Derechos Humanos

Los invisibles de la revolución egipcia

Cerca de un millón de niños viven en las calles de Egipto, según datos de Naciones Unidas. El periodista David García-Maroto narra en primera persona su experiencia en las calles de El Cairo.

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10
mayo
2013

Entre las mesas repletas de cervezas vacías y tazas de té del ‘Horreya’ (‘Libertad’), en el corazón de El Cairo, veo sobresalir una melenita morena y desarreglada que se pasea sigilosa entre la gente. Como un fantasma, pasa de pronto por mi lado, arrastrando los pies y con unos periódicos atrasados bajo el brazo. En portada, la fotografía de una de las tantas revueltas en la Plaza de Tahrir de las que el mundo entero habla. Luego desaparece.

Por David García-Maroto

Había aterrizado seis noches antes para empaparme del espíritu de la revolución egipcia y después contarlo. Mi plan era dedicar los primeros días a visitar Luxor y volver a El Cairo para estar allí el resto del viaje.

Si aquella mañana había cruzado el paso de cebra para meterme en la estación de Delicias y coger el cercanías hasta la T4 del Aeropuerto Madrid-Barajas -¡un cercanías para ir a Egipto!-, horas más tarde viajaba subido en un coche por carreteras prácticamente de tierra, apartando camiones y viejas motocicletas a golpe de claxon en el vergel nocturno de la capital egipcia. También haciendo las primeras preguntas al que sería mi guía, un joven llamado Handy.

Al llegar al hotel, de mármol, neones y pan de oro, un niño de apenas tres años esperaba sentado en la cesta de una bicicleta que estaba apoyada en la acera, sujeta solamente con un pedal. De su padre, ni rastro.

Una consulta a las bases de datos de Naciones Unidas sirve para saber que en Egipto hay alrededor de un millón de historias como la de ese niño, que vagabundean o trabajan de sol a sol, con su vida sujeta en muchos casos por menos que un pedal, pero Handy no me contó nada al respecto, ni yo se lo pregunté entonces.

Un 68% de los chicos que vagan por sus calles tiene entre 6 y 11 años, hasta un 20% es víctima del tráfico de seres humanos y alrededor del 40% nunca ha ido a la escuela.

Esa misma noche partimos hacia Luxor. Una vez allí, mientras tomaba un té en un pequeño y mal iluminado local en pleno mercado tradicional de especias, pescados y telas estampadas, un grupo de hombres veía un partido de fútbol de la selección de Ruanda.

En ese momento, un pequeño de no más de cinco años salió de entre aquellos hombres y se me acercó para jugar con lo que parecían unos cromos de fútbol. Vistos de cerca eran en realidad imitaciones de billetes que inexplicablemente tenían estampadas las imágenes de los jugadores. Fue extraño intercambiar fajos de billetes con un niño, mientras su padre, un poco más allá sonreía, con  una ‘shisha’ (tradicional pipa de agua) entre los dientes.

Para entonces había mantenido conversaciones sobre lo que cabía esperar de la revolución con algunos egipcios mientras viajaba en taxis ilegales o entre las columnas de un templo, también con Handy. Sin embargo, desde el primer momento esos intercambios no dieron más que para contar cosas que ya había leído antes de salir de España y que sonaban a periódicos atrasados.

Poco después me vi sentado en uno de los trenecitos que llevan a los turistas por el grandioso Valle de los Reyes, aún en Luxor, donde se encuentra la tumba de Tutankamon. De nuevo, con un sólo salto, subió al tren un chico de nueve años, según me dijo.

Vendía souvenirs y crucigramas con imágenes de la esfinge de Gizeh y de las pirámides. Yo buscaba en él los rasgos de aquel Tutankamon para imaginarle en el valle, con su vida de niño faraón, gobernando el alto y bajo Egipto como hace 3.000 años. Pero me fue imposible verle rodeado de oro. “Voy a la escuela, pero ayudo a mi padre cuando no voy”, dijo confirmándolo todo.

Detrás de la revolución: los invisibles

Fue entonces cuando decidí dejar a un lado la revolución egipcia y mirar en su trastienda. En efecto, según el National Center of Social and Criminological Research de Egipto, un 68% de los chicos que vagan por sus calles tiene entre 6 y 11 años, hasta un 20% es víctima del tráfico de seres humanos y alrededor del 40% nunca ha ido a la escuela. Entre los que han ido, la tasa de abandono escolar es alta, tanto que algunas estadísticas señalan que un 70% de estos chicos no acaba los estudios básicos.

Y sí, según estas mismas estadísticas la principal razón para que estén en la calle es el abuso de las familias y en los trabajos, por delante de otras como el abandono. Son los niños y niñas los que prefieren la calle antes que estar con sus padres, los que se escapan de casa para amontonarse en los recovecos de grandes ciudades como El Cairo o Alejandría, donde trabajan vendiendo periódicos, lavando coches o sencillamente rebuscando en la basura para poder sobrevivir.

Según Naciones Unidas, los chicos de la calle pueden trabajar más de diez horas al día combinando varios empleos a la vez para luego gastarse todo el dinero que ganan porque no tienen un lugar seguro donde guardarlo y porque es muy peligroso dormir en la calle con dinero en los bolsillos.

Al día siguiente, volví de regreso a El Cairo, con su polución, con sus atascos, con sus calles repletas de gente, con su Nilo y con su Plaza de Tahrir.  Allí, en la plaza, conocí  a Mohamed, de 27 años, que seguía acampado ante el edificio de la Administración, reclamando un país mejor y, si fuera posible, una indemnización como pago por la pierna que perdió en las primeras semanas de revueltas, a inicios de 2011. “Yo era estudiante”, comentaba mientras apoyado en una muleta, me mostraba fotografías la policía del ex presidente egipcio Hosni Mubarak atacando encarnizadamente a los manifestantes.

Me quedé aquella tarde dándole vueltas a la voluntad de lucha del pueblo egipcio y a la capacidad de autodefensa de sus jóvenes. Esa noche salí a cenar a Borsa, el barrio en el que se concentra precisamente esa juventud inmersa en las redes sociales y en los blogs que hicieron saltar la chispa que incendió la primavera árabe en Egipto.

Y allí, mientras tomaba un zumo, una niña harapienta y el que parecía su hermano se paseaban por entre las mesas de la terraza en la que muchos cariotas, con camisetas de Cristiano Ronaldo, veían un partido del Real Madrid en una gran televisión de plasma. La niña dejaba cacahuetes en las mesas y esperaba un dinero o algo de comida a cambio. Su capacidad de autodefensa me pareció mucho menor que la de Mohamed, aunque a él le faltara una pierna.

Esta forma de vida pasa factura y muchos de estos niños arrastran problemas de salud, también a nivel psicológico. Mas del 30% sufre retrasos en el crecimiento y al menos sufre desde anemias a tuberculosis. Los niños de la calle se orinan por las noches, sufren pesadillas o lloran durante mucho tiempo sin saber por qué.

Sin embargo, en la mayoría de los casos no pueden recibir ningún tipo de asistencia sanitaria. La razón es cruel: sus padres ni siquiera los registran al nacer y sin la debida identificación no pueden recibir ayuda. Por eso no es de extrañar que una parte recurra a las drogas, especialmente el pegamento, mientras Cristiano Ronaldo marca otro gol.

¿Qué ha hecho la revolución por ellos?

Algunas ONGs consideran que la principal lacra para estos chicos es que se les considera  delincuentes en lugar de víctimas, un punto de partida que hace difícil cualquier avance en sus derechos. Así les definía la Ley del Menor de 1996 hasta que la reforma de 2008 les dio algo más de protección.

Sin embargo, la Ley del Menor egipcia de 2008, que fijó la edad legal para trabajar en los 15 años, permitía a los gobiernos provinciales que, con el consentimiento de la autoridad nacional en materia de educación, dejen que los menores de entre 12 y 14 años trabajen en empleos de temporada que no interfieran en su educación, lo que dejaba la puerta peligrosamente abierta a la explotación infantil.

la principal razón para que estén en la calle es el abuso de las familias y en los trabajos, por delante de otras como el abandono.

Ahora, Egipto ya tiene su Constitución, pero en todo el texto tampoco hay una defensa explícita a los menores. Según constata Amnistía Internacional, este articulado no incluye una definición del menor como una persona de menos de 18 años, como establece la Convención de los Derechos del Niño, y sigue permitiendo que los chicos que cursan educación primaria trabajen en tanto que su empleo sea adecuado para su edad.

Es cierto que en su artículo 70, la Constitución egipcia indica que «cada niño, desde su nacimiento, tiene el derecho a un nombre propio, al cuidado familiar, una nutrición básica, a la acogida, a servicios sanitarios y a un desarrollo religioso, emocional e intelectual». Más aún, el artículo 25 mandata el reimpulso del sistema de protección social, mientras que el 65 obliga al Estado a desarrollar un plan para erradicar el analfabetismo, que deberá ser ejecutado en los próximos 10 años.

Sin embargo, el Gobierno egipcio del presidente Mohamed Morsi se enfrenta a grandes retos económicos y sociales, empezando por levantar una economía frenada por la propia primavera árabe, que ha derivado en un desplome del turismo. En esta situación, Morsi ha buscado financiación en el exterior de la mano de países como Arabia Saudí o China y negocia un crédito por valor de 4.500 millones de dólares con el Fonto Monetario Internacional (FMI).

Mientras tanto, el país de los grandes obras faraónicas gasta al año unos 16.000 millones de dólares en subvencionar la energía y la electricidad, el equivalente al 20% del gasto público, mientras que es uno de los principales países importadores de alimentos del mundo, lo que los encarece sobremanera.

A la vista de esas cifras, todo hace pensar que en el corto o medio plazo lo niños de la calle de Egipto tendrá que seguir esperando una oportunidad desde su invisibilidad: los hijos invisibles de la revolución egipcia son esos chicos de los que los que nuestros familiares y amigos hablan a la vuelta de las vacaciones, esos que les han ofrecido a todas horas una figura, una postal o les han tirado de las ropas para pedir una moneda mientras se fotografiaban al pie de la pirámide de Keops o entre las mesas del ‘Horreya’.

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