Especial Derechos Humanos

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05
Dic
2018

«El derecho a la paz no pasa de las buenas intenciones»

José Antonio Marina | Filósofo, escritor y pedagogo

Hay una tendencia a ampliar el número de derechos humanos. Se defienden los de tercera y cuarta generación, los que tienen que ver con la ecología, la paz, el acceso y los límites de la tecnología. Creo que convendría pararse un momento y reflexionar sobre la propia noción de «derechos humanos», para evitar que su proliferación conduzca a una inevitable devaluación. Lo importante de la Declaración de Derechos Humanos es que estos capacitaban a las personas para poder esgrimirlos incluso frente al Estado, si este había firmado y ratificado la Declaración, porque se incorporaba a la legislación nacional. Pero estos son los derechos fuertes, exigibles. Hay otros –como el derecho a la paz– que, como mucho, son declaraciones de buenas intenciones o, en su caso, «principios orientadores» de la acción legislativa o política. Muchos de ellos, además, resultan mal definidos. Por ejemplo, cuando en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 se reconoce el derecho a la autodeterminación de los pueblos, no se define el concepto «pueblo», lo que ha provocado numerosos problemas. En primer lugar, pues, volvería a pensar críticamente las nociones básicas de la actual formulación.

«Necesitamos explicar la necesidad de reivindicar el carácter personal de los derechos humanos»

En segundo lugar, volvería a tratar el problema planteado en la Convención Mundial sobre Derechos humanos, celebrada en Viena en 1993, que mostró la oposición de los bloques asiáticos, musulmán y africano a la declaración de 1948, por considerarla individualista y eurocéntrica. En un momento en que sistemas nacionalistas y autoritarios esgrimen unos derechos humanos colectivos, cuyos titulares son entidades abstractas como «nación», «pueblo», «cultura», necesitamos explicar la necesidad de reivindicar el carácter personal de los derechos humanos.

Por último, tal vez porque en este momento investigo sobre el campo de la tecnología –genética e informática-, estoy preocupado por los problemas que se pueden presentar en ambos campos. Empieza a hablarse de posthumanismo o de transhumanismo y, antes o después, se empezará a hablar de los «derechos transhumanos», es decir, de los derechos de esa «humanidad mejorada», que no sabemos cómo podrá ser. El problema se agudiza porque la tecnología cambia aceleradamente, y el derecho y la moral corren detrás con la lengua fuera. Por ejemplo, el desembarco masivo de sistemas de inteligencia artificial potentes, rápidos, fáciles y baratos va a plantear el problema de quién va a tomar decisiones políticas en un futuro, si una máquina o un ser humano.

En Biografía de la humanidad he propuesto un método para enfrentarnos con estos problemas. Se trata de seguir la evolución de los derechos, señalando las razones por las que se han ido consolidando unos y rechazando otros. Esta es la gran historia cultural de la humanidad, en la que se puede descubrir una convergencia. Cuando se eliminan cinco obstáculos –la pobreza extrema, la ignorancia, el fanatismo, el miedo al poder y el odio al vecino– las sociedades evolucionan hacia un marco muy semejante al que define la Declaración de los Derechos Humanos. Sobre esta idea deberíamos construir una poderosa pedagogía de los derechos.

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