Siglo XXI

¿Hay planeta para todos?

En 2050 seremos 10.000 millones de personas en el mundo, el doble que a principios de siglo. La cuestión que se plantea no es si tendremos recursos suficientes, sino si seremos capaces de conservarlos.

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23
mayo
2017
© Jimmi Ho

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El mayor atasco de la historia sucedió hace cinco años en China. Casi medio millón de coches circularon durante más de una semana por los cinco carriles de la autopista que une Pekín con Tíbet, a un ritmo de un kilómetro diario. Una instantánea apocalíptica, que algunos ven como un anticipo de lo que se nos avecina: según las estimaciones de Naciones Unidas y la estadounidense PRB (Population Reference Bureau), en 2050 seremos 10.000 millones de personas sobre el planeta, un 30% más que ahora y el doble que a comienzos de siglo. Y siete de cada diez vivirán en núcleos urbanos.

Los científicos ecologistas Corey Bradshaw y Barry Brook presentaron recientemente un informe en la Academia de las Ciencias de Estados Unidos en el que advertían de que, en estos momentos, el número de habitantes representa el 14% de todos los seres humanos que han habitado la Tierra desde hace 2,5 millones de años. Y, con un discurso claramente catastrofista, urgen a aplicar cuanto antes medidas de planificación familiar estrictas para reducir la natalidad y, por ende, la población: «En 2045, movernos en torno a los 2.000 millones sería el medio eficaz para revertir el cambio climático y garantizar una vida próspera a las personas, con recursos para todos», dice el estudio, que establece cálculos matemáticos con variables que contemplan diversos escenarios, incluidas una pandemia planetaria y una tercera guerra mundial. Aun con estas dos últimas hipótesis, afirman, que supondrían la pérdida de 5.000 millones de vidas humanas, seguiríamos siendo demasiados.

Las dramáticas previsiones de los dos científicos no son más que la continuación de las tesis del biólogo Paul R. Ehrlich, que en 1968 revolvió al mundo con un libro de título poco sutil, Population bomb (La bomba de la población), en el que preveía que, en la década de los 70, cientos de millones de personas morirían de hambre como consecuencia del exceso de habitantes y la carestía de recursos. El tiempo desacreditó su pronóstico, pero eso no le impidió continuar vertiendo predicciones desmedidas con cierta frecuencia año tras año, e incluso proponer políticas de control de población (como la del hijo único en China), «por obligación si la gente no obedeciera voluntariamente». Su radical visión tuvo su cénit en el ensayo Écoscience, escrito mano a mano con John P. Holdren (asesor científico de la Casa Blanca durante la legislatura de Barack Obama), en el que abogan por verter medicamentos en el suministro de agua con el fin de esterilizar a la población, imponer abortos forzosos obligatorios, y establecer una suerte de dictadura de «régimen planetario» con el foco puesto en la ecología. Apoyan sus delirios proféticos en supuestas fórmulas matemáticas: junto a otro colega biólogo, Barry Commoner, crearon la ecuación I = P x A x T, o, lo que es lo mismo: el impacto ambiental es igual a multiplicar el número de habitantes por los recursos per cápita y la tecnología, planteada como la suma de emisiones y consumo.

La visión apocalíptica de un mundo esquilmado por una población desbordada viene de mucho más atrás: su precursor fue el clérigo anglicano y demógrafo Thomas Malthus, que, en el siglo XVIII, publicó varios ensayos que hoy los expertos unifican en la denominada catástrofe malthusiana, según la cual un aumento exponencial en la población, junto con un aumento aritmético en la producción agrícola de alimentos, causaría una situación de pauperización y de economía de subsistencia que podría desembocar en una extinción de la especie humana prevista para 1880. Su pronóstico, obviamente, erró el tiro, porque no tuvo en cuenta las guerras, hambrunas y epidemias, pero, sobre todo, no contó con los efectos de la Revolución Industrial en la sociedad, que, además de aportar una riqueza inédita hasta entonces, alumbró nuevas tecnologías que permitían multiplicar la obtención de alimentos y, por ende, la esperanza de vida.

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© Benny Jackson

Todas las previsiones que auguraban el fin de la raza humana por culpa de la superpoblación han fallado. Y muchos expertos consultados coinciden, hoy, en una afirmación: la superpoblación es cosa del pasado. Algo difícil de entender, ya que nadie pone en duda que en apenas 30 años seremos más de 10.000 millones de habitantes. «El boom de natalidad se dio en el siglo pasado, pero ya ha parado», asegura el doctor en Geografía de la Universidad Autónoma de Barcelona Fernando Gil Alonso. «Es la teoría de la transición demográfica, que se está cumpliendo punto por punto. En todas las etapas de la historia, siempre desciende la mortalidad antes que la natalidad. Esto provoca que, cuando vuelve a subir la natalidad, haya un periodo con mucha más gente joven en edad de procrear, y se da ese aumento exponencial de población. Eso es justo lo que sucedió en la segunda mitad del siglo pasado. Pero el fenómeno ha cesado, la fecundidad está descendiendo y lo que estamos viviendo ahora es la inercia. A finales de siglo, la población se estabilizará en unos 11.000 millones de habitantes, y ya no pasará de ahí».

Por inercia, Gil Alonso se refiere a África, especialmente las regiones meridionales, que en las siguientes décadas duplicarán su población, y el continente pasará de 1.400 a 2.500 millones de habitantes. También a India que, según Naciones Unidas, en 2050 alcanzará los 1.700 millones. En paralelo, durante este periodo, la población de Europa se reducirá en un 20%, y América se estabilizará: aunque Brasil siga siendo el país más poblado del continente a mediados de siglo, su fecundidad ya se encuentra en una curva descendente. Igual que en China que, en parte por su política de hijo único, en un par de décadas dejará de ser el país con más habitantes del mundo.

Si bien el mensaje de los demógrafos es tranquilizador y dista de la catástrofe malthusiana, los nuevos escenarios generan inevitables incógnitas: el aumento poblacional en África, que podría agudizar el problema de las migraciones masivas a Europa. Es lo que los más radicales denominan «las nuevas invasiones bárbaras», como describió el polémico escritor y periodista Arturo Pérez-Reverte en una de sus columnas de opinión. «Es aventurado hablar de los movimientos poblaciones futuros», opina Gil Alonso. «Tenemos ejemplos cercanos. En lo poco que llevamos de siglo, en España se ha dado un fenómeno emigratorio masivo por la crisis, incluso a países de Latinoamérica, revertiendo la dirección habitual, y nadie contaba con eso unos pocos años antes».

Su colega Antonio López Gay, investigador del Centre d’Estudis Demogràfics y doctor en Demografía, también es cauto a la hora de predecir migraciones masivas. «Es una ciencia muy poco exacta», dice, y advierte: «En cualquier caso, debemos tener en cuenta que Europa está estabilizada en torno a una tasa de un 2,1 hijos por mujer, la de reemplazo [una generación desaparece y da paso a la siguiente], y algunos países como Alemania, Francia y Holanda incluso están por debajo. Si añadimos el aumento de la esperanza de vida, somos un continente que se encuentra en una fase de envejecimiento, algo que también empieza a ocurrir en algunos países de América. África aún se encuentra en esa fase de transición demográfica que nosotros ya hemos superado, y la emigración de gente joven a nuestro continente puede compensar esa situación, y evitar que se reduzca drásticamente la población activa». No es, claro, la única solución: «Aunque será un fenómeno transitorio —igual que lo fue en los años 60 la superpoblación de mujeres en edad de fecundar—, de aquí a finales de siglo aumentará muchísimo el número de ancianos. E irá sucediendo paulatinamente en todos los países  del mundo, porque es una tendencia global, aunque suceda a diferentes ritmos. El mundo se estabilizará a finales de siglo en los 10.000 millones de habitantes, y no pasará de ahí después, pero con una población más envejecida. Hay que buscar fórmulas para afrontar esa situación mientras dure, reformando los sistemas de pensiones, alargando la edad de la población activa, etc.». Pone un ejemplo: «Japón es hoy un país con natalidad muy baja y que recibe muy poca inmigración. Pero no les va mal. Hay que buscar modelos».

Respecto a las políticas radicales de control de natalidad por las que abogan los epígonos de Ehrlich, López Gay lo tiene claro: «El origen de la superpoblación no está en la fecundidad, sino en que cada vez baja más la tasa de mortalidad. Y eso es algo que también está sucediendo en África. Y no es un problema, porque son precisamente el sector poblacional que menos recursos del planeta consume. Además, la fecundidad allí también está descendiendo y, aunque la población se vaya a duplicar en las próximas décadas, después se estabilizará. En los 90, la media de hijos por mujer africana era de 3,2; hoy es de 2,5. Hay otros casos más llamativos, como el del sudeste asiático. La tasa en Irán estaba hace pocas décadas en seis hijos por mujer, y hoy está en 1,7».

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© Michael Wolf

El mensaje actual es, por tanto, tranquilizador. El boom de fecundidad ocurrió en la década de los 60 y la tendencia es descendente, hasta la estabilización a finales de siglo. Y el planeta tiene recursos y espacio para albergar a todos. El problema, por tanto, debe reenfocarse: la explotación y utilización de esos recursos y, por extensión, la degradación del medio ambiente. Dicho de otra manera: no es tanto que la población vaya a crecer demasiado, sino que estamos consiguiendo que nuestro mundo se vuelva cada vez más pequeño. Así opina Andrés Santiesteban, doctor en Biología: «La degradación de la calidad del aire, el aumento del nivel del mar o muchos desastres naturales tienen detrás la mano del ser humano. Y están consiguiendo que cada vez haya menos zonas habitables». Alodia Pérez, coordinadora del Área de Residuos de la ONG Amigos de la Tierra, se suma a esta tesis: «Los países desarrollados demandamos muchos recursos a los países emergentes a precios bajos. Y la obsolescencia sigue sin tratarse como debe. Las administraciones y las empresas tienen que empezar a tomar medidas para cambiar el modelo de consumo. Estamos en un momento en el que consumimos productos a una tasa de 1,5 veces los recursos que necesitamos para producirlos». Esto es: al ritmo actual, haría falta un planeta y medio para abastecer a todos. Y eso sin contar con que los países emergentes empezarán, paulatinamente, a consumir al mismo nivel que los desarrollados.

A esta situación, hay que añadir el reciente estudio de la organización The Nature Conservancy: un grupo de investigadores parten de la población actual y futura y han estimado el impacto que esta tendrá en los recursos naturales del planeta, teniendo en cuenta los actuales niveles de urbanización, agricultura o uso de energía para determinar qué regiones serán las más amenazadas por necesidades crecientes alimenticias, energéticas o de nuevos espacios urbanos. La conclusión es que el desarrollo humano, en las próximas décadas, supondrá el acaparamiento de un 20% de los hábitats naturales que quedan. Esto significa que 19,68 millones de kilómetros cuadrados de tierras hoy vírgenes o semivírgenes serán alterados, lo que equivale a la extensión de Europa, incluida Rusia. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que, descontando la Antártida, el 76% de la superficie terrestre aún se puede considerar en estado natural, según estos investigadores. El planeta todavía tiene espacio suficiente para ser habitado, por mucho que la población alcance los 10.000 millones. El problema, una vez más, es cómo explotaremos ese espacio. Y su distribución: en 2050, el 70% de la población vivirá en núcleos urbanos, lo que conllevará una saturación de las ciudades.

Hay voces que no ven este escenario como algo dramático; más bien al contrario. El físico Geoffrey West explicó durante una conferencia en TEDGlobal que la economía de escala y las leyes matemáticas anticipan que, si bien buena parte de los problemas de sostenibilidad (medioambiental, económica, energética) emanan de la organización humana en las ciudades, los núcleos urbanos también forman parte de la solución: son los centros de innovación y creación de riqueza. Según su teoría, si se dobla la población de una ciudad, la escalabilidad, por ejemplo, de los salarios, el número de patentes o de ciudadanos creativos, las enfermedades, la cantidad de residuos generados, etc., no se duplica, sino que crece aproximadamente un 15%, con un ahorro similar al de optimizar el uso de las infraestructuras. El urbanista Pedro Royo añade: «Las ciudades no son más que una manifestación física de los seres humanos. No hay que verlas como cárceles de cemento, porque en definitiva se van adaptando a lo que queremos que sea nuestro hábitat. Lo estamos viendo en Madrid y otras capitales de Occidente: cada vez se restringe más el uso del coche, que finalmente se acabará desterrando del centro. Así se ganará espacio y aire limpio. En definitiva: según vaya creciendo la población de los núcleos urbanos, los iremos haciendo más habitables».

La superpoblación no es el gran problema de nuestro siglo. Sí su gestión. Hay que buscar el punto medio entre las tesis catastrofistas de Ehrlich o Malthus y las, tal vez, excesivamente optimistas de David Lam: el economista estadounidense asegura que si, tras la explosión demográfica de la década de los 60, hemos llegado a la situación actual, con los niveles de pobreza más bajos de la historia y el mayor número de alimentos per cápita, significa que el ser humano tiene recursos de sobra para avanzar en cualquier situación. Su colega Stan Becker criticó que no incluyera en su tesis indicadores medioambientales realistas, porque ahí radica el verdadero problema: el uso desmedido de los recursos y la degradación acelerada del planeta. Incluso los mencionados Corey Bradshaw y Barry Brook añadían en su radical estudio sobre la necesidad de reducir la población: «Nada de esto tendrá eficacia si no priorizamos el consumo y la explotación sostenibles».

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