ENTREVISTAS

«En el Congreso hay una parte que es templo y otra que es teatro»

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Clara Rodríguez / VOZPÓPULI
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18
diciembre
2019
José Bono en entrevista con Vozpópuli. Clara Rodríguez/VOZPÓPULI

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Clara Rodríguez / VOZPÓPULI

Con la pluma puesta en el recuerdo del Congreso de los Diputados, José Bono (Salobre, Albacete, 1950) cierra la tercera entrega de sus diarios con ‘Se levanta la sesión. ¿Quién manda de verdad?‘, un libro que pertenece al cuaderno de notas que el entonces presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha estrenó el 8 de abril de 1992, con la resaca de un desencuentro político en su propio partido.


Ha cumplido 69 años, 50 como afiliado del PSOE, 20 desde que quiso ser secretario general del partido y 8 desde que dejó la vida política activa. ¿Cuándo supo usted que era un hombre de izquierdas?

Pues cuando empecé a estudiar la carrera, en el año 1967. Éramos un grupo de compañeros que, entonces, trabajábamos en el ámbito cristiano de base, concretamente en una congregación que patrocinaban los jesuitas. Ahí comprendí que la riqueza estaba mal repartida y que había que ponerse de parte de los que menos tenían. Había que tomar partido hasta mancharse, como decía Pablo Neruda.

Dijo Pedro Sánchez en un tuit, en 2016, que tendería la mano a izquierda y a derecha porque «España necesita grandes transformaciones y políticos que piensen en el interés general». Cuando un político de un partido socialista y obrero dice que va a tender la mano a la izquierda o a mirar hacia allí, ¿en qué lugar está?

Yo creo que tender la mano es algo que se hace a todo el mundo. Y no puede confundirse un gesto de cortesía, de amabilidad o incluso de diálogo, con un posicionamiento político que diferencie al que dialoga o con un signo político en el cual el diálogo te hace perder tu posición. Las personas que están más firmes y seguras de sus planteamientos son las que tienen la capacidad de negociar, de hablar y de dialogar. En cambio, los más inseguros son los que menos capacidad de diálogo desarrollan.

«Apoyar el separatismo es una actitud egoísta, nada moderna y, por supuesto, nada solidaria»

Me contó en una ocasión José Luis Rodríguez Zapatero: «Yo viví el 15-M como presidente del Gobierno y no fue fácil. Algunos de los que nos gritaron “no nos representan” están hoy sentados en el Congreso de los Diputados».

Es verdad que algunos del 15-M que nos gritaron «no nos representáis» ahora están sentados en los mismos escaños a los que ellos acusaban de no ser representativos. Pero así es la vida, y por eso digo que en el Congreso de los Diputados hay una parte que sí es templo y otra que es teatro. Y se ha puesto más el dedo en la segunda.

¿Ha llegado tarde el acuerdo entre ambos?

Lo que pienso es que podría haberse hecho antes de las elecciones. Pero la verdad es que «agua pasada, no mueve molino».

También pudo haber un gobierno con Ciudadanos. ¿Por qué no prosperó?

Porque Ciudadanos estaba instalado en una posición incomprensible de descalificaciones y de insultos muy graves. Es muy difícil negociar un gobierno con alguien que no solo te descalifica, sino que te insulta llamándote «banda».

Pongamos una situación hipotética en la que al PSOE tiene que pactar con el PP para llegar a un acuerdo de Gobierno. ¿Cómo se le explicaría esto a sus votantes?

Creo que es prudente resolver los problemas que llegan a tu casa, como se indica en El arte de la prudencia, de Baltasar Gracián, pero no es prudente ir a una entrevista para ponerse en el centro de la calle a buscar problemas. Cuando llegue esa situación, si es que llega, ya daré mi opinión. Pero no creo que haya que adelantar situaciones que, hoy por hoy, no están en el terreno de la probabilidad.

En agosto de 2011, PSOE y PP pactaron modificar el artículo 135 de la Constitución, el encargado de regular y garantizar el principio de estabilidad presupuestaria en las Administraciones Públicas, en dos horas y cuarenta minutos, como cuenta usted en su libro, a pesar de la oposición de Alfredo Pérez Rubalcaba. ¿Por qué se modifican o aplican ­–como en el del 155– con tanta celeridad algunos artículos mientras que con otros –el 47, por ejemplo– parece no haber tanta prisa?

En aquel momento, el artículo 135 se modifica porque hay una presión fuerte por parte de la Unión Europea. El perjuicio que pudo entenderse por algunos en la modificación de ese artículo quizá habría sido mayor si no se hubiese modificado y hubiésemos sido intervenidos. Tenga en cuenta que usted me habla de comparar artículos como el 47, que es una declaración programática, en el sentido de que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna. Dentro de que todos son artículos constitucionales, unos son proclamaciones programáticas y otros son procedimientos de ejercicio de derecho. No se pueden comparar materias que no son exactamente homogéneas.

No obstante, y respecto a Cataluña, ¿cómo lo habría solucionado usted?

No tengo una varita mágica. Lo que digo es que hay que hacer lo que sea menester para que Cataluña siga formando parte de España, porque eso, desde mi punto de vista, favorece la solidaridad entre los ciudadanos y el bienestar. Apoyar la secesión o el separatismo es una actitud egoísta, trabucaire, nada moderna y, por supuesto, nada solidaria.

En democracia, ¿las mayorías también se equivocan?

Esa pregunta tiene más que ver con la filosofía que con la política. La democracia es un sistema en el que el Gobierno se establece por la mayoría, y esa es una regla que puede tener sus servidumbres pero, hasta ahora, no hay otra mejor.

En su discurso de toma de posesión como presidente del Congreso, dijo: «hagamos que esta Cámara cada vez se parezca más a los españoles». Durante la sesión constitutiva de la XIV Legislatura, hubo empujones entre algunos de los parlamentarios y Agustín Javier Zamarrón, presidente de la mesa, tuvo que poner orden.

«Los discursos en los parlamentos modernos no se hacen para cambiar la opinión del adversario, sino para fijar la propia»

La expresión que yo utilicé –que el Congreso debía parecerse cada vez más a los españoles– estaba dirigida, sobre todo, a que nos escuchásemos, fuésemos educados y transigentes. De alguna manera volví a hacer esa reflexión presidiendo la Cámara, en un momento en el que al orador no le escuchaba prácticamente nadie de las personas que estaban en el salón de sesiones. Dije: «Por favor, atiendan al orador, que vamos a convertir a este salón en el único de Madrid donde no se escucha a quien habla. Y les recuerdo que estamos ante el templo de la palabra».

Pero es complicado que a uno lo escuchen…

Sí, pero eso pasa en la vida cotidiana. En el templo de la palabra y de la soberanía deberíamos esforzarnos más en ser respetuosos con la opinión ajena, que, al fin y al cabo, se expresa en la palabra. Es verdad que, desde hace decenios, los parlamentos democráticos han perdido la capacidad persuasiva. Como decía aquel parlamentario británico, «el discurso de mis adversarios rara vez me ha hecho cambiar de opinión, pero jamás de voto». Es decir, los discursos en los parlamentos modernos no se hacen para cambiar la opinión del adversario, sino sobre todo para fijar la propia.

Entonces, ¿cómo ve usted Europa? ¿Peligran sus valores porque la gente tampoco se escucha?

Este diagnóstico se puede predicar en toda la Unión Europea. Los discursos no tienen el valor que en el siglo XIX se les atribuía, cuando entonces eran más persuasivos, mientras que en este momento son más prescriptivos de la opinión del grupo. Tienen más ese valor que el de intentar persuadir… o convencer.

Los primeros días del pasado mes de noviembre, la ujier más veterana del Congreso, Paloma Santamaría, anunciaba su jubilación, sintiendo que estaba dejando su «casa». ¿Tuvo usted la misma sensación cuando se despidió del Congreso?

No, no, en absoluto. Paloma, que es una buena amiga, pasó mucho tiempo y comprendo su expresión. Yo, en cambio, siempre tuve claro que en el Congreso tenía mi despacho de presidente y que aquello era una estancia pasajera y de corta duración.

Continuando con las despedidas y para terminar, dedica el libro a la memoria de Alfredo Pérez Rubalcaba, un político «inteligente y honrado», según sus palabras. También declaró Mariano Rajoy en otra ocasión que el PSOE estaba mejor cuando lo lideraba él. ¿Siempre se van los buenos?

No me extraña que a Mariano Rajoy –y a cualquier adversario del Partido Socialista–, cuando trata de hacer una crítica, siempre le parezcan mejor las situaciones imposibles que las reales. Pero eso está dentro de la normalidad y de lo entendible. Alfredo Pérez Rubalcaba era un líder con unas capacidades y con una honorabilidad que yo, en este momento, no creo que hayan sido superadas ni sean fáciles de superar. Él pertenecía a la escuela de Felipe González en cuanto a la capacidad persuasiva y oratoria, y eso es algo que reconocen sus adversarios. En cuanto a su honorabilidad personal, es también un paradigma.

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