Opinión

Los partidos y las marcas personales

El hiperliderazgo parece haberse instalado en las nuevas formaciones políticas. Antoni Gutiérrez-Rubí reflexiona sobre el discurso y la comunicación de los partidos nuevos.

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02
julio
2015

En las pasadas elecciones europeas, y en las elecciones municipales en Barcelona, dos formaciones utilizaron una versión stencil de la imagen personal de sus líderes como marca política. Me refiero, respectivamente, a Podemos con Pablo Iglesias y a Barcelona En Comú, con Ada Colau. Ambas decisiones han agrupado los argumentos a favor y en contra de esta decisión estratégica en dos bandos: el de los que creen que es un precedente peligroso que anticipa una gestión personalista que reforzará el hiperliderazgo; y el de los que consideran que es necesario hacerlo, ya que sus líderes son más conocidos que las marcas políticas que los arropan. Es más, afirman, que es imprescindible —y legítimo— hacerlo con formaciones nuevas que no han tenido tiempo de rodar sus símbolos y como atajo político más rápido para vincular esperanzas de voto con expectativas de voto. Argumentan que facilitar la decisión al elector, al favorecer la identificación del líder con la papeleta es, casi, una obligación democrática.

Pero más allá de estos argumentos, lo que emerge con fuerza es la gestión personal y colectiva, creativa y cogestionada —compartida— de las marcas políticas. Y también constatar si la rigidez y conservadurismo de los manuales de gestión de imagen corporativa (tan habituales en nuestras organizaciones en las últimas dos décadas) son capaces hoy de albergar todas las nuevas necesidades de comunicación (empezando por la digital), y si estimulan el talento de los equipos, redes y nodos de campaña o, más bien, lo cercenan con el rigor mortis del control jerárquico de ese manual de imagen corporativa, con sus advertencias de lo permitido, lo prohibido, lo indeseado.

Las exigencias de una comunicación multiformato, multipantalla y multilenguaje, así como la necesidad de superar la previsibilidad de la escenografía política tradicional con nuevas soluciones de tarimas, pódiums, disposiciones, traseras, etc., hasta la creación de atmósferas y ambientes políticos más humanos y acogedores, lejos de la severidad de la imagen corporativa tradicional resuelta sobre la base de una presencia imponente y dominante, han obligado a una gestión de la marca más como intangible que como tangible. A una presencia más integradora que avasalladora, donde la participación de las personas forme parte de un protagonismo político, más que de un decorado político.

Estamos hablando de dos maneras de entender la comunicación: dirigida desde los centros de decisión jerarquizados (y, entonces, el manual es una extensión del poder orgánico) o desbordada desde las bases y la cooperación haciendo aflorar el talento compartido de activistas y ciudadanos (y, aquí, lo importante no es lo que se prohíbe sino lo que sucede). Lo hemos visto, recientemente, en las campañas de Manuela Carmena y Ada Colau, cuando éstas se han visto superadas por un caudal de energía creativa que nace e integra el ARTivismo y el ACTivismo, capaz de crear, difundir y mejorar contenidos y soluciones visuales de manera mucho más rápida —y efectiva— que cualquier propuesta de un equipo de campaña centralizado.

Hay en este itinerario (de la marca corporativa a la marca personal) algo más que una táctica electoral, o una metáfora involuntaria de nuestros tiempos: los partidos tradicionales que han protagonizado la vida política de los últimos treinta años no generan liderazgos sociales y, en consecuencia, políticos. Cuando las marcas son más importantes que las personas que las puedan interpretar (con su manera de ser, vivir, comportarse y actuar) se produce una ruptura con los electores que buscan más y mejor política sobre la base de una profunda regeneración democrática de prácticas, estilos y formas.

Algunas fuerzas políticas han empezado a tunear su imagen y a introducir un componente lúdico en la gestión de redes sociales. Es un espacio amable donde la personalización y la creatividad colectiva tienen premio y se rechaza la gestión publicitaria de las marcas políticas. Estas incursiones están ofreciendo resultados interesantes como, por ejemplo, cuando el PSOE se ha atrevido a con la desacralización de su puño y lo ha sustituido por una versión socialista del «Me gusta» de Facebook en su identidad en Twitter. Son pruebas y avances en una nueva concepción de la imagen corporativa como marca social. De las corporaciones a las conversaciones. Este es el desafío que obligará a una gestión más ambiciosa de lo estrictamente normativo.

Necesitamos marcas políticas que se puedan gestionar como marcas personales y colectivas. Es revelador que las fuerzas políticas que están creciendo utilicen en su denominación el plural (Podemos, Ciudadanos), el «nosotros» integrador, rechazando la autodefinición de «partido» como referencia básica. Necesitamos marcas políticas mucho más versátiles que permitan el makeo, el juego, la superposición, la evolución y la adaptación a muy diversas situaciones y contextos. Marcas que se crean, y se gestionan, como estilo comunicativo más que como norma gráfica. Este cambio es solo el principio de una nueva comunicación para la nueva política.

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