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«Ser invisible es el mejor regalo para un artista»
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COLABORA2023
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Su último disco, ‘Flying Wig’, es su primera incursión en los sonidos electrónicos de sintetizadores, aunque el músico venezolano-estadounidense mantiene intocable su esencia folk. Devendra Banhart crea ahora atmósferas cálidas y oníricas como catarsis de su último bache emocional, por el que estuvo a punto de dejar la música. El resultado son diez canciones, probablemente las más bellas de toda su carrera.
Habla de Kobayashi Issa, un poeta japonés del siglo XIX, mientras prepara un sándwich en la cocina de su casa, en algún lugar de Los Ángeles. «Mi álbum se basa en cierta manera en sus versos, que hablan de nuestra capacidad para enfrentar la desesperación con esperanza, para seguir fallando y amando. Toda mi vida ha estado llena de tristeza, y todo lo que hago en la vida es para ayudarme a sobrellevar esa tristeza».
A miles de kilómetros, al otro lado de la pantalla del ordenador, Devendra Banhart (Houston, 1981) muestra una inusitada cercanía: uno tiene la sensación de conocerle de toda la vida. Expresa su tristeza sin abandonar una afable sonrisa, un reflejo de la dualidad que recorre Flying Wig, su undécimo álbum. Un trabajo que nace de un momento en el que estuvo a punto de tirar la toalla: sumido en la ansiedad y el desasosiego, de pronto se vio con dificultades para cantar, incluso para hablar. Así que dejó atrás el trajín de Los Ángeles y se fue a una cabaña perdida en mitad del bosque, un pequeño estudio de música que un día perteneció a Neil Young.
«Nunca he ido de vacaciones. Cuando viajo, en realidad, voy a observar»
«Estábamos en Topanga, un sitio increíble rodeados de secuoyas, mapaches, ardillas, lagartos… No había nadie allí, ni rastro de civilización. Cocinábamos de un huerto propio, porque allí no llegaba nada, no podías llamar y pedir un Uber Eats [ríe]». En un perfecto español, con un acento que se mueve entre California y Venezuela, de donde era originaria su madre, Banhart habla en plural. No es casual: la cantante y productora británica Cate Le Bon le acompañó en la concepción de las nuevas canciones.
«Yo las había compuesto solo con una guitarra acústica, en un momento en que estaba escuchando mucho a bandas como Grateful Dead. De repente me vi en un clima muy setentero, muy hippie. Le enseñé las canciones a Cate y ella me propuso lo siguiente: “¿Qué te parece si, en vez de a Topanga, hacemos que estas canciones te trasladen al centro de Tokio, en plena noche?”». La manera de crear esa atmósfera era recurrir a los sintetizadores, a esos sonidos que evocan luces de neón, modernidad, cierta soledad… «Me encantó la idea. Me pareció apasionante la metamorfosis de una canción folk en otra que se sintiera como algo, no sé, de otro mundo». El resultado es elegante, parte del folk y se pasea por el pop urbano bebiendo en los abrevaderos de Brian Eno. «Nos propusimos hacer un disco sonoramente distinto a todo lo que había hecho antes. Algo electrónico, pero orgánico y cálido: queríamos sacar y enfatizar el aspecto emocional de un sintetizador», relata el músico. Y profundiza: «El material del que parte es la tristeza, que se embellece a medida que cambia de forma, culminando en un disco que suena como recibir un masaje muy melancólico o incluso llorar, pero de una manera realmente agradable».
Esa cabaña no es el único refugio vital de Banhart. Japón es un país recurrente para él, y aflora varias veces en la conversación. «Nunca en mi vida he ido de vacaciones. Yo, cuando viajo, en realidad salgo a observar, intento situarme en lugares donde soy invisible. Y en Japón lo soy. Soy exótico para ellos, claro, pero la gente me ignora. Es una actitud, con la que logro confundirme con el resto. Y esto lo puedes hacer en cualquier sitio». De ese superpoder de la invisibilidad salen muchas de sus canciones. «Desaparecer es el mejor regalo para un escritor porque te permite observar y perderte en lo que estás observando, así como ser testigo de muchas historias maravillosas y contarlas. Da la impresión de que las personas, por el hecho de estar de vacaciones, se deben comportar de una manera más estridente. Yo hago justo lo contrario. Viajar debería ser ir a conocer un sitio y respetarlo, no apabullarlo ocupando su espacio, haciendo ruido o ensuciando».
Un verso en una de las canciones del último disco, Everything is burning down, but the grass is always green (en castellano, «Todo está ardiendo, pero la hierba siempre permanece verde»), refleja la inquietud del artista por el futuro. «Es una frase de Buda, y de pronto le vi todo el sentido con lo que estamos pasando actualmente». Y hace referencia a esta «contrarreloj» contra el calentamiento global.
«El origen de gran parte de mi ansiedad viene del problema del cambio climático», reconoce, y matiza: «Pero no solo por el problema en sí, sino sobre todo por el hecho de que gobernantes de grandes países, como Donald Trump –que además podría volver– o Jair Bolsonaro, que mueven a tantas personas, nieguen que exista ese calentamiento global. Lo curioso es que ellos dan su opinión sin fundamentarla y millones de personas se la creen y adoptan ese negacionismo. Y lo hacen frente a miles de científicos que no están dando una opinión, sino compartiendo hechos constatados por la ciencia: la acción del ser humano está interviniendo en el ciclo climático natural del planeta».
«Los negacionistas climáticos se enfrentan a miles de científicos que no están dando su opinión, sino compartiendo hechos constatados»
Con todo, Banhart cree que esa corriente negacionista caerá por su propio peso. «Ya no hace falta leerse todas esas predicciones científicas. Ahora mismo estoy hablando contigo en el jardín de mi casa y me estoy derritiendo, y sé que antes no llegábamos a esas temperaturas; el planeta nunca ha estado tan caliente como ahora: empezamos a notarlo, ya no tienen que contárnoslo. Hay estimaciones de miles de años atrás, obtenidas de pruebas geológicas, y nunca antes se ha llegado a las temperaturas actuales. Y esto lo hemos hecho nosotros».
Un correo electrónico de su mánager nos recuerda que en tres minutos Banhart deberá atender a otro medio. El músico pide entonces una reflexión final. «Cuando me da esta ansiedad de la que te hablo, intento acordarme de cosas que me proporcionan calma. Recuerdo una vez que estuve en Japón y hubo un terremoto. Fue bastante fuerte, como de siete puntos en la escala Richter. Los edificios empezaron a moverse, todo se volvió líquido. Yo estaba debajo de una especie de cúpula de vidrio, y una mujer estaba enfrente de mí, nos miramos a los ojos, sabiendo que posiblemente ese iba a ser el último momento de nuestras vidas. Por suerte el techo no se cayó sobre nosotros y el temblor cesó. Pero ahí me di cuenta de una cosa: si de repente era capaz de tener una conexión tan brutal con una persona desconocida en cuestión de segundos, es que el ser humano puede unirse y ser cómplice en una misma causa si se lo propone. Y no somos dos personas, sino casi diez mil millones.
Podemos tener mucha fuerza si nos planteamos hacer cosas positivas. De modo que sí, realmente creo que podemos evitar el cambio climático». Tristeza y esperanza: justo los dos ingredientes que recorren su último disco.
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