un camino para él auténtico y lleno de posibilidades, fértil, y permite a cada cual que lo lee inventar el suyo propio. Eso explica su influencia en corrientes y acontecimientos tan heterogéneos (en tiempo, espacio y perspectiva) como el movimiento del desierto, la independencia de la India, el movimiento obrero británico, la revolución hippie, los movimientos ecologistas y ambientalistas o el movimiento por los derechos civiles. Todos ellos asumieron muchos de los postulados de Thoreau.

«Lo que importa no es que el comienzo sea pequeño; lo que se hace bien una vez, queda bien hecho para siempre». Henry David Thoreau nació en Concord, Massachusetts, en 1817. Murió pronto, por una bronquitis, cuarenta y cinco años después. Fue un escritor, un poeta, un filósofo norteamericano, uno de los más influyentes de aquellas latitudes, tan poco proclives al arte del pensamiento. Estudió en Harvard, cuando Harvard carecía aún del aura aristocrática de la que goza a día de hoy. Trabajó como profesor en la escuela pública (que abandonó rápido para no tener que aplicar el castigo corporal con el que se enderezada a los torpes, a los perezosos, a los rebeldes); fue agrimensor, naturalista, conferenciante y obrero en una fábrica de lápices (en la que introdujo el uso de la arcilla para fijar el grafito en la madera, lo que mejoró sustancialmente el producto final).

La desobediencia civil 

Estimulado por el poema de Shelley ‘La máscara de la anarquía’, en el que retrata la injusta autoridad de su tiempo e imagina formas de convivencias más humanas, Thoreau redacta una de sus conferencias más influyentes, después ampliada, corregida y convertida en libro, ‘Resistencia al Gobierno civil’, conocido como ‘Desobediencia civil’. Uno de los principios de este texto es la obligación moral de no colaborar con el mal y, por tanto, de no resignarse ante la injusticia. «Nunca habrá un Estado realmente libre e iluminado hasta que el propio Estado llegue a reconocer al individuo como un poder superior e independiente del cual se deriva toda su potencia y autoridad y lo trate en consecuencia».

La respuesta frente a injusticia ha de ser creativa. Él confiaba en que cada cual encontrara su manera de oponerse a ella y contrarrestarla. Thoreau respaldó activamente el movimiento abolicionista. La esclavitud es una aberración intolerable contra la que no se podía permanecer indolente. «Cualquiera que sea la ley humana, ningún individuo ni nación pueden cometer el menor acto de injusticia contra el más insignificante de los seres humanos sin ser castigado por ello». En 1846, se negó a pagar sus impuestos alegando que la administración de Concord, su tierra natal, colaboraba con un gobierno esclavista y belicista, el Méjico de antaño. Es encarcelado por ello.

‘Desobediencia civil’ apela a la obligación moral de no colaborar con el mal

Su propuesta de desobediencia civil comienza a incendiar las conciencias. Nunca fue un radical, era un naturalista convencido. Martin Luther King, Jr. o Kennedy fueron algunos líderes políticos que retomaron su pensamiento. Ghandi, profundamente influido por sus textos, lo calificó como «uno de los hombres más grandes y más morales que había dado Estados Unidos». Su resistencia no violenta calaba en los idearios que trataban de hacer del mundo un lugar más habitable. Enma Golemand, uno de los pilares teóricos del movimiento anarquista (la misma que aseguró que toda revolución que merezca la pena ha de poder hacerse bailando), consideró a Thoreau como «el más grande anarquista norteamericano».

Pero Thoreau no era estrictamente un anarquista. Estrictamente no se ajustaba a etiqueta alguna. Era él mismo. No rechazó la civilización, pero tampoco a aceptó tal cual le tocó vivirla. No deseaba una sociedad sin gobierno, sino un gobierno mejor, más limitado. Defendía el individualismo pero era consciente de la necesidad de vínculos y de que la sociedad es un cuerpo orgánico formado por personas.

Trabajó a favor de la protección de los animales, del biorregionalismo, del libre comercio, del impulso de las áreas silvestres, del respeto a la idiosincrasia de los pueblos, de la solidaridad entre los hombres y las regiones, defendió los impuestos y propuso un uso y destino más social de los mismos. Se opuso con vehemencia al utopismo tecnológico, al consumismo, a considerar al hombre como un medio para que otros se enriquecieran, a la frivolidad del capitalismo… Y se planteó otra manera de vivir.

Los años de Walden   

Después de su ‘Desobediencia civil’, Thoreau decide trasladarse al campo, a Walden, en plena naturaleza, a una cabaña que él mismo construyó. Una cabaña de trece metros cuadrados. Tenía tres sillas para no recibir a más de dos personas a la vez, una cama, una mesa y una chimenea. Suficiente para vivir. Allí estuvo dos años. «Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente solo para hacer frente a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar, y no descubrir al morir que no había vivido. No quería vivir lo que no era vida. Tampoco quería practicar la renuncia, a menos que fuera necesaria. Quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida, vivir tan fuerte y espartano como para prescindir de todo cuanto no fuese la vida misma…».

Después de aquella experiencia publicó ‘Walden o la vida en el bosque’. En el texto descubrimos a un Thoreau entusiasta de los patrones ecológicos, un analista de la naturaleza, capaz (baste este ejemplo) de observar cómo los bosques se regeneran después del fuego o la intervención humana, por medio de la dispersión de semillas a través del viento o de los animales.

En ‘Walden o la vida en el bosque’ se descubre a un Thoreau amante y defensor de la naturaleza

Walden es mucho más que un libro, tal y como lo concebimos. Walden es una propuesta de vida. En él se defiende apasionadamente el senderismo, la práctica del paseo, la conservación de los recursos naturales, habla de economía, de ética, de espiritualidad, de amistad, de progreso… Su mirada influyó en autores posteriores de la talla de Tolstói, Proust, Yeats, Sinclair Lewis, Hemingway…

Después de la experiencia de Walden ahondó en estos asuntos cruciales, convirtiéndose en una referencia en materia de ecología, incluso a día de hoy, ya que se cita como uno de los padres de la ética ambiental moderna. Reconquistar nuestra relación con la naturaleza. No someterla ni someternos a ella, restablecer un equilibrio del hombre con su entorno. Ser uno mismo en armonía consigo. Por eso desconfiaba de cualquiera que quisiera transformar el mundo sin haberse transformado antes. Él, Thoreau, lo consiguió. De ahí esa reflexión luminosa que nos dejó, y al final de sus días: «Probablemente, la alegría sea la condición de la vida».

*La editorial ‘Errata naturae’ ha publicado gran parte de la obra de Henry David Thoreau.

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