ENTREVISTAS

El origen de la dignidad

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31
julio
2023

Base de la ‘Declaración Universal de los Derechos Humanos’ de 1948, la dignidad es un concepto muy usado, pero poco debatido desde el punto de vista filosófico. Javier Gomá (Bilbao, 1965) considera que es una idea demasiado constructiva para una época deconstructiva, para Adela Cortina (Valencia, 1947) es el núcleo de la ética de una ciudadanía cosmopolita. En un diálogo en el Ateneo de Madrid, moderado por Pedro López Arriba, su socio bibliotecario, estos dos filósofos desgranan los puntos que permiten entender qué implica cada visión y sus puntos de encuentro y divergencias.


¿Se puede entender la dignidad como el límite de lo moralmente admisible?

Adela Cortina: La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 se fundamenta en la dignidad. Esto es fruto no solo de la reflexión de quienes escribieron el texto, sino de toda una historia de la humanidad de sufrimientos y desencuentros y de la experiencia de que los seres humanos tienen dignidad y no un simple precio. Cuando España empezó a cambiar hacia la democracia, [aporté] el pensar que sí podía haber una ética que fuera común a todos los españoles. Fui a Alemania a estudiar a Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas para ver si podía haber un fundamento a esa ética que fuera también filosófico, y descubrí que sí había una ética que podía unir a todos los españoles, que es lo que yo llamo «ética mínima», y que tendría por base el concepto de dignidad humana. La clave es respetar esa dignidad. Y respetar quiere decir no instrumentalizar a los seres humanos, ni con vistas a la política ni al dinero, y sí empoderarlos para que puedan seguir adelante. Porque, como decía Kant, tienen dignidad y no un simple precio.

La dignidad es el núcleo de la ética que tendría que ir construyendo una ciudadanía cosmopolita; una ética en la que todos los seres humanos sean reconocidos como ciudadanos de nuestro mundo. En ese sentido, la dignidad no solo es una palabra clave, sino una experiencia que es necesario proteger, respaldar y fomentar; porque si no, en [estos tiempos] de polarizaciones y posverdad, podemos estar perdidos.

Adela Cortina: «La dignidad es el núcleo de la ética que tendría que ir construyendo una ciudadanía cosmopolita»

Tú, Javier, en la dignidad has encontrado algo más que el límite de lo mo- ralmente admisible.

Javier Gomá: Escribí Dignidad porque me di cuenta de que el concepto cada vez atrapaba más mi atención. Decidí leer lo que hay sobre la dignidad, un principio revolucionario de la sociedad del siglo XX que, además, está en boca de todo el mundo. Y mi sorpresa fue que no hay un tratado en el que la dignidad se convierta en el objeto fundamental de la filosofía. Kant le dedica unos cuantos párrafos en varios libros, pero no es un autor de la dignidad y su concepto, tocado de resabios aristocratizantes, tiene unas connotaciones muy similares a otras que utiliza con mayor rigor, sistema y profundidad. Definitivamente, es algo que todo el mundo siente, pero nadie define. [Los temas respecto a la dignidad] versan sobre la historia de la dignidad, el ámbito jurídico –como fundamento de los derechos fundamentales– y el ámbito de la bioética –la dignidad al principio de la vida (aborto) y al final (eutanasia)–. Presuponen un concepto filosófico de la dignidad, pero cuando te acercas al fundamento, no la comentan en el objeto de la reflexión filosófica. ¿Por qué, siendo un principio que articula nuestra sociedad contemporánea, está ausente de la reflexión filosófica? Es un concepto demasiado constructivo para una época deconstructiva.

dignidad

No hay un filósofo de la dignidad del siglo XX y, sin embargo, en su nombre se han producido las grandes revoluciones sociales del siglo, que tienen que ver con una intuición sobre que todo hombre y toda mujer, por el hecho de serlo, poseen la misma dignidad; de manera que los rasgos que en el pasado fundaban dignidades se convierten en accidentes poco significativos. Todo lo demás decae, siendo lo único significativo el hecho de que está dotado de una dignidad incondicional. Pero también da igual –cosa que Kant no vio– que tengas un comportamiento moral o inmoral, porque incluso el que con su conducta hace un uso indigno de su libertad posee dignidad. Para mí, la dignidad es una cualidad que todo hombre y toda mujer posee, en virtud de la cual se constituye en acreedor y el resto de la humanidad en deudora de un respeto; resistencia, un principio antiutilitario –Aristóteles en la Política define que lo particular está subordinado a lo general y así ha sido durante toda la antigüedad; hasta la recuperación del concepto moderno de libertad individual y de dignidad, que dice que lo particular cede a lo general, pero lo general cede a la dignidad individual– y, como estorbo, es un principio anticolectivo. No podemos invocar la felicidad del mayor grupo para estorbar o para destruir la dignidad del individuo. Y la dignidad luce sobre todo en los más débiles, porque se observa que son prescindibles, que estorban y ese estorbo es una excelencia.

A. C.: No estoy de acuerdo con la interpretación kantiana, me parece realmente injusta. Yo entiendo que la idea de dignidad tiene una larga historia y en la cultura occidental viene, por lo menos, desde los estoicos; y creo que, justamente, esa idea nace cuando nos vamos dando cuenta de que los seres humanos somos capaces de hacer por nosotros mismos nuestra vida. Esa sería la clave que tiene que ver con la libertad. Como decía Séneca, el hombre es artesano de su propia vida y eso le da una dignidad que le sitúa por encima de los demás seres. Eso es, precisamente, lo que hace que estemos todos dentro de un mismo mundo, ese cosmos del que todos formamos parte. Ahí nace la idea del cosmopolitismo: un mundo en el que todos esos seres que tienen razón y emoción puedan juntos hacer esa historia.

Javier Gomá: «La dignidad es algo que todo el mundo siente, pero nadie define»

Entonces, ¿dignidad y libertad son lo mismo? ¿La dignidad es fundamento de la libertad? ¿Tienen la misma relación?

A. C.: Me gusta mucho «autonomía». La libertad se dice de muchas maneras. A lo largo de la historia de la filosofía política se ha podido decir libertad como independencia, pero me gusta como autonomía. La autonomía que viene de toda esa tradición, que quiere decir que cada uno de nosotros puede hacer su propia vida. Hay una diferencia entre autonomía e idiosincrasia: esta última querría decir que yo soy capaz de no actuar por leyes naturales, sino por mis propias leyes individuales, mi propio interés personal. Uno puede darse una ley a sí mismo, pero esta es la de su propio deseo o sus propios impulsos. Sin embargo, la grandeza de la autonomía es que tenemos la capacidad de darnos leyes que querríamos para toda la humanidad. Esa es la clave de la libertad entendida como autonomía. Y esa es la idea en la fundamentación de la metafísica de las costumbres, cuando aparece la idea de la universalización. ¿Querría vivir en un mundo en el que todos mintieran, todos mataran? ¿En el que la estafa fuera el pan nuestro de cada día? Tuve una discusión con Javier Muguerza en la que él decía que había que defender la idea de resistencia, pero no de universalización. Para mí, lo importante es esa capacidad del ser humano de poder actuar por una ley que universalizaría y ponerla por delante de mis propios deseos. Esa es la idea de libertad, que me parece extraordinaria y va estrechamente ligada a la dignidad.

Y es justamente en esos párrafos donde Kant habla de esa idea de libertad como autonomía, de donde saca la de dignidad: en el reino de los fieles todo tiene un precio o una dignidad. Lo que no tiene equivalente, porque tiene un valor superior a cualquier otra cosa, no puede ser intercambiado por un precio, porque no tiene precio, sino dignidad. Se dice en el siglo XVIII, cuando el capitalismo está boyante y todo se convierte en mercancía, por lo que me parece grandioso. En ese sentido creo que libertad y dignidad son dos caras de la misma moneda. La libertad se puede entender de muchas maneras, pero como autonomía es la que realmente se puede realizar en una sociedad democrática cuando toma un cariz político. Cuando en la Declaración Universal de Derechos Humanos se saca la idea de dignidad, se están basando en que los seres humanos son capaces de ser autónomos y darse leyes a sí mismos.

Adela Cortina: «Lo importante es esa capacidad del ser humano de poder actuar por una ley que universalizaría y ponerla por delante de mis propios deseos»

J. G.: Cuando leí a Kant atentamente, vi que tenía dos problemas. Primero, no estudia suficientemente el problema conflictivo de la dignidad: ¿qué pasa cuando esta choca con la universalidad? La dignidad es aquel principio esencialmente antimayoritario. Cuando hablamos del principio mayoritario de la democracia, alguien estudió la tiranía de la mayoría. El principio de resistencia frente a la posible tiranía de la mayoría es que el individuo posee una excelencia que en ningún caso se puede atropellar, ni siquiera en nombre de la universalidad o del bien común o de la idea de progreso; porque es algo que se presenta como resistencia. Segundo, a veces se vuelve deudor de su época, tiene unos resabios aristocratizantes: tiene dignidad en la medida en que el hombre y la mujer tienen moralidad. Entonces, ¿qué pasa con los que no la tienen? Kant posiblemente considerase que no son dignos de poseer dignidad y, sin embargo, la gran intuición del siglo XX es que, con independencia del comportamiento moral, ese hombre y esa mujer la poseen.

He llegado a la conclusión de que la historia de la dignidad solo tiene dos etapas: la época premoderna y la moderna. En la primera, lo que prevalece es el concepto de dignidad del todo, del cosmos. Séneca considera que lo digno es aquello que participa en la totalidad –llámese naturaleza, cosmos o Dios–, pero no concibe una dignidad individual en conflicto con la totalidad; eso es moderno. Sin embargo, se produce un giro en virtud del cual un miembro de ese cosmos se emancipa y se constituye en nueva totalidad. Ese miembro, antes dócil al conjunto y ahora emancipado de él, es la subjetividad moderna. En Dignidad utilizo ese concepto para describir el estado agónico, que es esencialmente trágico de la condición humana: ese individuo siente que posee una dignidad infinita, como la que podría definir Kant, que lo convierte en algo distinto al resto de las cosas existentes; la naturaleza ha hecho una excepción con lo humano y lo ha dotado de una excelencia extraordinaria, tiene una dignidad infinita, distinta a todos los demás entes de la realidad.

Pero la naturaleza le avoca a la misma indignidad del mosquito, que es el cadáver, la cosificación; la experimentación de la indignidad del humano, poseedores de una dignidad infinita, pero avocados a la indignidad de la polilla. Esa es la condición moderna que explica el profundo malestar y la necesidad de que sustituyamos el concepto de felicidad, que está siempre condicionada a la reunión de algunos bienes, por el de dignidad, que es el concepto fundamental de la ética moderna. Como dice el propio Kant: no se trata de ser felices, sino de ser dignos de ser felices. La dignidad es el bien verdaderamente universal. Hay una dignidad ontológica, que tiene que ver con la libertad y podría ser el fundamento de los derechos fundamentales, pero también una dignidad pragmática, que interpela a tu conciencia, dado que posees una excelencia, para que uses tu libertad de manera que haga justicia a la dignidad ontológica de la que eres poseedor. La libertad, por tanto, tendría que ver con la dignidad tanto ontológica como pragmática.

dignidad

A. C.: El universalismo no se enfrenta al principio de la mayoría, porque son dos ámbitos distintos. Por una parte, cuando se está diciendo que voy a actuar por aquello que yo universalizaría, no me estoy sometiendo al criterio de la mayoría, en absoluto. Recuerdo que cuando salió la mayoría se decía que lo importante es cómo se consigue, pero eso es en el terreno de la política. En el terreno moral, voy a actuar según mi conciencia. Tengo que pensar qué es lo que yo universalizaría, qué sería bueno para la humanidad; eso es lo que quería decir la autonomía. No que me voy a someter al criterio de la mayoría. Las dos cosas son completamente distintas. No hay aristocratismo ninguno, sino que todo ser humano, cuando se trata con cuidado y delicadeza, cuando se empodera, puede llegar a llevar su vida y decidir por sí mismo aquello que universalizaría. Dos principios, sobre todo: no instrumentalizarás y sí empoderarás a las personas, para que puedan llevar adelante razones para valorar, para decidir la felicidad. Y eso es el deber de la sociedad, empoderar a la gente para que puedan llevar adelante sus planes de vida. Un mundo en el que cada cual pudiera llevar adelante sus planes de vida sería un mundo justo y más felicitante.

J. G.: En la lectura que hice de Kant, retomo unas citas donde se dice que para él la dignidad está basada en la calidad moral. No hago una interpretación de tu propia visión de la dignidad, sino de lo que leo en Kant. Para mí, como no puede ser de otra manera –puesto que vive en el siglo XVIII y no hay todavía la evidencia sentimental de la belleza, la justicia, la igualdad–, él tiene resabios de que el realmente digno es el agente moral. La gran intuición del siglo XX es que la dignidad se predica de todo hombre o toda mujer con independencia absoluta de la moralidad. Además, para mí hay un problema en Kant y la dignidad: no lo relaciona con la muerte. Es decir, no tiene una visión trágica de la dignidad. ¿Qué ocurre cuando una o varias personas llegan a una conclusión, incluso de buena fe, sobre que determinados valores son universales? Como ocurre hoy en China, por ejemplo, donde el patriotismo de lo colectivo lo es todo y, sin embargo, esos planes de universalización chocan con la dignidad individual. En la práctica, la dignidad se plantea muchas veces como resistencia a lo malo, pero también a lo bueno. No en la misma persona, por supuesto; en una misma persona aspirará a la universalización, pero ¿qué ocurre cuando un grupo de personas ha llegado a una conclusión sobre valores universalizables que incluye el sacrificio de la dignidad individual? Es ahí donde la dignidad luce en particular, porque cuando la de todos es compatible con la universalidad, prácticamente no cuenta, es todo armónico. En cambio, cuando la dignidad es resistencia, estorbo, es cuando adquiere especial fuerza.

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